«Las cartas del Boom»

El Boom latinoamericano: verdades y omisiones

Evelina Gil

La correspondencia es un espacio de escritura con un amplio margen de interés, mucho más cuando se trata de la que sostuvieron entre ellos Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. ‘Las cartas del Boom’, volumen que es objeto de este artículo, ofrece un panorama bastante revelador de lo que fue el inicio del llamado ‘Boom’ en la literatura latinoamericana.

 

Reunir, cotejar y comentar Las cartas del Boom, publicado por Alfaguara este 2023, fue una empecinada y a la vez delicada labor para sus editores que, como los protagonistas de este intercambio epistolar en zigzag, son cuatro: Carlos Aguirre, Gerald Martin, Javier Munguía y Augusto Wong Campos. Y si de una hazaña plausible se trata, no obstante asalta una ausencia desde la portada, misma que se perfila en el hondo hueco entre las cabezas de Cortázar y García Márquez: José Donoso.

Hacia el final –y no desde el principio, para no curarse en salud–, los editores reducen al antes citado a “cronista del Boom”. Donoso, en efecto, se dio a la tarea de escribir una especie de manual para comprender dicho movimiento titulado Historia personal del Boom, publicado en 1972, que me di a la tarea de releer para contar con la visión desechada del quinto boomer. No quisiera, sin embargo, que lo que considero una mala decisión se apodere de mi juicio sobre el libro que nos ocupa, pero no encontré una razón válida que justifique la descomposición del cuadro original del Boom, en especial ante la evidencia de varias cartas del chileno comentadas por los otros cuatro.

Por mi mente pasan algunas posibles causas, una de ellas expuesta por el propio Donoso en su versión. A decir del chileno, no se sentía parte del grupo; la grandeza de los otros lo hacía flaquear. Era, en efecto, el menos cosmopolita, el menos prolífico, el menos “grandioso”, en términos cuantitativos: sus novelas eran cortas en comparación con las de sus compañeros de ruta, pero de ninguna manera pobres en calidad.

Para los interesados en conocer de primera mano cómo se entretejió el Boom, al tiempo que se forjaba y fortalecía la amistad entre cuatro autores de diversas latitudes que, además del idioma, tenían en común inquietudes y ambiciones artísticas que sólo consiguieron poner en claro al compartirlas entre ellos, esta copiosa correspondencia alumbrará su camino. Me aventuro a afirmar que se trató de la reunión de cuatro soledades, más marcadas unas que otras. A nivel amistoso –porque el comienzo del Boom y el
del compadrazgo son aleatorios–, el primero en romper el hielo es Carlos Fuentes al dirigirle a Julio Cortázar una invitación para colaborar en una revista mexicana. Aunque parte de una serie de proyectos truncos, o cuya concreción nunca tiene lugar, como sería la propuesta de escribir una serie de novelas sobre dictadores y tiranos, ideada por Carlos Fuentes, como casi todas las que tengan que ver con tácticas de promoción, aquella primera misiva concisa y cordial constituiría un parteaguas en los destinos de cuatro escritores de edades diversas pero jóvenes, sanos y enérgicos. Se resquebraja el hielo sin tocar nunca la parsimonia, si bien, en un principio, Cortázar se muestra más entusiasta hacia Fuentes, cuyos libros le inspiran una serie de cartas que devienen ensayos (una de ellas es usada como prólogo de alguna edición de La región más transparente), cosa que se repetirá, aunque con menor enjundia, con el más joven de la camada, Vargas Llosa, quien recibe lleno de gratitud las pródigas observaciones del argentino que no se limita a loar los aciertos.

El último en aparecer es Gabriel García Márquez. Su tardía incorporación se debe a que, muy distante aún del Nobel que aguardaba por él en el futuro, el colombiano radicado en México dedicaba gran parte de su tiempo a escribir guiones cinematográficos, así como cualquier encargo que le permitiera mantener con cierto decoro a su joven familia. A diferencia de él, Fuentes, Cortázar y Vargas Llosa gozaban de ciertos privilegios que les permitía deambular de un país a otro, no siempre en las mejores condiciones (caso Vargas Llosa), pero sí menos complicadas que la del colombiano.

“Con las maletas atiborradas de libros”

Aunque queda muy claro que el Boom no fue producto de una ocurrencia entre copas, ya que pasaría buen rato antes de que nuestros protagonistas coincidan personalmente y en conjunto, Donoso el Ausente lo explica de la siguiente forma en su propia versión, que he querido considerar en sustitución de las cartas firmadas por él, y frecuentemente citadas por sus cuatro destinatarios: el Boom –cuya existencia él pone en entredicho– se conformó a través del “contrabando”, porque los libros que se publicaban en México no llegaban a Argentina ni a Chile ni a Perú ni a Colombia, y viceversa. Un grupo de viajeros indómitos se encargaron de ponerlos en circulación: “Pero por suerte yo había viajado y seguía viajando. Y viajaba Salazar Bondy
y viajaba Ernesto Sábato, y viajaba Ángel Rama y viajaba Carlos Fuentes, y llevábamos y traíamos libros en nuestro equipaje para regalárselos a los amigos, que leían, que escribían y comentaban, se interesaban por lo nuevo que se estaba escribiendo en nuestro mundo. Y volvíamos a viajar con las maletas atiborradas de libros, como chasquis literarios, para tomar vino con amigos y comentar los libros en otras capitales del continente.”

Del mismo modo que Donoso menciona –en este párrafo, también en la totalidad de su libro– a varios autores que yo denomino “satélites” del Boom, Las cartas… están repletas de alusiones a otros autores, coetáneos y contemporáneos, que los académicos han incorporado tardíamente a este movimiento, siendo los más citados: Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Jorge Edwards, Mario Benedetti, Alejo Carpentier, entre otros y otras (sobre esto ahondaré al final). Donoso afirma que el Boom, como tal, se conformó el mismo año en que los Beatles saltaron a la fama universal: 1962. Por mi mente pasó que la omisión del “cronista del Boom” pudiera deberse a eso: a que los Beatles eran cuatro y un quinto alteraba la “armonía”.

Las cartas empiezan siendo muy extensas, escritas con el mismo cuidado con que escriben sus obras literarias. Comparten sus proyectos literarios; algunos cuajan, otros no. Tenemos oportunidad de asistir al momento en que la vida de Gabriel García Márquez da una voltereta total tras la publicación de Cien años de soledad, que ameritará cartas-ensayo muy precisas –en especial, claro, las de Cortázar– que celebran lo que sería un inesperado éxito comercial al que, en gran medida, podría debérsele que el viejo mundo voltee, otra vez, hacia el nuevo tras siglos de indiferencia. Vargas Llosa, por su parte, al obtener el Premio Biblioteca Breve con su primera novela, La ciudad y los perros, con sólo veinticuatro años de edad, produce un fenómeno más interesante: poner en la mira de propios y extraños a una editorial latinoamericana, en este caso Seix Barral.

Por su parte, con La región más transparente, Carlos Fuentes arriesga el todo por el todo a través de una compleja estructura, además de introducir formas diversas del español que se habla en México. Su caso en particular es harto apreciado allende las fronteras, aunque la crítica mexicana lo hace pedazos. Fuentes corresponde con alardes de infante terrible a sus detractores, encabezados nada menos que por el crítico Emmanuel Carballo, y comienza a desarrollar un vivo rencor por su propio país, al que se refiere como Kafkahuamilpa. A Cortázar no le va mejor con Rayuela en su natal Argentina, pese a ser, por así decir, cuna de la literatura experimental en Latinoamérica. La acogida en el extranjero es bastante más tibia que la que recibe su camarada kafkahualmipense. Y mientras Fuentes continúa escribiendo contra sus críticos novelas cada vez más briosas e irreverentes, Cortázar llega a caer en una especie de inercia que se advierte hasta en el tono lúgubre de sus cartas. Es el único apático ante las fervorosas invitaciones que le hacen sus amigos.

El entusiasmo se enfría

Donoso señala que lo que verdaderamente unió a estos autores, más allá de la literatura –todos deseaban sacar de su estatismo y del regionalismo ramplón las literaturas de sus respectivos países– fue el entusiasmo por la Revolución Cubana. El contenido de las cartas no deja lugar a dudas. El triunfo de Fidel Castro viene aparejado con la efervescencia de dicho intercambio, y con el entusiasmo de estos autores respecto a sus respectivos proyectos literarios. Conforme el “héroe” va adquiriendo visos de tirano, demasiado pronto, se va apagando el discurso incendiario, apasionado de los idealistas. Presenciamos el momento exacto en que a nuestros protagonistas se les desploma el ídolo, lo que los hace pasar por una aguda y muy comprensible depresión. Pasan de privilegiados a parias gracias a los tejemanejes del “escritor del régimen castrista”, Lisandro Otero, que, en modo Lavrenti Beria, considera que los autores latinoamericanos no están lo suficiente comprometidos con la causa, por lo que los vuelve objeto de toda clase de humillaciones y atropellos. El primero en desertar, al grado de desaparecer por largo tiempo, incluso para sus amigos, es Mario Vargas Llosa. El que más resiste es Julio Cortázar, cosa que de bien poco le sirve porque su lealtad es perenne motivo de suspicacias. Donoso asegura que, junto con la ilusión de la Revolución Cubana, se enfrío el Boom.

La mayor virtud de ellos como grupo es la generosidad, en especial la de Carlos Fuentes, siempre dispuesto a compartir agente literario en Estados Unidos, a intervenir ante altos mandos por alguno de sus amigos, a viajar donde tuviera que hacerlo para sacar la casta por quien lo necesitara. Al mismo tiempo, Fuentes se nos revela como el más machista del grupo. Es, de hecho, el que más comentarios colecciona en este sentido. Cortázar y García Márquez parecen incapaces de hablar mal de las mujeres; Vargas Llosa sólo lanza un inofensivo comentario sobre “poetisas caribeñas”. Fuentes no tiene empacho en compartir con sus amigos la aventura vivida con la actriz Jean Seberg (protagonista de Diana o la cazadora solitaria) y aludir a “menopausias” al por mayor, incluso la de una todavía muy joven Elena Garro que “seguro atraviesa por una menopausia prematura” (sic). Son muy escasas las mujeres referenciadas en esta correspondencia, máxime si tomamos en cuenta que para entonces existían muchas autoras en activo. En Historia personal del Boom, Donoso es mucho más generoso en ese sentido, si bien tampoco alude a ninguna de las más representativas del momento.

 

Esta entrada fue publicada en Mundo.