“la melancolía es un recuerdo inconsciente”.

Dulce «saudade»

La añoranza de futuros imposibles

Samuel González Contreras

 

para Enzo Traverso, por su persistencia a la hora de desafiar la historia.

Gustave Flaubert dedicó un esfuerzo excepcional a definir ese magma incandescente que nos atraviesa y que solemos denominar melancolía, refiriendo así todo un universo existencial: “la melancolía es un recuerdo inconsciente”. En su extremo llegó a la conclusión de que ese reino resultaba incluso una afinidad electiva: “la melancolía es la alegría de estar tristes”. ¿Se padece? ¿Se elige? Susan Sontag discurre el mismo laberinto al afirmar que “la depresión es la melancolía sin sus encantos”.
Sin embargo, su propia delimitación deja expuesto el campo a un punto ciego extremo y vacuo: ¿Cómo caracterizar la presencia melancólica de aquello que pudo ser y no fue, o no será?

Cuando tenía quince años una de mis mejores amigas se aferró profundamente a un poema de Ramón López Velarde, el cual designa este universo sensible sin tapujos ni solemnidad. Sin limpieza inútil. Para ella la ligazón con aquellos versos provenía de un amor no realizado: “Y pensar que pudimos/ enlazar nuestras manos/ y apurar en un beso/ la comunión de fétiles veranos…// Y pensar que pudimos/ en una onda secreta/ de embriaguez, deslizarnos,/ valsando un vals sin fin por el planeta… Valsando un vals sin fin, por el planeta…”

En un pasaje espléndido, María Zambrano provee una descripción insólita: “El deseo consume lo que toca: en la posesión aniquila lo deseado, que no tiene independencia, que no existe fuera del acto deseado”. La lírica de Gustavo Cerati auspició esta misma impresión: “lo que seduce, nunca suele estar”. El esfuerzo sensible implica sin embargo una disminución y un tránsito, tal y como lo explica George Simmel: “La intensidad de sentimiento tiene un umbral estético inferior y uno superior: más allá de éste está la indiferencia, más allá de aquél la participación correspondiente al contenido percibido como realidad, que no deja lugar al interés en la configuración artística como tal.”

¿Qué es lo que permanece –o lo que es– de aquello que no fue? ¿Cómo digerir la presencia evanescente que late sin haberse dado, quizás porque las condiciones y voluntades implicadas para su propia existencia desaparecieron? Es que aquello que no fue pero ostenta restos o impactos dentro de una determinada trayectoria de historicidad subjetiva individual y colectiva continúa operando sobre ámbitos de producción de sentido, implicada íntimamente en la constitución de la temporalidad humana.

Ahora bien, dado que no se realizó, ofrece una merma intrínseca, cuyo doble filo transcurre en el hecho de que su existencia es una mera entidad virtual que puede correr libremente sin quedar atada a la facticidad, pero también sin el peso de haberse visto envuelta en la “vulgar” condición de realización. Así comprende cierta pureza, ingenuidad o insolencia desde el universo de aquello que persiste en potencia y se actualiza exclusivamente de manera virtual.

Las denominadas filosofías continentales del siglo XX debatieron arduamente sobre el tiempo, hasta reconocer los efectos retroactivos del pasado sobre el presente y el futuro. No sólo eso, se llegó incluso a la conclusión de que el pasado sigue elaborándose, tal y como lo intuyó Walter Benjamin al admirar los horrores de la primera guerra mundial. La muerte del narrador es justamente la conclusión trágica de que no hay más qué contar. Al quebrantarse la hegemonía universal y trascendental del sujeto, el tiempo, la razón y la historia, muchos ámbitos de representación y de investigación se vieron envueltos en un terremoto de amplias magnitudes.

Este panorama convulso se fraguó en diversas disciplinas y campos artísticos. Por ejemplo, el pujante surgimiento de la novela de flujo de conciencia. Como puede recordarse, en La Señora Dalloway, Virginia Woolf explora de manera indómita la tensión existente entre el tiempo narrado y el tiempo de la narración, duplicidad incómoda que no deja de refractar la infinita guerra entre historia y ficción. Se trata de una novela entera para relatar un solo día. Peter es quizás el personaje más atormentado justamente por la presencia en su vida de futuros imposibles. Él transita de manera trágica la experiencia de pensar qué habría pasado de no haber viajado a India.

Por su parte, uno de los narradores de Clarice Lispector despliega de manera festiva el sentido de vida de una de sus protagonistas en La hora de la estrella al abrir un futuro insólito y afortunado: Macabea encuentra un lugar en el mundo y un futuro posible cuando aquella salvaje adivina le otorga el “permiso” de la esperanza y del amor. Deshace así el nudo de un futuro imposible e impensable. El inicio de la novela contiene el secreto: “una molécula dijo que sí a otra molécula y así nació la vida”. En otras palabras, es la afirmación la que produce viabilidad, perfora el presente y aflora el futuro, flexibilizando como condición de posibilidad el sentido del pasado.

Apuntar al futuro desde pasados derrotados

Durante siglos la historiografía ha mostrado cómo la historia es siempre una labor de producción de sentido e interpretación permanente. De la reinterpretación del pasado se teje un puente hacia futuros alternos. Tal y como refiere Ginzburg, en esta dinámica transcurre una labor poética profunda que subyace a las grandes corrientes y tendencias historiográficas.

Las utopías más radicales del siglo XX se alimentaban de un sustrato mesiánico que apuntaba al futuro desde pasados derrotados que parecían respirar y apropiarse de futuros alternos. A unas décadas de su velorio, Lenin y Trotski se preguntaban qué habría pasado si la Comuna de París hubiese expropiado los bancos y no hubiese permitido que Thiers huyera. En ese campo es donde la barrera entre relato histórico y relato de ficción se resplandece y muestra su porosidad, como explica Paul Ricoeur.

Tal y como acertó a intuir nuestro querido Daniel Bensaid: “la historia nos muerde la nuca”. Por ello mismo resulta revitalizante la radicalidad de Michael Löwy, al fusionar los espíritus de Rosa Luxemburgo, Walter Benjamin y José Carlos Mariátegui, y atreverse así a rasgar y combinar diversos laberintos. Si la “historia” es en realidad historias y estratificaciones mezcladas, condensadas y almacenadas por los cuerpos, el inconsciente y la materialidad de la ciudades y de lo existente, entonces yace asequible la posibilidad de estallar el pasado.

La muerte de las utopías y el desvanecimiento de esos futuros imposibles es precisamente la expresión de lo que François Hartog denomina “presentismo”: un presente diluido y expandido que absorbe y disuelve en sí mismo tanto el pasado como el futuro. A propósito de eso Enzo Traverso escribe: “Sin embargo, esta melancolía no significa el refugio de un universo cerrado de sufrimiento y remembranza: es más bien una constelación de emociones y sentimientos que envuelven una transición histórica, la única manera en que nuevas ideas puede coexistir con la pena y el duelo por un reino perdido de experiencias revolucionarias.”

No resulta menor intentar sanar las heridas vivas de la historia: cauterizar el pesimismo claudicante de la política y aferrarnos a no abandonar la historia sin presagios posibles para augurar catástrofes al infinito, como si fuese posible hallar el ADN de la historia. Resulta letal el balance del siglo XX, de la escuela de Frankfurt a Iván Ilich, atravesando la intempestiva presencia de Walter Benjamin, resulta inefable recolectar los restos de un siglo que perdimos. ¡Y el riesgo sigue siendo el mismo!, pues las alturas del pensamiento crítico y la filosofía radical perduran como en un pañuelo compuesto de drama y dinamita viva. De ahí la importancia de reclamar la presencia de esos futuros imposibles que sacuden desde los escombros aquello que pervive como inevitable. Y no es otra que la muerte de Hegel y del providencialismo fatuo y aberrante. Ni la razón, ni la tecnología o la historia se encuentran enclaustradas a un devenir inevitable, y no es otro sino el suave susurro de Bolívar Echeverría.

William Carlos Williams fabricó el presagio preciso para asistir a esa gala de melancólica y devastación: “Ninguna derrota se compone sólo de derrota, pues el mundo que abre es un lugar hasta entonces insospechado.”

De todo lo anterior puede admirarse cómo la relación entre tiempo/historia y lenguaje/narración es co-constitutiva, escindible únicamente en términos analíticos o inclusive metateóricos. La función narrativa, como la denomina Ricoeur, constituye una condición primordial e identitaria. Nuestra propia subjetividad personal y social es un complejo entramado de historias en permanente tensión y gradación.

El tiempo jamás dejará de ser un misterio por experimentar, borrar y redefinir para la existencia humana. Si algo pudo ser y desahució sus posibilidades puede verse implicado en una traición al tiempo que nos circundó, pues el tiempo es duro, pero se quiebra una y otra vez, como cristal que estalla y se restituye infinitamente. De ello versa el tomar partido (¡Marx-Gramsci!): de cancelar y abrir posibilidades. En la hermosa lirica de Pablo Milanés puede percibirse precisamente eso: “Y este sufrir sin razón/ en fugaz padecer / … /De que jamás podrás saber/ cuánto cariño soy capaz de ofrecer…”

Desde este punto es posible un encuentro con Spinoza y su idea de conato. Incluso en su impotencia, un futuro imposible puede resultar alegre en la medida en que potencie a nuestra existencia y nos permita perseverar nuestro ser en el mundo. Por el contrario, puede resultar trágico y triste en la medida en que su presencia descomponga aquellas partes que nos constituyen. De ahí que la propia existencia pueda comprenderse como un combate y convivencia permanente con esos futuros imposibles que nos constituyen y dotan o despojan de sentido a nuestras propias vidas.

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