Resistencia y persistencia urbana: oficios rebeldes en peligro de extinción

Resistencia y persistencia urbana: oficios rebeldes en peligro de extinción

Mario Bravo – Sunday,

Al desplazarnos por las calles de nuestra colonia somos testigos, seguramente sin saberlo, de cómo el pasado no muere nunca del todo, sino que siempre le sobreviven reiteraciones encarnando un poco, astillas y postales apenas, de lo que fue el ayer. Si advertimos la presencia de estos signos, será como si pausáramos el vuelo de un pájaro o congeláramos el agua que corre en el lavamanos.

Contra la fugacidad

Cuando un hombre o una mujer salen de casa y caminan por las calles de su barrio, el hogar extiende sus venas para conectarlas con una inclaudicable y necia verdulería, el café de toda la vida o la panadería fundada hace siete décadas. Esas arrugas urbanas son acechadas por la actual tendencia a eliminar o disminuir toda evidencia de vejez en el paisaje de las ciudades.

¿Puede oponérsele resistencia al viento de lo efímero que arrasa con vínculos sociales y negocios emanados de una veterana economía barrial? La Jornada Semanal charló con quienes desempeñan algunos oficios rebeldes, es decir labores que, además de ser retribuidas monetariamente, tejen lazos identitarios y culturales en la cartografía citadina.

El diario a diario

Dentro de su puesto de periódicos, Amado cita al novelista Herman Hesse: “Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo.” Al pronunciar la frase, su actitud es la de quien revela un anhelado secreto en el patio de un hospital psiquiátrico o en medio de un atestado vagón del Metro: enfática, fecunda y transgresora.

De joven, Amado Hernández fue universitario. Más tarde, al formar una familia, migró del aula a la fábrica y dobló turnos exhaustivos. No sólo la sobrevivencia material sino de la propia dignidad se tornó imposible dentro de ese lugar, y así encaminó sus pasos hacia el oficio que su padre ejerció a partir de la mitad del siglo XX. Cercano a las siete décadas de vida, Amado acomoda diarios en la tijera metálica afuera de su local. Allí, no tan lejos de las estaciones del Metro Moctezuma y Balbuena en Ciudad de México, reflexiona acerca de su oficio: la venta diaria de publicaciones periodísticas.

¿Qué ha significado abrir, día a día, su puesto de periódicos?

–Al principio, sobrevivir, pues hubo lapsos en que esto era para cubrir las necesidades básicas: comer y tener con qué pagar la renta.

¿Y sentimentalmente?

–Hoy ya no es tanto la necesidad económica, que sí ayuda mucho… sino que mi padre fundó este negocio en 1944.

¿Por qué hombres y mujeres mantienen el hábito de salir de casa e ir en búsqueda de información impresa cuando, hoy en día, casi cualquiera puede leer el diario desde su celular
o computadora? Amado escarba en su memoria. Con visos de nostalgia en la mirada, describe el tipo de vínculos humanos nacidos alrededor de su negocio:

–Mi puesto fue un punto de reunión. En mi caso, me cultivé al leer los periódicos y eso impactó en algunas gentes que me rodearon en determinados momentos de mi vida. Nuestras pláticas se centraban en la situación política y social del país.

Usted habla en pasado, ¿este sitio ya no es más un punto de encuentro?

–Sigue siendo, pero mucho menos. Se hicieron muchas discusiones polarizadas y todavía, hasta hoy, seguimos debatiendo. A mí me ha gustado porque, entre los periódicos, también encontré lo que es cultura: escritores, músicos o pintores a quienes conocí al leer lo que vendo. Eso me sensibilizó en muchas cosas. Lo que leo me ha hecho tener una amistad con ciertos personajes. Platicamos de asuntos políticos y culturales, a pesar de nuestras diferencias en el modo de pensar. El puesto de periódicos me hizo tener otro tipo de amistades, pues profundizan más en cualquier tema; ya no es la plática banal, sino que se le rasca el porqué de las cosas a las cuestiones sociales… Si tengo algo de cultura es debido a que he leído mi producto. ¡Son las cosas que me gustan de mi trabajo!

Se reparan licuadoras

“Mi suegro fue quien empezó con este negocio”, dice Eduardo al finalizar de atornillar la base de una licuadora. En el primer piso de un mercado ubicado en la Alcaldía Venustiano Carranza de Ciudad de México, este locatario se obstina en vencer a la obsolescencia programada, que asigna una fecha de caducidad a los aparatos electrónicos. La lógica capitalista manda: úsese y tírese.

Mientras habla me percato de la existencia de cuatro fotografías y una veladora encendida en un rincón del pequeño establecimiento. Eduardo Munguía, ataviado con una bata azul marino, aporta pistas para descifrar quiénes son las personas evocadas en esas imágenes corroídas por el tiempo. Asimismo, comparte el significado de pararse al otro lado del mostrador donde hace el diagnóstico y, en el mejor de los casos, la reparación de electrodomésticos: “Es un aliciente muy positivo porque llegan clientes preguntando por mi suegro. Él falleció en la pandemia.”

Una mujer se aproxima al local 217. Tranquila, escucha a su esposo quien le dice: “Viene de La Jornada, quiere platicar con nosotros.” María del Socorro Puebla, con tono de voz suave y una actitud hospitalaria casi como si estuviéramos sentados en la sala de su casa, devela las identidades de los rostros en aquellas fotografías: su padre, Cándido; así como la mamá de nuestra entrevistada. Ambos fallecieron a finales de 2020. Pocas semanas después, también murió la hermana de María. Las tres ausencias a causa del entonces letal Covid-19.

¿Por qué las personas intentan darle una segunda, tercera o cuarta vida a sus ollas de presión, planchas y demás aparatos caseros?

La pregunta va dirigida a la pareja que mantiene latiendo el corazón de este negocio en el Mercado 20 de Abril. Ella contesta:

–Se debe a la economía, pero en muchas ocasiones también es el poder sentimental. Por ejemplo: alguien que heredó una olla exprés de su abuelita o de su mamá y te dicen: “No importa lo que cueste, pero arréglela.” El lado opuesto de la moneda es que hay aparatos chinos ya imposibles de abrir, pues se hacen con la intención de que no se puedan reparar. Vienen con piezas plásticas y no existen refacciones. ¡No podemos ni abrirlos! Algunas planchas son nobles y todavía podemos repararlas. Antes todas venían con una resistencia y ahora ya no. Muchos nos quedamos, poco a poco, sin empleo, pues se pierde campo de acción.

La hija de Cándido afirma que actualmente el consumismo prevalece y eso afecta la subsistencia de establecimientos como el que su padre fundó hace varias décadas: “Con las nuevas generaciones es más difícil porque, si se les descompone algo, ya mejor lo tiran y compran otro.”

María, con su rostro detrás de un cubrebocas al igual que Eduardo, enfatiza cuál es el papel barrial de este negocio:

–Todavía vienen amigos de mi papá y traen a sus hijos o nietos. Aquí se quedan de ver incluso con otras amistades de la colonia. Platicamos de cómo era la vida en estos rumbos, de sus actividades con mi papá y de quiénes ya han fallecido. Es algo bonito.

¿Tienen a quién heredar este oficio?

–Sí, a mis sobrinos, y tratamos de inculcárselo a mi hijo. Me acuerdo que cuando yo acompañaba a mi papá, él me decía que aprendiera, por ejemplo, cómo se llamaba tal o cual empaque para olla. Al otro día, me enseñaba algo diferente. Hoy, las nuevas generaciones van tomando diferentes rumbos y eso es una preocupación: si ellos no asumen este oficio, ¿quién lo hará?

“Hoy por hoy estamos aquí”:
el organillero

Bullicio en las calles, negocios de todo tipo colocando bocinas con volumen demasiado alto en las banquetas. Mercaderes que ofrecen, a los gritos, un examen de la vista gratis y unas gafas en tan sólo treinta minutos de espera. Ruido de los escapes de automóviles al transitar sobre Eje Central, como si se tratase de hostiles rinocerontes de acero; repentinamente, un sonido se abre paso: la música de un organillo.

–Es una tradición y un trabajo –afirma Camilo Juárez al responder lo que para él significa este oficio.

¿Cómo llegó a él? –le interrogo mientras no deja de mover la manivela de este instrumento en la peatonal Madero del Centro Histórico de la capital de México.

–Por falta de empleo y necesidad. Me invitaron y ahora tengo el orgullo de mantener esta tradición. Ya le agarré amor al oficio.

Camilo sostiene el pesado organillo mientras los transeúntes continúan imperturbablemente con su andar. Algunos peatones utilizan audífonos de diadema; otros únicamente portan un auricular pequeño, instalado en una sola oreja, lo cual les permite andar por la ciudad y hablar telefónicamente sin necesidad de utilizar las manos. La mayoría de hombres y mujeres no miran al organillero y no sé si en realidad lo escuchan entre la banda sonora de esta metrópoli.

¿Cómo recibe la gente la música de ustedes en plena calle?

–Pos a los jóvenes se les dificulta mucho. Los señores grandes son quienes responden a nuestro llamado y nos ignoran menos. Hay quienes son indiferentes, no les gusta… no les llama la atención.

¿Qué melodías toca diariamente?

–“Cien años”, “La Paloma” y “Vals Alejandra”.

¿El organillero qué aporta socialmente?

–Identidad y tradición del México de ayer, de la etapa revolucionaria y la época de oro del cine mexicano.

¿Se extinguirá alguna vez este oficio?

–Yo creo que sí. Llegará el día en que ya no subsistiremos con el dinero que nos den; entonces, de una u otra manera tendremos que abandonarlo y buscar otro empleo; pero hoy por hoy estamos aquí.

Esta entrada fue publicada en Mundo.