La obra de Marco Antonio Campos es concebida como un viaje, hacia sitios donde la imaginación suele anticiparse

La poesía y el viaje: 75 años de Marco Antonio Campos

José Ángel Leyva

 

Yo soy Marco Antonio, hijo de Ricardo y Raquel, y nací en la Ciudad de México una noche del bárbaro febrero, con la vista en el mayo abrasador y en las montañas del sur. Y aposté por la poesía y el ángel.

MAC

La obra poética de Marco Antonio Campos (MAC, 23 de febrero de 1949) es concebida como un viaje, un desplazamiento hacia sitios donde la imaginación suele anticiparse para dejar rastros, signos de una presencia a menudo alimentada por lecturas y charlas, por el cine y los sueños. Tal vez por ello el poeta tienda más a la amplitud de los versos –sin restar importancia al verso corto– y sea percibido más cómodo en el poema en prosa. Este polígrafo se esmera en pasar las pruebas de calidad de todos sus quehaceres: novela, cuento, minificción, ensayo, crónica, entrevista, traducción, crítica, y por si fuera poco, edición y promoción cultural. Gran conocedor de cine y de música, su escritura conforma una obra profusa y diversa, pero es en la poesía donde anhela dejar huella.

Si alguien desea conocer y entender su biografía debe enterarse que ésta se encuentra resuelta en su propia obra poética y en varios de sus libros como Árboles (Cuaderno de aforismos), Dime dónde, en qué país (Visor, 2010), en el que Eduardo Lizalde lo reconoce como un gran cronista y poeta de viajes, y lo confraterniza con el catalán Josep Pla. La poesía tal vez nazca de la carencia, de la natural insubordinación del pensamiento que hace de la persona un inconforme irredento, un exiliado de la lengua, un marginado de las zonas comunes donde la multitud se concentra para intercambiar significados y divisas existenciales, desgastadas por el uso. Marco Antonio Campos ha empeñado su tiempo en la literatura.

MAC evoca algunos de los escasos encuentros con su padre, amante de la fotografía, para revelar la imagen del hijo como un negativo olvidado
en la cámara oscura. “Antonio Porchia escribió: ‘mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez’. Yo apenas añadiría: mi padre, al irse, regaló siglo y medio de libertad y de sueño a mi niñez.” Hombre práctico, su progenitor le cuestionaba “¿para qué la poesía?” Y él respondía que el oficio es inútil, pero es lo que más privilegia con música variada y palabras en cadencia la asimétrica belleza del secreto mundo.

Te atormentas demasiado. Tienes todo para ser feliz”, me dijo mi madre a los 20 años, y lo repetí en un poema aquel 1969. Lo que mi madre no sabía es que ese tienes todo para ser feliz estaba en verdad muy lejos de serlo. Más que ser dichoso en la vida lo importante para mí fue hacer y conocer.

MAC

En 1978, cuando MAC publica Una señal en la sepultura, el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez sentencia en su prólogo una frase que dialoga con lo dicho por su madre: “Este muchacho quiere sufrir, y lo conseguirá.” En las razones de ambos dictámenes está la conciencia y la perspicacia de quienes leen el alma de un ser afectado por el escepticismo y la soledad, que sólo encuentra en las letras y en particular en la poesía posibilidades de sobrevivencia. Desde muy joven, MAC se asume como un animal melancólico de las letras y un solitario en comunión.

Descubrir las fuentes naturales de la creación, el surtidor de la palabra insumisa, el cuerpo del lenguaje, que de tanto ascender a la cima y bajar, como Sísifo, a las profundidades del origen, posee una fuerza capaz de construir un mundo propio. Pero la realidad del poeta es, necesariamente, una realidad compartida. A cambio, la poesía exige la renuncia a la certidumbre material y a los seguros de trascendencia y gloria. Así se ejerce el oficio más inútil y posiblemente más gratuito de todas las artes. En ese sentido, la obra poética de MAC es una apuesta total de vida en cada verso y cada poema, en cada libro. Si bien es un autor versátil y erudito, el cultivo de otros géneros literarios responde en esencia a esa búsqueda calcinante que suele descorazonar a los más firmes fabricantes de versos. “Si encontrara esa palabra haría a la vez un mundo y un gran poema.”

Teniendo todo para conseguir una buena rebanada de fama y de mercado, incluso de poder político, MAC se ha entregado de lleno a la vida universitaria. Así, comulga con uno de sus más entrañables preceptores y colegas, Rubén Bonifaz Nuño. También ha renunciado a la meritocracia académica para evitar el desgaste en informes y escaladas por mejoras económicas; sobre todo ha rechazado cualquier lastre laboral que impida o reduzca su libertad de viaje y de organización de uno de los más antiguos encuentros internacionales de poesía: Poetas del Mundo Latino.

Como en Bonifaz, hay una poética de la insuficiencia, de la decepción y del desaliento, pero MAC tira hacia derroteros que lo hermanan con otros paradigmas locales y universales que se han ganado su admiración y estudio como Manuel Acuña, Ramón López Velarde, Eduardo Lizalde, Francisco Hernández, Víctor Sandoval, en lo nacional, y Rimbaud, Trakl, Hölderling, Pablo Neruda, Joan Margarit, Nuno Júdice, Juan Manuel Roca, Juan Gelman, Luis García Montero, Piedad Bonnett, por mencionar algunos nombres significativos en su horizonte poético. Como polígrafo se identifica con la tradición mexicana de Alfonso Reyes, Octavio Paz, R. Bonifaz, José Emilio Pacheco, y sus más o menos coetáneos Vicente Quirarte y Carlos Montemayor.

Yo aprendí más de la vida caminando en las calles y plazas del mundo que en las páginas de los libros. Mi obra está hecha más de pasos que de palabras.

MAC

Pablo Montoya, escritor colombiano, afirma en su prólogo a Destrucción de los últimos Ángeles, que “Campos va y vuelve por el mundo, suspendido en la nostalgia, atravesado por la curiosidad planetaria.” Y es así, porque el autor nos advierte que los poemas reunidos en esta edición fueron escritos in situ, es decir, en el lugar donde los personajes vivieron circunstancias trascendentes en sus biografías. MAC intenta revivir esos momentos y con ello desvelar el rostro de la infelicidad, de las derrotas que marcaron cada vida y otorgaron gloria tras la muerte.

Caminos y ciudades, espacios íntimos y acervos de miradas, testimonios y diálogos, revelaciones y señales que nos conducen por el tiempo de su escritura. La construcción de sueños y de viajes, de preguntas y más preguntas, deseos y contenciones, impone la dinámica de una obra en permanente construcción. Marco Antonio es presa a menudo de los vaivenes de la duda y de la culpa, por lo que supone que no hizo, que no fue; en consecuencia interroga, nos inquiere, a nosotros lectores, si en verdad valió la pena el sacrificio.

“Pero, en verdad valió la pena”, título de uno de sus poemas, funge más como una reafirmación de lo vivido, no sólo en el qué, sino sobre todo en el cómo. MAC mismo lo ha dicho en diversas ocasiones: si alguien nos recuerda, dentro de cien años, por un puñado de versos, entonces valió la pena. Si los aforismos de Árboles nos dan pistas muy claras sobre sus convicciones existenciales y literarias, Dime dónde, en qué país, lo mismo que Viernes en Jerusalén son bitácoras de afectos y momentos íntimos y distantes en la geografía y en el tiempo, referentes culturales que lo persuaden de que cuanto más lejos o más prolongadas sean las estadías en otras latitudes, no obstante su belleza o su poder de seducción, es México donde encuentra motivos para volver irremediablemente.

Como otros poetas viajeros, MAC tiene idealizados ciertos lugares del planeta y de la literatura, pero ninguno como Ítaca encarna el deseo y el temor. No la Ítaca de Ulises y Penélope, la de Homero, sino la que aparece en su poema “Cefalonia”. Una ínsula a la que no viajará, no sentirá en la planta de los pies su realidad anodina. “Con dos barcelonesas en las noches/ cenaba cordero y ensalada,/ mal gustaba del vino de resina, y decía que sí,/ con seguridad decía que al día siguiente/ me embarcaría hacia Ítaca: me esperaba el barco/ en el que iría a la isla que era el final de la navegación./ La isla donde pensaba llegar. La isla/ donde siempre pensé llegar./ Pero al día siguiente posponía el viaje/ para el alba siguiente y el alba siguiente/ para el otro día. /… / miraba de tarde desde la colina/ la costa esmeralda y ligeramente sinuosa/ de la isla de Ítaca.”

Este poema es revelador y sintetiza la búsqueda del viaje en MAC. No es la realidad, ni la certeza, ni siquiera las respuestas, tampoco la demora para arribar al puerto de sus desvelos donde probablemente, a diferencia de Odiseo, no lo esperen el amor ni vástagos que hagan perdurar su descendencia, mucho menos encuentre motivos para engendrar la venganza contra sus enemigos. Aun cuando MAC recomienda a sus lectores tener al menos un buen enemigo en la vida que valore con odio y con franqueza sus virtudes, sus méritos, el valor de su existencia. No hay nada en esa Ítaca que lo persuada de romper su desidia e indeterminación para atestiguar el final de la travesía. Su Ítaca no tiene un lugar preciso en el mapa, tampoco es un puerto para quemar las naves y cambiar la aventura por los recuerdos. MAC nunca se ha ido de Ítaca, viaja en ella, con ella, sabe que existe en la búsqueda incesante del lenguaje.

No he podido dejar de verme en múltiples momentos con una mirada melancólica: lo que fui, lo que he sido, lo que se ha ido, lo que se me ha ido, lo que hubiera podido ser, lo que no podía ser, lo que ya nunca será.

MAC

Renuncia y carencia, imposibilidad vienen como un ritornello al cuaderno pautado del poema, a la escritura melódica de la añoranza de ese muchacho que tenía todo para ser feliz, de ese joven poeta que quería sufrir y fue exitoso en su propósito. “Las muchachas ligeras de vestidos tenues espejean en su piel los fulgores del sol en las riberas del Sena, pero hoy sólo respiro la respiración del viento que llega claro y con sonido de cristales desde los álamos sobresaltados y expira en el exterior de la iglesia de Notre Dame. Y siento que el amor que dejé me revienta en las manos como una granada.”

Desde antes de cumplir cincuenta años, MAC externa su preocupación por la pérdida de la juventud, por un esplendor que se marchita; en su lugar habita el desasosiego, la inquietud por no saber si algo de él dejará una huella para las generaciones futuras, si los lectores reconocerán la autenticidad de su ofrenda. Y se pregunta “¿Quién leerá mis versos?” (2001): “¿Qué será de mis versos? ¿Quién los leerá?/ pronto me iré, y así será, y me iré ¿y qué pasa? / … / Si en el futuro alguien los lee, tal vez perciba/ que los escribí con la llama del sol en la hoguera del mediodía /…/ con el grito doloroso del tigre lanceado/ en el momento de fallar la red,/ con gotas de sangre del pecho de las golondrinas/ que no lograron completar el vuelo.” El ostinato de la insuficiencia, de la incompletud marca la vehemencia del mensaje, de los hechos, la autenticidad de sus palabras. Con “La ceniza en la frente”, y rehuyendo a falsas experimentaciones y modas estéticas, al poeta le asalta la duda de si algo de ese amor por la escritura remontará la inmediatez de la memoria, si alguien valorará la dimensión del sacrificio. “Uno escribe para que alguien con emoción recuerde alguna página o unos versos; lo peor que puede pasarle a un poeta o a un escritor es haber escrito para nada, es decir, para nadie.”

Hermann Broch, en La muerte de Virgilio, narra las últimas dieciocho horas de vida del autor de la Eneida y su vacilación entre destruir su obra maestra o mantenerla a salvo. Ese poema épico habla de la grandeza humana, de héroes y de semidioses, de la fundación de Roma, pero los hombres que él escucha y conoce, simples y mortales, la soldadesca y la canalla, no son de la estatura de su obra. A pesar de ello, esos individuos, piensa, es a quienes la Eneida habrá de mostrarles el ideal humano. A su manera, y guardando proporciones, MAC hace con sus dedicatorias un panteón de amigos y de afectos, de afinidades y lealtades, situándolos en la antípoda de los que encarnan la falsedad, la hipocresía, la maledicencia y la traición. Los aforismos de Árboles apuntan hacia esa latitud.

Oigo el canto en la cima de la montaña y trato de reconocer la voz. Trato de reconocer. Trato de reconocerme.

MAC

Poesía reunida (1970-1996) y El forastero en la tierra (1970-2004), ambas ediciones de El Tucán de Virginia en coedición la primera con la Universidad Autónoma Metropolitana y la segunda con CONACULTA, concentran la esencia lírica de Marco Antonio. Tirajes de mil ejemplares en 1997 y en 2007 ponen en circulación sus poemas de forma poco visible. Tal vez el Premio Casa de América de Poesía, 2005, otorgado en España, le haya dado más visibilidad con uno de sus libros más destacados y solventes: Viernes de Jerusalén, pero en general la obra poética de MAC circula poco y en editoriales universitarias o de las llamadas independientes. Visor también ha editado Dime en dónde, en qué país (2010) y De lo poco de vida (2016). La poesía de MAC no constituye un corpus desbordado, tampoco es magro como el de Alí Chumacero, es una obra comedida, concisa, atenta a sus proporciones, escrupulosamente vigilada por el ojo crítico del autor.

MAC ha sido un atento lector de poesía y un incansable promotor de poetas en quienes reconoce una obra trascendente, aun si ésta no se halla en el radar de sus gustos y preferencias, incluso de sus simpatías. A esta labor suma la de traductor y editor, que amplía aún más el radio de difusión de la poesía y el conocimiento de poetas que escriben en otras lenguas o directamente en español. Son tan pocos los poetas de calidad que emplean su tiempo y su energía para el reconocimiento de los otros; la mayoría no desperdicia sus acciones en ponerle alfombra roja a los demás, se concentra en la valoración individual, propia. La bibliografía de MAC es tan abundante que uno podría definirlo no sólo como polígrafo, sino como un animal de letras. Y no obstante, martillea su escepticismo:

Pero en serio, es una pregunta en serio para uno mismo o para cualquier poeta

a cierta altura de su edad: ¿valió la pena el sacrificio, valió la pena abandonar

la apuesta de la acción para entregarle la vida a la inutilidad de la poesía? l

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