Territorios maternos: el cine y la memoria
Rafael Aviña
Nunca se está preparado para la orfandad… La mía no era una familia numerosa. La integraba mi abuelo Ruperto, un hombrón de casi un metro noventa, siempre cargado de anécdotas y con una enorme y gruesa mata de cabello blanco, que de niño colaboró con los cristeros en su pueblo natal Teziutlán, en Jalisco, y en su juventud se convirtió en agente aduanal. Su esposa Clementina, a la que llamábamos Ninita, mujer menudita, sensible y alegre cuyos padres perdieron una pequeña hacienda en tiempos de la Revolución, y sus hijas: Lupita, Clemen y Olivia, hermosas e inseparables y cuyas raíces genealógicas se remitían a España. Las tres eran, como bien me dijo alguien muy querido, cercanas a las Las trillizas de Belleville (Sylvain Chomet, 2003).
Lupita y Clemen nunca se casaron, sus funestas experiencias de noviazgo las llevaron a abandonar cualquier intento: ambas, en su juventud, se desempeñaban como jefas de producción en una fábrica de ropa ubicada en Nonoalco, propiedad de los Mansur, empresarios judíos. Olivia, mi mamá, tan guapa como mis tías, se dedicaba de tiempo completo al hogar y en varias ocasiones nos leía a mis hermanos y a mí un libro antiguo hoy olvidado que ella atesoraba: Rosas de la infancia, de María Enriqueta Camarillo y Roa de Pereyra. Debo aclarar que mis padres se conocieron hacia 1956 o 1957 en un grupo de la Acción Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), de la parroquia de Santa Catarina Virgen y Mártir, que colindaba con las paredes de nuestro hogar en las calles de Brasil, en el centro histórico, mientras montaban en el auditorio de la iglesia unos Cuadros evangélicos.
Aquellos ejercicios teatrales eran dirigidos por jóvenes actores que intentaban abrirse paso en el medio, como Guillermo Orea, que sin pertenecer a la ACJM, había sido contratado para ese fin. Ahí, en esos ensayos, Olivia y Rafael, mi futuro padre, se habían enamorado. En alguna de esas fúnebres obritas, como las calificaba mi tía Lupita, mi papá recitaba un diálogo que no sólo daba título a la pieza sino que se repetía de manera constante: “¡Yo la maté! ¡Yo la maté!”; por cierto, ese parlamento y la obra en su conjunto provocaba, según mi madre, ataques de risa en Guillermo Orea. Finalmente, Olivia y sus hermanas optarían por salirse del grupo, no tanto por la fallida experiencia teatral sino por lo persignados que eran sus miembros. ¡Vaya!, hasta mi abuela Ninita se burlaba de los mohínes piadosos de la mayoría de aquellos socios de la ACJM.
Aquellos cuadros escénicos terminarían por fortuna en el olvido y, a lo más, recordados como una curiosa anécdota que provocaba hilaridad en las mujeres de mi familia. Sin embargo, antes de que mis progenitores decidieran tener un futuro en común, Olivia, quien había dejado trunca la preparatoria luego de terminar la secundaria en el colegio María Ernestina Larrainzar en las calles de Nicaragua, ayudaba en la manutención de su hogar atendiendo un negocito propiedad de la familia. Se trataba de una pequeña bonetería llamada Los Bebitos, ubicada en Santa María La Ribera, en la que se vendían regalos, ropa de bebé y otras curiosidades.
La familia de mi madre no dependía económicamente de ese local. Más bien, mis abuelos maternos lo habían adquirido para proporcionarles una ocupación y un dinerito extra a las muchachas y, a su vez, contar con un ahorro para cuando hiciera falta. Ahí, mi mamá y mis tías, quienes estaban por entrar a la fábrica de suéteres Mansur, suplían la falta de clientes leyendo todo tipo de novelas clásicas e históricas. De Ivanhoe, Quo Vadis y María Estuardo, a Los ojos del hermano eterno, Mujercitas y Corazón. Diario de un niño, sin faltar algunos libros de poesía escritos por autores mexicanos como Manuel Acuña, Sor Juana Inés de la Cruz, o Juan de Dios Peza, entre otros.
Mi madre y sus hermanas tenían una costumbre muy extendida en esa época: la lectura. En aquel entonces, leer era un poderoso vicio que hoy causa salpullido a las nuevas generaciones y un horror infinito a nuestros gobernantes. Así como hoy en día las personas no pueden vivir sin un teléfono celular, en esos años resultaba difícil desprenderse de un libro, o de una de aquellas maravillosas historietas que circulaban por ese tiempo. Cuando Lupita y Clemen ingresaron a la fábrica bajo las órdenes directas de Cecilia Béhar, gran amiga de la familia y de los patrones, mi mamá llegó a organizar en la casa algunas reuniones cuyo fin era mostrar y vender productos de la marca Stanhome: los plásticos y tupperwares que empezaban a definir la modernidad consumista que hoy es asunto común en el México globalizado que vivimos. Sin embargo, aquello pronto dejó de interesarle a la que en breve se convertiría en mi madre, sobre todo cuando la relación con mi futuro padre se fue volviendo más formal.
Ella fue puliendo, según manifestó años después, a ese joven más o menos apuesto, delgado, con bigotito recortado a lo Errol Flynn, algo introvertido e inseguro y con muchos sueños, que a su vez idolatraba el cine, la música, la Historia, el dominó y el ajedrez. Los cambios que intentaba practicar con mi padre no afectaban sus gustos intelectuales o populares, sino su manera de vestir. Así, las camisas de telas gruesas que simulaban cuero de vaca, las playeras de manga larga sin botones ni cierre, sino con ojales que se anudaban con una agujeta al pecho y los pantalones de mezclilla que por lo general usaban los obreros y que mi padre doblaba hacia fuera al estilo de Marlon Brando en El salvaje, fueron reemplazados por pantalones y chamarras lisas de gabardina y camisas de lana y pana, en la medida de sus posibilidades, ya que ni mi madre, y menos mi padre, se encontraban en posibilidad de invertir mucho dinero en ropa.
Tatuajes en el alma
En buena medida, parte de su capital lo invertían en libros, discos y en las salas de cine. Los gustos musicales de mi madre eran muy variados, igual le encantaba Raphael, Engelbert Humperdinck, o Isaac Albéniz, que la entusiasmaba, quizá por sus raíces ibéricas. Sin embargo, a los dos les maravillaban las tramas que se suscitaban en la oscuridad de las salas fílmicas, aunque rara vez se ponían de acuerdo y sus filias cinéfilas eran muy opuestas. Si mi padre enloquecía con El tesoro de la Sierra Madre, estelarizada por Humphrey Bogart, o con El caballero audaz que protagonizaba Errol Flynn, mi madre prefería El puente de Waterloo con Robert Taylor y Vivien Leigh y Lo que el viento se llevó con la misma Leigh y Clark Gable. Mi papá deliraba con las cintas de romanos, gángsters y vaqueros, al igual que con Flash Gordon, Tarzán y las películas mexicanas de arrabal y barrio bajo. Por el contrario, mi madre, disfrutaba de los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, El mago de Oz, las comedias policiales con Myrna Loy y William Powell, los dramas románticos con Betty Davis, o Jane Wyman y las películas de María Félix y Dolores del Río. Incluso, una vez discutieron debido a la matiné a la que nos llevarían un domingo: Rafael proponía Scaramouche con Stewart Granger, y Olivia El maravilloso mundo de los hermanos Grimm.
De hecho, gracias a algunos de esos territorios maternos, como el cine Teresa, llamado entonces “el cine de las damas metropolitanas” y en particular, aquellas películas edulcoradas que mi madre solía llevarme a ver, descubrí también impensables imágenes siniestras y fetichistas. Por ejemplo, la belleza y perversión de la cruel y hermosa reina-bruja de Blanca Nieves, o la triste orfandad que prevalecía en todas las películas de Walt Disney, al tiempo que mi hermano Javier, más atento a las golosinas que vendían en las salas de aquellos añejos palacios cinematográficos, me decía al oído: “Ya viste Lafaelito. Hay toltas…”
Fue justo en una de esas películas de Disney que mi madre, sin saberlo, anticipó lo que hoy me sacude. Ella me llevó a ver Bambi al Real Cinema (hoy Cinemex Real), un cine de lujo, muy lejano a las salas que solía visitar como el Máximo o el Alarcón. Todo fluía bien hasta que un insensible cazador asesina a la madre de aquel tímido e inseguro cervatillo. Mi madre me preguntó qué pensaba de aquello; me entristecí y, creo, le comenté que Bambi se quedaría muy solo. Ella me dijo que los hijos nunca se quedan desamparados y que los padres siempre están aunque no estén. No lo entendí en ese momento y trato de entenderlo en estos instantes mientras escribo: quizá el cielo o los ángeles o lo que sea, no son otra cosa que esa sabiduría hoy en vías de extinción; aquellas enseñanzas, palabras, imágenes y acciones amorosas que uno atesora en la existencia y al final se trastocan en el mejor y primordial legado que los padres nos heredan.
No obstante, el recuerdo más lejano que tengo de mi madre, de la que saqué sus ojos color miel y a la que le gustaba inventar graciosas y curiosas frases y palabras, la birria, la capirotada, los sopes con salsa de chile guajillo (ella les llamaba “soles”) y los dulces mexicanos, no tiene nada que ver con el cine o la lectura. Tendría yo unos tres o cuatro años y me encontraba con ella en la cocina. Mi mamá hacía, supongo, tortillas hechas a mano o algo con masa. La recuerdo muy cerca de una ventana que filtraba la luz del sol de manera generosa como era ella. Mi mamá, que tenía entonces unos veintinueve o treinta años y ya con tres hijos, puso en mis manos algo que ella llamó “burrito”; una suerte de robusto y deforme taco de masa recién hecho al que le agregó un poco de sal… Nunca en toda mi vida he vuelto a saborear algo tan exquisito y reconfortante como aquello que mi mamá me ofreció una mañana de 1963 o 1964…
La felicidad se manifiesta en las cosas más simples e inexplicables, para quedar tatuada en el alma y la memoria l