Cinexcusas
Luis Tovar
En otros tiempos, quizá solamente en México pero puede que también en otros lares, la palabra “influyente” solía usarse para nombrar a quien, ya fuese sobre todo por razones pecuniarias, profesionales o políticas –y en cuanto a lo último muchas veces asociadas a la corrupción–, tenía cierto poder y lo ejercía de uno u otro modo no sólo sino incluso fuera del ámbito de su competencia, que bien podía ser empresarial, gubernamental, académica y, aunque no preponderantemente, también farandulera, es decir seudoartística o con aspiraciones de.
En cualquiera de los anteriores casos dicha “influencia” se patentizaba mediáticamente: para el pópolo el influyente era tal cosa, en buena medida, en razón proporcionalmente directa a la fama, buena o mala no importaba, y a eso que los publicistas llaman “recordación”, es decir, qué tanto el pueblo llano tiene en mente el nombre y la posición del influyente.
Se habla de algo que tenía lugar, digamos, hará unas tres o cuatro décadas aproximadamente. Es un lapso que, sin ser gran cosa si se piensa en almanaques pero considerando la naturaleza intrínsecamente fugaz de tantas cosas en la actualidad, a las generaciones contemporáneas les puede parecer compuesto de eones, no de años, de modo tal que cuando las redes sociales cibernéticas comenzaron a llenarse de influencers, y a juzgar por la reacción que han tenido lo mismo millenials que sus sucesores los centennials –y aunque algo menos la Generación X, previa, aunque no se salva–, a todos les dio por pensar que se trataba de algo inédito y por lo tanto, aunque no menos falso ni menos pernicioso, que los tales influencers eran producto nato y neto de las susodichas redes; en otras palabras, que ser “influyente” era una condición vital/social recién inaugurada y todo estaba/está por descubrirse, definirse y explicarse.
Ya te di follow
A los influencers de antes, previo a la existencia de mundos virtuales e interactividad mediática, cuando la anglosajonización léxica era mucho menos tóxica, con sibilina socarronería también se les solía llamar “cacas grandes” y, en medios más acotados como el literario, intelectual, artístico de-a-devis y cultural en general, “vacas sagradas”. Otro rasgo: poder relativo aparte, absolutamente todos eran susceptibles de ser pasto del escarnio popular, de modo tal que el cacagrande/influencer bien podía pasar de ser llamado “el influyente” al muchísimo menos reverencial “papá de los pollitos” o “abuelita de Tarzán”, entre otros. Eso no aminoraba un ápice su condición privilegiada pero, a través de dicha asimilación popular en virtud de la creatividad lingüística, así no fuese cierto, al cacagrande se le sentía más próximo y, sobre todo, menos irreal; era como si estuviese más a mano, como si no formara parte de un mundo aparte… es decir, la condición del influencer/cacagrande de estos tiempos.
En tanto creado por la virtualidad y, por ende, inexistente fuera de los dispositivos digitales, el influencer tiene, aunque jamás por él reconocida, una absoluta necesidad de permanecer ajeno al mundo real, en el que se hará presente allá muy de vez en cuando, tan poco como sea posible, para no correr el riesgo implícito en todo contacto verdadero: bajarse del pedestal, mediático/cibernético en este caso, conlleva el riesgo de no poder subir de nuevo, de resultar decepcionante en medida inversamente proporcional a lo interesante que se supone que es en los bits de una pantalla táctil. En otras palabras, el riesgo de abandonar así sea fugazmente la virtualidad consiste en perder poder o, para decirlo en su lenguaje, dejar de ser influencer, en el menos malo de los casos serlo en menor medida, y además todo verificable en tiempo real: si no me dan follow, si en mis reels en vivo tengo pocos views y si de un día para otro bajan mucho mis likes, estoy en franco y grave riesgo de desaparecer…
En este ámbito, mezcla de la virtualidad y el mundo real, es donde se desarrolla Señora influencer (2023), cinta de la que se hablará aquí en la siguiente entrega.