El blues siempre me dio la impresión de ser muy triste, más triste que los spirituals, porque su tristeza no está suavizada con lágrimas, sino endurecida con risas, las absurdas e incongruentes risas de una tristeza que ni siquiera tiene un dios al cual apelar.
Esa dicotomía, por más improbable que parezca al ser leída, es la esencia misma del blues, una de las manifestaciones de música popular más notables, duraderas y entrañables de la historia. Una parte significativa y particular de esa historia, la que se refiere a la presencia e impacto del blues en México, está narrada y glosada en las sabrosas páginas del libro titulado Por los senderos del blues, firmado por Raúl de la Rosa, quien no es sólo una enciclopedia ambulante del género, sino también el más destacado divulgador de esta triste, melancólica y potente música en estas tierras.
El libro es una selección de las crónicas periodísticas de De la Rosa y, como en toda selección de este tipo, muchos materiales quedaron fuera de sus páginas. No importa: lo que sí está en el libro es una rica avalancha narrativa en torno al blues en México en la que el autor no deja títere con cabeza, en el sentido de que no parece que haya un bluesero importante que haya escapado a su pluma. La lista de los músicos ahí mencionados, de manera directa o tangencial, es más que un quién es quién
; se trata de una compacta pero amplia historia del blues desde las diversas perspectivas del autor: como oyente, como estudioso, como promotor. Y la lectura de esas experiencias deja muy claro que De la Rosa (como él mismo lo proclama al final del libro) se ha divertido cantidad a lo largo de tantos años y tantas actividades que lo han ligado al blues y a otras manifestaciones de música popular de las que también es un buen conocedor y sibarita.
En el transcurso del libro el lector encontrará cualquier cantidad de anécdotas, tanto estrictamente musicales como las que surgieron de su trato personal con muchas de las grandes estrellas del blues, todo ello salpicado con saludables dosis de perplejidad, sentido del humor, ironía y algunas pinceladas de franca chacota. Las crónicas se refieren de manera esencial, pero no exclusiva, a los festivales de blues (y después de jazz) de los que al autor fue organizador, promotor, publicista, divulgador y, en general, ajonjolí de todos los moles.
Hay, además, algunos perfiles biográficos de figuras indispensables, así como breves repasos sobre algunos géneros y estilos conectados con el blues. (Gracias, Raúl: ya tengo una idea más clara de la esencia del acadiano zydeco).
Más allá de la abundancia (notable) de nombres, fechas y datos duros que dan forma y estructura a este sabroso libroblues, destaca en la colección de crónicas la presencia sólida de los vasos comunicantes, elemento fundamental para este tipo de proyectos. Nada de lo que aquí rememora, narra, y comenta De la Rosa ocurre aislado; todo tiene que ver con todo, todos tienen que ver con todos, y es precisamente en esa red de relaciones y complicidades que se funda uno de los atractivos principales del libro, particularmente porque al lector atento le quedará muy clara la enorme influencia del blues en tantos otros géneros y en tantos músicos de otras filiaciones.
Y por sobre todo ello, destaco lo siguiente: estas crónicas reflejan con meridiana claridad la pasión desmesurada de Raúl de la Rosa por el blues, y es algo que se agradece; ¡cuántos eruditos textos sobre música circulan por ahí, tan académicos y tan tiesos! Además del placer intrínseco de su lectura, que recomiendo ampliamente, Por los senderos del blues deja en el aire algunas preguntas, entre ellas ésta: ¿cuándo será posible que de nuevo se realicen en México festivales de blues como aquellos, con la presencia de los grandes exponentes del género? La respuesta es fácil, y tan dolorosa como un lentísimo blues de la cuenca del Mississippi: nunca.
Ahora las prioridades son otras, y estamos demasiado ocupados en promover y consumir inmarcesibles obras maestras de la música popular como Gatita y Kittyponeo, de Bellakath.