‘Tempestades de acero’ y ‘La emboscadura’, de Ernst Jünger, guiado por el concepto de ‘Kameradschafto’.

Ernst Jünger contra el totalitarismo

Andreas Kurz

Ernst Jünger falleció en 1998, un mes antes de cumplir 103 años. No quiero acordarme de una de las figuras más prominentes y controvertidos de la literatura y el pensamiento alemanes del siglo XX, sino contestar una pregunta ingenua: ¿por qué Jünger escribió In Stahlgewittern (Tempestades de acero)? La respuesta será más ingenua que la pregunta.

John Keegan cerró su canónico The First World War (1998) con una pregunta similar: ¿por qué los soldados y oficiales seguían luchando cuando ya no podía haber dudas sobre el carácter antiheroico de la guerra? Las trincheras en el oeste, las batallas masivas en el este y eventos aislados como Galípoli en febrero de 1915, habían dejado claro que se trataba de una carnicería sin par, una carnicería a secas sin la pretensión de constituir una metáfora. Los soldados eran material, bestias preparadas para ser sacrificadas en rastros gigantescos. Sus muertes eran casualties, un término que hoy puede traducirse como “víctimas”, pero que en realidad implica una “casualidad” o un “accidente”, inesperados y trágicos, pero no muerte o mutilación en el campo de batalla; en todo caso un eufemismo atroz. Un soldado no va a la guerra para sufrir un accidente letal, afirma Keegan, ¿por qué no se rebela y deja de ser soldado? El historiador británico, convencido de los valores conservadores del ejército, insinúa una respuesta en la que poco cree: la Kameradschaft mantiene la guerra y conduce a cientos de miles de reses cegadas al matadero. Kameradschaft es “compañerismo” o “camaradería”, es más que amistad y más que familia; la que, en el caso de Jünger, de todos modos poco importaba. El espíritu de camaradería impulsó la redacción de Tempestades de acero y subyace incluso en las ideas antitotalitarias que el alemán empezó a formular frente al crecimiento del nacionalsocialismo, el fascismo y el estalinismo.

Al inicio de la primera guerra mundial Jünger tenía diecinueve años. Sin embargo, ya era un soldado experto: un año antes, en 1913, había huido de su hogar para buscar la aventura militar en la Legión Extranjera francesa. Cuando las hostilidades entre Alemania y Francia estallan, Jünger se enlista inmediatamente en el ejército del Káiser. Sabe, sin duda, que tendrá que luchar contra sus compañeros de armas de 1913. No creo que el joven soldado dejara de percibir a sus ahora enemigos como camaradas. El compañerismo es una forma de unión supranacional, las trincheras del oeste no están ocupadas por enemigos (tampoco por amigos), sino por camaradas que las arbitrariedades de la historia y de los gobernantes pudieron separar. Cuando llega la orden “de arriba”, de ataque o defensa, de avance o retirada, estos camaradas se convierten en ingleses, alemanes, franceses, rusos que tienen la obligación de odiarse y matarse mutuamente. No reciben órdenes estratégicas o de combate, reciben órdenes de odio.

Los soldados no saben de las muchas conceptualizaciones teóricas de nacionalismo o patriotismo; en 1914, el siglo XIX que había impuesto la defensa de la patria como valor supremo al que hay que sacrificar la vida y la familia, ya no está en la memoria de los dieciochoañeros. La mayoría de ellos aún tiene el salón de clases en la mente. Digerir el viaje repentino de una preparatoria provinciana con sus fiestas y primeros amoríos, con el odio compartido ante la inmensa figura dictatorial que el profesor representaba, a La Somme, a Tannenberg o a Isonzo, no es tarea fácil.

Camaradería vs. nacionalismo

La camaradería ayuda, el salón de clases migra a las trincheras del oeste o a los campamentos del este, marcha con los soldados, integra a los muchos otros que de la escuela no saben nada, abarca a los mayores y, una vez más, une a todos en el desprecio ante esa inmensa figura dictatorial que el teniente, el coronel y el general representan lejos del frente –los oficiales que sí están ahí son camaradas también. El nacionalismo de la primera guerra mundial sólo existe sobre el papel, es otra orden remitida desde los centros de mando en Berlín, Londres, Viena y París.

La historiografía suele confundirnos: culpa al imperialismo tardío, el más agresivo y expansivo de todos, como responsable principal de la contienda. Este imperialismo y el nacionalismo van de la mano. Se trata, como sabe Hannah Arendt, de imponer la propia idiosincrasia en todo el planeta, de eliminar lo ajeno. Puede haber motivaciones diferentes: la ideología, la economía, la gloria militar. En el fondo se halla la idea fija de la propia superioridad, de que ser germano nos conviene a todos. Y el que se niegue… Esta idea se acentúa radicalmente en el imperio de Guillermo II. Sin embargo, “ser germano” puede ser sustituido por “ser ruso” o “ser inglés”. La consecuencia lógica es un cataclismo global, el “ser nada”. La camaradería funge en esta situación como el último asidero que protege al soldado de la autodestrucción. Decía Thomas Bernhard, vulgar y políticamente incorrecto, que la verdadera amistad entre dos hombres inicia cuando pueden soltar pedos juntos. Los combatientes en todas las guerras están obligados a renunciar a la pena y la intimidad; no sólo orinan y defecan lado a lado, tienen que desnudarse frente a todos, son seres reducidos a un tenue núcleo de humanidad que ni siquiera las órdenes arbitrarias ni la violencia extrema ni la ideología más brutal son capaces de eliminar. Esta extrema vulnerabilidad paradójicamente genera también el coraje del soldado, le permite sentirse camarada de todos, unido con todos más allá de nacionalismo e imperialismo, le permite al mismo tiempo matar o masacrar al otro cuyas desnudez y exposición provocan su sacrificio. El otro, en este sentido final, puede ser yo; la víctima y el victimario forman una simbiosis gracias a la camaradería. Erich Maria Remarque así se acuerda de ella en su muchas veces maltratada novela Sin novedad en el frente (1929). La camaradería de Jünger es otra.

Jano en el campo de batalla

El ejército de la decadente monarquía austríaca ilustra la paradoja: no hubiera podido luchar con base en las ideas nacionalista e imperialista. No había una nación única que se hubiera podido extender: croatas y eslovacos, germanos e italianos, húngaros y checos, sólo gracias a la camaradería podían mantenerse un tiempo en la guerra: se mantuvieron a duras penas, pero no se deshicieron en este lapso de cuatro años, no más que franceses, ingleses y alemanes cuando la inutilidad y suciedad de la muerte habían quedado patentes. Gracias a la camaradería permanecieron en pie, se reveló su carácter de Jano: los mantiene vivos y a la vez los mata porque impide la rebelión abierta contra la masacre. La camaradería de Jünger se aprovecha de la paradoja.

Desde el prólogo de Tempestades de acero, Jünger se presenta como un fanático de la camaradería. La describe como un ideal que revela “las palabras sobre los héroes y el heroísmo” como disparates vacíos, que se opone a una “época del lloriqueo femenino”, que valora menos la vida
y más la idea. El joven Jünger, en otras palabras, se manifiesta como un tardío epígono de idealismo y romanticismo alemanes. La camaradería es su utopía, la idolatra, mas no la vive, no es camarada de nadie, sino de sí mismo. “¿Qué cosa puede ser más sublime que a la cabeza de cien hombres marchar a la muerte?”, se pregunta antes de su primer ataque. El “pálido y absurdo miedo” que siente, sólo un líder nato puede superarlo. A conciencia Jünger glorifica a los Führer que son capaces de acumular la energía del grupo para convertirla en valentía y fuerza de ataque, para activar, en otras palabras, el potencial de la camaradería que transforma a los individuos en esta masa de reses que van al matadero. Tendrá que borrar el término Führer en su obra tardía, mas no borrará su contenido.

El líder que Jünger quiere ser se percibe como la perenne excepción que confirma la regla: se queja de la debilidad cultural de los intelectuales y artistas de su época, que huyen de la guerra en las trincheras, cuando lee el Tristram Shandy entre masacre y masacre; con una frase delirante exige el sacrificio y el sufrimiento, pero relativiza la importancia de la muerte: “Significa mucho caminar hacia la muerte y morir en el momento del entusiasmo; padecer hambre y sufrir la miseria es más.” Jünger, en otras palabras, goza cuando contempla su propia imagen del que sufre y se sacrifica. La muerte puede esperar, ya que destruiría esta imagen cuasi erótica. Así gozaron los románticos el amor: ni el otro ni el sentimiento como tal importan, sólo su reflejo en un autorretrato del amante que sufre. La muerte acabaría con el goce de verse sufrir; por ende, es necesario aplazarla. Quizás por esta razón Jünger se revela como misógino cuando confiesa su odio hacia las enfermeras de la guerra: ellas no saben del honor de la guerra, no son varoniles (sic) y se dedican a curar, es decir: procuran eliminar este sufrimiento que el líder requiere para poder gozarse a sí mismo. El erotismo chusco en las frases que acabo de escribir no es casual: las memorias y ficciones bélicas, en alto grado las que se ocupan de la primera guerra mundial, compaginan el erotismo y el sufrimiento, el amor corporal y la suciedad, la mutilación y el consecuente deseo de poseer algo que pertenece al otro. La camaradería entre los soldados da una forma tangible a estas alianzas inverosímiles.

De mitos y heroísmos

Pero Jünger no es un camarada, sino el autonombrado líder, el selfmade man [hombre hecho a sí mismo] que guía a los demás hacia la debacle porque cree que el guía siempre va a sobrevivir. En Der Waldgang (La emboscadura), su ensayo antitotalitario de 1951, Jünger sigue justificando la primera gran contienda, ya que en ella aún había heroísmo y de ella surgió un movimiento espiritual de renovación; de la segunda, resalta el alemán, sólo queda el callar ante el vacío que se había abierto. Sin embargo, la “nada” bélica tendrá “otros frutos” que Jünger pretende definir. En 1950, Alemania es el terreno ideal para una renovación espiritual, la “víctima” aislada de todos y por todo que se vuelve a hallar como patria capaz de crear algo nuevo. El lector moderno no puede evitar las preguntas: ¿otra vez?, ¿no hemos entendido nada? Jünger parece no aprender, a pesar de que se oponía al régimen de los nazis, a pesar de que odiaba a los lectores más fanáticos que Tempestades de acero había encontrado en la élite del poder nazi. En La emboscadura se siente tan guía como en sus memorias de la primera guerra mundial. Una vez más se ensalza a un individuo capaz de regresar a un fondo mítico que todos comparten; es decir, se propaga el retroceso a una sociedad ancestral que podrá salvarnos de las agresiones bélicas, de dictadores, tiranos y gobiernos totalitarios.

Empero, el antitotalitarismo de Jünger es totalitario, actúa como un camarada que decreta la camaradería para que se pueda gozar en el propio sufrimiento y sentirse el salvador de los demás a los que les enseña el camino al morir heroico. Hay que reconocerlo: el guía espiritual se opuso a un Führer que decreta la muerte colectiva. Sin embargo, después de 1918 y de 1945 seguía creyendo que el espíritu y la sensibilidad artística son salvavidas que apuntan hacia un futuro luminoso que traza el Waldgänger, el caminante solitario en medio del bosque. No supo decir, como sí lo hace Leonard Cohen, que no ha visto la luz, que sólo nos ofrece un “Hallelujah” roto.

Ernst Jünger, entonces, escribió Tempestades de acero no para que la escritura de sus memorias supere un trauma y evite la repetición del desastre; fija sus recuerdos bélicos para que, una vez más y para siempre, pueda mirar hacia un espejo y descubrir la imagen del mártir inmortal que sufre por toda la humanidad.

Escuché en un podcast una frase triste: “La única lección que podemos aprender de la historia es la de que no hemos jamás aprendido nada de la historia”: siempre los pocos guían a los muchos hacia la destrucción mientras contemplan la hermosa imagen de un héroe que es víctima, aunque nadie les haya pedido ni su heroicidad ni su sacrificio.

Escribo oraciones inútiles que sólo sirven para tranquilizar mi propia conciencia histórica.

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