No hubo un camino fijo
Marco Antonio Campos
Marco Antonio Campos
occidentalmente, que casi todas las urbes
las conocí caminándolas, y a veces, de tanto
decírmelo,
me pienso que alguien en mí las caminó por
una mitad del siglo y dos, como si la escritura
en las calles
se oyera paso a paso, como si las huellas de las
pisadas
–horizontal o verticalmente– anduvieran a
ciegas,
porque en el ayer del ayer, cuando la fuerza
era doble,
yo hacía de dos días o tres días un cada día
Adiós palomas en el sol de viernes de Jerusalén,
adiós al Arno cuyas aguas partían en dos a
Pisa para
compartir las voces antagónicas de Shelley y
de Byron,
adiós veintitrés años en Tübingen a las orillas
verdeoscuras
del Neckar (donde Hölderlin miraba en el
delirio
el cuerpo delgado y la cara griega de Diotima),
mañanas duales de Salzburgo, en que muchas
veces,
en calles y callejas, calladamente, solía el
forastero
deambular con el extraño para oír la canción
del mirlo
Pero hoy por hoy, el 23 de marzo del ’22 del
siglo, aquí,
en la injustísima Ciudad de México, camino a l
o largo de
Insurgentes y veo florecer las jacarandas, pero
pocos oirán dentro de poco, a mi cuerpo o a
mi sombra,
alejarse del vuelo y el gorjeo del gorrión o el
zenzontle,
antes que funesta asome, en llama breve de la
tarde azul,
la nube negra.