La dolorosa separación de los libros
Vilma Fuentes
Desde luego, el término “deshacerse” implica actos tan variados como “separarse” de uno o varios objetos, “regalar” lo que ya no queremos seguir conservando, “abandonarlos” a su suerte en la calle, pero también “echarlos a la basura”.
Tirar un plato resquebrajado, un sillón desfondado, viejas y agujeradas almohadas, un sofá con el cuero desteñido y rasposo de tanta hendidura que se va formando, en fin, deshacerse de todo ese tipo de objetos impersonales, aunque de uso diario, no provoca más que un suspiro de alivio.
Hay también todo eso a lo que nos sentimos ligados por el sentimiento de familia o amistad, porque nos traen el recuerdo de alguien o de alguna época dichosa. Objetos arrinconados como el retrato del abuelo pintado por su segunda esposa: una pintura que es la prueba evidente de que no se da a todo mundo el don de pintar. La correspondencia entre tíos, bisabuelas, primos lejanos y otros parientes que se fue acumulando en los cajones de la vieja casona de provincia que heredamos los hermanos, junto con todas esas cartas donde se escribe siempre lo mismo con fórmulas de cortesía aprendidas en la escuela para decir que todo sigue igual, que todo va bien, y se desea lo mismo a quien se escribe. El cual contesta con las mismas fórmulas y expresa el deseo de recibir pronto una nueva carta con noticias tan lindas.
En fin, quien vive una mudanza o sencillamente decide una limpia general de casa ha vivido anécdotas más o menos curiosas al abrir armarios, cofres, cajones, y tratar de hacer una selección entre lo que se desea conservar, lo que ya ni recuerdos trae y, en fin, esos objetos mañosos que siembran la duda.
Sin embargo, hay otras cosas cuya separación es más dura, para no decir dolorosa. Objetos que vamos acumulando sin percatarnos, que se apoderan de todo el espacio que poseemos, que nos hicieron gozar, pensar o llorar, que vamos dejando en los pasadizos de la memoria. Podemos, a veces, preguntarnos cómo llegaron ahí, con nosotros, y se fueron quedando, silenciosos, casi invisibles, modestos huéspedes que se hacen olvidar en un rincón cualquiera, bajo una pila, en lo alto de un mueble.
Esos objetos adormecidos pueden despertarse, más vivaces que nunca, en cualquier momento. Basta un gesto de la mano para tomarlos, abrirlos y volver a escucharlos como el día de nuestro primer encuentro. Volvemos a abrir sus páginas y descubrimos ¡tantos! momentos que se nos escaparon. También puede suceder que nos hablen con otro tono, que ahora nos hagan reír o, ¿por qué no?, que nos hagan pensar quién diablos somos.
Podemos comprender, entonces, que los libros son seres vivos.
Son amigos, compañeros, confidentes, consejeros, unidos a nosotros como nuestra sombra, nos tamborilean en la piel como los rayos del sol. Camaradas de infancia, de adolescencia, de otros años lejanos que nos resucitan con su presencia. Nos regalan todo lo que seamos capaces de saber aceptar, nos dan cuanto sabemos recibir.
De ahí, el doloroso luto que viví hace unos días.
Debido a la falta de espacio, tan reducido en un estudio de París, me vi obligada a deshacerme de la mayor parte de mis libros, arrinconada por ellos a esa separación. Ya no era posible dar dos pasos sin tropezarse para acceder a mi cama, a un sillón. Los libros se apilaban en el suelo, columnas crecientes que se elevaban como la torre de Babel. Pilas que no dejaban de recordarme la sala de la casa de Reynosa donde vivió José Emilio Pacheco: ¿no debíamos saltar entre libros para llegar a un sillón?
Después de deshacerme de un sofá, también sobrecargado de volúmenes, del aparato de música, de unas sillas, de una o dos mesitas, de cuanta ropa pude y otras cosas que olvido, fue el turno de los libros. No hubo a quién darlos. Las bibliotecas están atiborradas, los parisienses buscan espacio.
Vi los libros irse de casa como se ve partir para siempre a un ser amado. Uno por uno, uno tras otro.
Por fortuna, mi nieto, el muy joven Pablo García, compositor e intérprete, capaz de dar música a los susurros del viento, me acompañó durante esos momentos. Me pasó libro por libro, me dio tiempo de acariciarlo un último instante, tuvo la frase clave para darme aliento. Me escuchó contarle lo que se narraba en esa novela, qué
pensaba tal filósofo, por qué leí ese volumen dos, tres veces.
Unos días después, al salir de casa, vi una pila de mis libros en la banqueta, empapados de lluvia, como de llanto. El sentimiento de haber enterrado a alguien cuando son dispersados sus libros, me invadió de nuevo.
Nunca preguntes por quién doblan las campanas; las campanas doblan por ti. (John Donne, 1572-1631).