Enrique Cortazar, un magnífico hombre de frontera
Marco Antonio Campos
Debe haber sido a principios de los ochenta cuando recibí la llamada de Enrique Cortazar. Me invitaba a dar una conferencia en Ciudad Juárez. Dirigía entonces las actividades culturales de la UACH en esa ciudad fronteriza.
Al llegar a Juárez me encontré con un hombre alto, delgado pero correoso, caballeroso en el trato y con quien se conversaba muy amenamente. Enrique tenía varios gustos mayores: la poesía, la amistad, las mujeres y su ciudad (en la cual por ese entonces no había ningún vislumbre de lo que se convertiría después). Por demás, en su poesía en verso y en sus poemas en prosa la mujer y el habla de los juarenses habitan intensamente. ¿Cuántas veces no le oí decir “cómo me gusta esa irlandesita”? Su gusto por las pecosas y de pelo castaño claro era evidente, y así, discreta, silenciosamente, iniciaba el cortejo. En su último libro de poemas buscó repetir las voces dialectales de los jóvenes del underground juarense.
Siempre es bueno tratar con una persona educada y que está siempre de buenas; él ha sido así. Si hubiera que definirlo con una frase diría: Es un hombre de bien. Sus esporádicos enojos nunca lo ponían descompuesto. Apenas si mascullaba contra un mal colaborador o algún poeta o artista que le quedaba mal. Prefería hacerse el sueco y actuar como si no hubiera pasado nada.
Por cosa de veinte años, salvo los cinco que no viví en México, me invitó de continuo. Hablábamos de poetas y escritores, a los que invitaba con alguna frecuencia, y de los que hizo en este libro que publicó la Universidad de Nuevo León unas afectuosas semblanzas: Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Ángel González, Paco Ignacio Taibo I, José Luis Cuevas, Carlos Monsiváis y Carlos Montemayor, entre otros.
Recuerdo mucho cuando organizó un homenaje a Alí Chumacero a principios de los noventa. Las instituciones, si mal no recuerdo, eran Cultura del Municipio, la Universidad Autónoma de Chihuahua en Ciudad Juárez, e increíblemente, el prostíbulo Las Brisas. Nadie menos solemne que Alí, quien desde la juventud conoció muy bien los ambientes prostibularios y andaba en ellos sonriente como Juan por su casa. En una ocasión anterior, Jorge Humberto Chávez, quien fungía como miembro y colaborador de primera línea del equipo que encabezaba Enrique Cortazar, había invitado a Alí, quizás en 1989, y Alí había dado una lectura en esa cantina-prostíbulo, que regenteaba una señora Susana, muy cordial y simpática. Esa vez en el lugar había doscientas personas y debieron poner bocina afuera porque ya nadie podía entrar. La policía sólo estaba atenta a que los oyentes no pistearan debajo de la banqueta.
La segunda vez a la que Enrique me invitó, hicimos una visita colectiva a Susana en Las Brisas y en la tarde noche, en el patio del palacio municipal, se efectuó el homenaje a Alí. Cortazar y yo no dejábamos de sonreír en la mesa de los ponentes porque en la primera fila estaban impecablemente alineadas las prostitutas de Las Brisas. La poesía de Alí es muy compleja; seguramente las prostitutas estarían pensando en todo, menos en los dicharachos críticos que disparábamos los malogrados ponentes. Más tarde, en la cena, Jorge Humberto Chávez comentó que había una calle con el nombre de Alí en la colonia Infonavit-Casas Grandes. Alí se sorprendió gratamente. “Tenemos que ir para que me saquen una fotografía, porque si no, mi esposa nunca va a creerme que una calle lleve mi nombre”, sentenció Alí. A la mañana siguiente emprendimos el traslado en una camioneta en la que nos acompañó doña Susana.
Enrique Cortazar era un gran anfitrión, no sólo en Ciudad Juárez, sino en consulados estadunidenses, vecinos a la frontera, en los que tuvo puestos culturales. A mí me invitó a El Paso, a Phoenix y a San Antonio. La última vez, si mal no recuerdo, fue en 2004, en San Antonio, la cual fue una estancia muy grata. Me acuerdo que en esos días que estuve en San Antonio, Enrique, Jorge y yo andábamos huyendo de las garras de un poeta indio superlatoso que quería que lo invitáramos a no sé cuántos eventos, porque nuestro querido José Emilio Pacheco, seguro para quitárselo de encima, le había dicho que era mexicano. ¿La causa? Llevaba unos meses en Monterrey trabajando para el gobierno estadunidense. El poeta indio, salido de la picaresca de la cultura de su país, se había vuelto la némesis de Enrique y Jorge Humberto. Me lo volví a encontrar en Lima. No recuerdo si entonces me dijo que ya era poeta peruano.
Estados Unidos es el único país donde las ofertas son verdaderamente ofertas. Casi no había invitado por Enrique a Ciudad Juárez que no quisiera ir a las tiendas de El Paso a hacer compras, porque siempre era dable hallar muy buenos saldos. Nadie mejor que él para ser el guía virgiliano de estos crematísticos paseos. Parecía conocer todo, hasta dónde encontrar un clavo. Yo aprovechaba su conocimiento para hacerme de muy buena ropa nueva a precios insólitamente baratos.
A Enrique el estado de Chihuahua, y en especial Ciudad Juárez, le deben mucho, y todo reconocimiento y homenaje son escasos por lo tanto que hizo y promovió. No sé si lo han hecho ciudadano distinguido de Juárez, pero urgiría que lo fuera. Para nosotros, sus amigos, sólo ha tenido siempre la mano franca y abierta. Mil gracias, Enrique. Un abrazo fraternal.