Aléxandra Papadopoúlou

Perdón

Aléxandra Papadopoúlou*

Aléxandra Papadopoúlou*

Le escribió unas palabras. Que Aglaya1 está muy enferma y que ahora lo espera. Doce años viven separados. Doce años se encerró en esta casa. Doce años que no lo ve. El cabello canoso, la frente arrugada. Sus dedos tejen aprisa, alados, y sus grandes ojos azules, descoloridos ahora, armados con gafas, siguen las agujas. Negro su vestido, negro su corazón. Muy cerca de ella, la ventana le muestra en calma el Cuerno de Oro.2 Siempre, cuando ve los grandes buques extenderse tranquilos y completos en la superficie lisa del puerto, murmura: “El mar el infiel, que levanta olas feroces o se mece con suavidad, tiene puertos sin olas, pero ¡ay! la vida del hombre no tiene.”

La campana del patriarcado3 llamó a vísperas y la señora Pulkeria4 brincó asustada y olvidó persignarse como siempre. Dos o tres puntadas se soltaron de la media y su mirada se fijó en el mar, luego la apartó con brusquedad y se volvió a fijar en la puerta de la habitación.

Trató de tejer de nuevo pero sus dedos temblaban y no lo logró. Mavríkos, su gato, jugaba con la madeja.

Sonó la puerta y la señora Pulkeria se puso de pie de un salto.

Se acercó al espejo. ¡Dios mío, qué fea! Pálida, delgada, muerta en vida. Arregló un poco su cabello ?eso no lo olvida una mujer ni en el momento más crucial de su vida? y recogió la madeja que Mavrikos había deshecho por completo.

Se oyeron pasos. Su corazón latía con fuerza; conforme se acercaban los pasos aumentaban los latidos. Entró un señor de barriga grande, gordo, rojizo, bien afeitado, que llevaba en las manos un sombrero cilíndrico de fieltro. La señora Pulkeria le tendió su mano helada. Sus ojos destellaron. Sí, Markos no está delgado como un esqueleto, pero también ha envejecido; su cabello y bigote se han puesto blancos.

Él le tomó la mano y se la besó. Dos grandes lágrimas rodaron por sus gruesas y rojísimas mejillas. Con voz ronca, entrecortada por la emoción, murmuró:

?Pulkeria, ¿me perdonas?

Ella lo perdonó como poco antes había perdonado a Mavríkos que había deshecho su madeja.

¡Qué pena! No tienen nada de qué hablar. De cuánto habían hablado alguna vez asomados a esa ventana, antes de que amaneciera el oscuro día en que el señor Markos partiera a Europa con la maestra de su hija.

Doce años ausente, doce años que la señora Pulkeria vive medio muerta en esta casa en la ribera del mar; doce años que llora en secreto para que no la vea su hija enferma.

–¿Y nuestra hija? ?murmuró con tristeza el hombre gordo.

–¿Nuestra hija?

Ahora lágrimas gruesas, abundantes como lluvia empapan el rostro de la señora Pulkeria.

–Nuestra hija no está bien.

Se levantó y le hizo seña de que la siguiera.

En una habitación amplia, con muros anchos como los muros de una prisión y densas celosías, estaba acostada su hija, la hija de los dos.

–¡Aglaya!

Con esfuerzo la enferma abrió los pesados párpados. Pero los volvió a cerrar pues le molestó la abundante luz. Pálida como un cirio y con el rostro destruido, sonrió y aparecieron sus dientes roídos y negros.

–Tu padre, hija mía.

La sonrisa desapareció de sus labios.

El señor Markos se acercó y la besó con ternura.

–¿Me conoces, Aglaya mía?

–Sí. Mi madre, cuando en su enfermedad suplicaba, siempre mencionaba tu nombre.

Se rió con una risa burlona, cerró los ojos y se volteó al otro lado.

La señora Pulkeria lo arrastró afuera de la habitación.

–Markos, no pienses que le enseñé a tu hija a maldecirte y odiarte. Pero se volvió irritable. a pesar de que cuando yo estaba bien te pintaba con los mejores colores, si me venía una crisis parece que decía algunas cosas amargas a las cuales nuestra hija dio más importancia que a mis palabras. ¿Me entiendes?

–Sí.

El reloj de la Gran Escuela5 dio las cinco horas. El señor Markos decidió partir. Era la hora en que sacaba a su señora –porque ahora tenía otra esposa y otros hijos–, de paseo.

–Eh, ¿me perdonas, Pulkeria?

–Te perdono.

Se fue muy satisfecho porque se comportó como una persona de gran corazón, ya que fue a aquella casa en la que no debía poner el pie, para ver a su hija enferma.

Al partir, respiró con libertad y dijo: “Pero la culpa es de Pulkeria. Esa niña necesitaba el aire limpio de los paseos, y ella hace doce años que vive encerrada como una gata. Así fue siempre. No le gustaba el paseo. ¡Ay! Ni siquiera el amor maternal pudo arrancarle los defectos de su carácter.

Se secó el sudor y rápido saltó en la barca que lo esperaba afuera de la reja del jardín.

La barca se deslizó, brincó un poco al atravesar las grandes olas que levantó el pequeño barco a vapor de línea que había pasado poco antes, y empezó a fumar su cigarro. El perdón, el que le dieron, mucho lo alegraba.

En dos ventanas diferentes estaban dos mujeres que lo veían con miradas distintas.

Su hija tosía, tosía y se reía al ver a su padre tendido, y su espíritu extenuado nada pensaba.

La señora Pulkeria lo miraba y decía que el perdón que se otorga es cosa ridícula.

–¿Cómo lo perdoné? ¿Volvió mi juventud consumida injustamente? ¿Mi Aglaya volvió a estar sonrosada y sana?

La señora Pulkeria, que no ríe con frecuencia, ahora también ella reía al ver en la barca al señor Markos tan contento por el perdón que había recibido. La risa de su hija formaba una extraña y desgarradora sinfonía dentro de la grande, oscura y tranquila casa fanariota.6 El vecino, el pope, que regaba solo sus flores, se estremeció asustado y se persignó varias veces, porque nunca, pero nunca, desde hacía doce años, había escuchado risas en la casa de la muerta en vida.

Notas:

*Aléxandra Papadopoúlou (Contantinopla 1867-1906) es considerada la primera mujer narradora en griego moderno. En 1886 se recibió como maestra, pero no pudo continuar sus estudios debido a sus ideas progresistas sobre la pedagogía. El uso del griego moderno, cuando dominaba la katharévusa, provocó que se le impidiera seguir dando clases, pues entonces la educación griega en la capital otomana estaba controlada por los patriarcas. Fue maestra de los hijos de Fotis Fotiadis (1849-1936), médico erudito, pionero de la educación en demótico en Constantinopla. En 1887 publicó la revista El Diario de las Señoras con temas sobre la mujer y más tarde editó, con Ioannis Griparis (1870-1942), traductor, hombre de letras, educador, miembro del Ministerio de Educación y director del Teatro Nacional, la revista El Eco Filológico. Mientras, en 1893 fundó la Asociación Progresista de Mujeres que provocó un escándalo por sus ideas feministas y fue duramente atacada por miembros de su comunidad. Muchos de sus escritos aparecieron con seudónimo. En 1905 se refugió en Tesalónica por un breve período, pero volvió a Constantinopla por razones de salud. En vida publicó Ramillete de cuentos (primera parte, 1889), Cuentos II (1891) y Diario de una señorita de Lesbos (novela, 1894). Murió de cáncer de estómago a los treinta y nueve años de edad.

1. Aglaya o Aglaia –también Aglaye o Áglae– es la más joven y bella de las tres Cárites. Diosa de la belleza, el esplendor, la gloria y el adorno.

2. Estuario que se ubica en la desembocadura del Estrecho del Bósforo que comunica el Mar de Mármara con el Mar Negro, en Estambul.

3. Se refiere al edificio en que habita el patriarca, autoridad de la Iglesia ortodoxa y sede del Patriarcado.

4. Aelia Pulqueria o santa Pulqueria (Constantinopla, Imperio bizantino, 399-453), hermana del emperador Teodosio II, fue una emperatriz bizantina que por su piedad tanto la Iglesia católica como la ortodoxa la consideraron santa.

5. Se refiere a El Colegio Ortodoxo Griego de Phanar o el Liceo Ortodoxo Romano de Phanar, conocido en griego como la Gran Escuela de la Nación y la Academia Patriarcal de Constantinopla. Es la escuela ortodoxa griega más antigua y prestigiosa de Estambul.

6. De Fanari, barrio de Constantinopla en donde se encuentra el patriarcado ecuménico, en el centro de la ciudad. La mayoría de los arcontes griegos se establecieron ahí, por lo que fueron llamados fanariotas. Hasta la década de los sesenta del siglo XX existió una numerosa comunidad griega.

Versión y notas de Francisco Torres Córdova.

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