Los ‘prófugos de la injusticia’
Lázaro Cárdenas y el exilio republicano
José M. Murià
Aunque haya descendientes de los refugiados españoles a quienes les incomode la idea, mientras vivieron proclamaron de manera reiterada que el presidente Lázaro Cárdenas “les había abierto las puertas”, lo cual es estrictamente cierto. Pero también lo es –hay que decirlo– que el presidente Ávila Camacho no las cerró y Miguel Alemán, su sucesor, tampoco.
Debería agregarse que esos gobiernos de México no se esperaron a que llegaran a sus puertas aquellos prófugos de la injusticia y del totalitarismo: no sólo fue por ellos sino que, además, allá, los defendió con todos los recursos, legales o no, que sus enviados tuvieron a su alcance.
Puertas abiertas se han encontrado repetidas veces en la historia de la humanidad, pero no
que, además, como lo hizo Cárdenas, se haya mandado a varios de sus mejores hombres para rescatar a los perseguidos que estaban en la verdadera trampa de un territorio hostil, primero al abasto de la letal policía de Franco y después a disposición de que la Gestapo los mandara a campos de trabajo alemanes, que eran casi de exterminio.
Los primeros enviados por el propio presidente fueron, empezando 1939, Narciso Bassols e Isidro Fabela, pero no tardó en llegar Gilberto Bosques, quien fue el último en regresar, después de haber sido incluso prisionero de los alemanes, y durante 1940, la destacada presencia como enviado plenipotenciario de Luis I. Rodríguez. No tiene parangón lo que ellos hicieron en representación del gobierno de don Lázaro y por instrucciones de éste.
Fabela fue quien más secundó al presidente para definir la política exterior y el compromiso con el asilo. Su nombre campea durante 1939, junto con el de Bassols, en las gestiones para conseguir los primeros viajes en barcos repletos de refugiados. Luego llevará la voz mexicana a la ginebrina Sociedad de Naciones.
A mediados de 1940 sobrevino la invasión nazi a Francia y se acrecentó el peligro de los republicanos españoles de pasar a un cadalso o a una terrible cárcel en su propia tierra. Se sumaron los campos de trabajo forzado alemanes, de los que muy pocos salieron con vida. Fue entonces cuando, casi sin que nadie se diera cuenta, llegó a manos del embajador Rodríguez el siguiente telegrama que debería de quedar grabado con fuego en el ánimo de los mexicanos amantes de la libertad y la justicia social:
1699. 1 de julio de 1940: Con carácter urgente manifieste gobierno francés que México está dispuesto a acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia […] en el menor tiempo posible. Si el gobierno francés acepta todos los refugiados quedarán bajo la protección del pabellón mexicano.
Presidente Lázaro Cárdenas.
La gesta de Rodríguez llega a la cima el 22 de agosto de 1940, al firmarse el Acuerdo promovido por el telegrama de referencia. El texto declaraba, categóricamente, en tránsito hacia México –lo hubieran solicitado o no– y bajo la protección de nuestro lábaro a todos los refugiados que se hallaran en esa Francia que eufemísticamente llamaban “libre”. Como fue el caso de que Alemania e Italia se hicieron solidarios con dicho Acuerdo, quizá por su interés en nuestro petróleo, no fueron pocos los refugiados que ya estaban en los referidos campos que fueron liberados, en apariencia inopinadamente, aunque el número mayor fue el de quienes ni siquiera llegaron a ir.
Cabe recordar aquí que el gobierno de Cárdenas convocó a todos los países latinoamericanos a que se sumaran al mencionado Acuerdo y, para vergüenza continental, todos, sin falta, se hicieron como si la Virgen les hablara.
Para contrarrestar la supuesta o verdadera ignorancia de dicho documento que muchos funcionarios franceses alegaban, el tableteo de las máquinas de escribir de nuestros consulados no cejó día y noche durante varias semanas, haciendo copias de la parte medular del Acuerdo para que se convencieran los renuentes.
Por otro lado, quienes corrían más peligro fueron escondidos sabiamente o resguardados en la propia embajada u otras edificaciones incorporadas a la red diplomática mexicana. Casos espectaculares fueron los chateux de Montgrand y de La Reynarde, en las inmediaciones de Marsella, que alcanzaron a alojar en condiciones más que aceptables, a unas mil 500 personas. Asimismo, no dejó de haber confrontaciones qu estuvieron cerca de la violencia.
Taboada, Bosques y el frustrado secuestro de Manuel Azaña
Ahí está el caso ejemplar y simbólico de Rodríguez Taboada encarando al “agregado político” de la embajada de Franco en Francia, Pedro Urraca Reduelles, acompañado de dos esbirros españoles, que hasta exhibieron sus pistolas para que el embajador de México no entorpeciera el secuestro del hasta hacía poco presidente de la República Española, Manuel Azaña Díaz. Rodríguez echó mano de una escuadra y hasta cortó cartucho, al tiempo que el entonces capitán Antonio Haro Oliva, incorporado a la agregaduría militar de México, hacía lo mismo con la “45” reglamentaria de nuestras fuerzas armadas. La valiente retirada de tres hidalgos españoles ante dos cobardes mexicanos no se hizo esperar.
Por lo que se refiere a la red de escondites y diversos lugares para alimentar refugiados de todas las edades, incluyendo un centro de recuperación para niños enfermos en los Pirineos, fue Bosques quien llevó la voz cantante. Estuvo en Francia desde principios de 1939 hasta fines de 1942 y acabó al frente de toda la representación mexicana, antes de ser aprisionado por los nazis en Bad Godesberg.
A connotados “popis” o “fifís” he oído decir que Lázaro Cárdenas tomó tales decisiones de chiripa y forzado por las circunstancias, y hasta me ha tocado oír que la operación le dejó buen dinero… El ladrón cree que todos son de su condición… Hay suficientes testimonios anteriores a 1940 que hablan de la conciencia que tenía el presidente de que los republicanos podían perder y requerir asilo –dada la calaña de que hicieron gala siempre los militares “pronunciados”– y de que la decisión de ayuda don Lázaro la tenía tomada con antelación.
Ya en 1937, por ejemplo, en carta al abogado español Juan S. Vidarte, vicepresidente que fue del PSOE, considerando la posibilidad de que la República perdiera la guerra, le decía: “Si ese momento llegase… los republicanos españoles encontrarán en México una segunda patria.”
Lo más contundente fue la visita que hizo Isidro Fabela al todavía presidente de la República Española, Manuel Azaña, ofreciendo asilo “a todos los refugiados”. Ello ocurrió el 8 de febrero de 1939, a la vista de la frontera con Suiza.
Hago mía la pregunta que se hace don Sergio García Ramírez, uno de los mejores jurisconsultos “que en México han sido” en el espléndido prólogo con que honró mi libro titulado precisamente De no ser por México. Ayuda a tantos exiliados republicanos: ¿Qué hubiera sido de los actores de la lucha republicana, inmigrados en Francia, proscritos y perseguidos, sino hubieran tomado la mano hospitalaria que México les tendía?
Doy fin con la respuesta de Gilberto Bosques cuando se le interrogó sobre lo que pensaba de todo lo que había hecho en Francia, en Portugal y, finalmente, en Cuba: “Hice la política de mi gobierno y de mi país: la política revolucionaria de Lázaro Cárdenas.”
¡Que manera tan sencilla y, a la vez, emocionante, para quien lo lea bien, de concretar aquella gesta de la benemérita política exterior mexicana, en cuya cúspide se halla el presidente Cárdenas, que –lo repito con toda intención– muy difícilmente encontrará un émulo en la historia de la humanidad!
“En esta hora incierta del mundo –dijo Gilberto Bosques en 1973–, es oportuno y saludable repasar la gran lección del Presidente Lázaro Cárdenas, formulada cuando era agredida y vencida la segunda República Española.” No me cabe duda de que puede decirse lo mismo ahora.