Surgió la voz ágil de José Agustín, trascendente “sobre todo por la novedad y el estratégico estilo de su prosa

José Agustín y la década de los demiurgos

Enrique Héctor González

Entre los autores que conforman grupo tan peculiar (Jesús Luis Benítez, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña, hay quienes incluyen a René Avilés Fabila y a otros más), destaca sin duda José Agustín (1944-2024), así, sin apellidos, como el más dotado o el más favorecido por la crítica y el público o el narrador que, entre
ellos, permaneció mejor plantado con el paso del tiempo, sobre todo por la frescura, la novedad, el estratégico estilo de su prosa.
Son varios los méritos que distinguen a esa obra primeriza y muy buena impronta la que en sus lectores dejaron los primeros seis libros de José Agustín –desde La tumba (1964) hasta La mirada en el centro (1977)–, logro excepcional en un escritor de cualquier época; en sus cuentos y novelas, se dijo entonces, por primera vez en la ficción mexicana un narrador joven habla a los jóvenes en su propio lenguaje.
Sin duda el contexto de esa década demiúrgica, la de los años sesenta, la del rock y la liberación sexual y la búsqueda de la paz florida, la de la oposición a Vietnam, la de los movimientos estudiantiles, la de los primeros asomos de la women’s lib devino adecuado caldo de cultivo del espíritu adolescente de quien muchas veces fue considerado el enfant terrible de la literatura mexicana. Se ha hecho lo mismo devoción pagana y mitología clasemediera (con los onderos, con José Agustín en particular) que crítica bastarda o demasiado asertiva para señalar que su aparente verbosidad impetuosa (nel pastel, la chaviza contra la momiza, yo estoy in y
tú estás out) nació vieja y se quedó hablando para la sociología, más que para la literatura. Pero eso mismo podría decirse de las novedades ortográficas y el exotismo del romanticismo sudamericano o del regionalismo de principios del siglo XX.
Ocurre más bien que la originalidad es un don estimable y, diríase, esperable en cualquier autor o escritora que se precie de serlo, y el que se haya exacerbado esa búsqueda de la singularidad y la innovación en el lenguaje de la ficción sesentera no es coto privado de José Agustín ni de su generación, pero sí es una clave de lectura que no se encuentra fácilmente en cualquier promoción literaria. Y tal particularidad o extravagancia no siempre es un mérito: la misma Glantz habló de
que veía en la Onda una tendencia a “preservar morbosamente” la adolescencia; Monsiváis los ubicó como los primeros escritores estadunidenses nacidos en México (por aquello de su entusiasmo por el rock en inglés). No obstante, en el surgimiento del caifán y de un slang particular y en la conversión de la colonia Narvarte en “barrio mítico” y en la semejanza de su protagonista adolescente con el pícaro chistoso y amoral de la narrativa española del siglo XVI, tiene mucho que ver la genialidad desbordada y a veces comprensiblemente ingenua de José Agustín.

En Se está haciendo tarde, en De perfil, la narración hiperdialogada, la sustancia narrativomusical (en ese sentido, rabelaisiana) de la prosa, la elasticidad verbal y moral de los personajes, encarnan cuotas en que la naturalidad y la exageración, la pose y el peso de una convicción literaria devota de la oralidad se advierten enaltecidas por un sentido del humor irreverente y bienquisto. Puede que tal rebelión contra las convenciones haya perdido vigencia pero no su fuerza primitiva, su encanto y fluidez. Las historias de José Agustín, por ejemplo en Inventando que sueño, transcurren a una velocidad despiadada: las ocurrencias del narrador, su precocidad (menos precaria que presurosa) son rasgos de aceleramiento y ansiedad que mantienen casi siempre en vilo al lector.

La crepitación verbal de los cuentos y las novelas de José Agustín puede tener la apariencia de una agusanada guarida de trivialidades y lugares comunes, si se los mira prescindiendo de la vocación paródica que alienta su espíritu lúdico. Entre tanta opera prima desconcertada por una incierta obligación de trascendencia, la lección de José Agustín y los onderos, su caótica eficacia narrativa, recuperan para el lector una nota de agilidad

en la lectura que la densa solemnidad de los autores primerizos de todas las épocas envidiará para siempre.

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