Paul Newman y el reencuentro con la vida

Escrito por Juan Carlos Moreno Romo
Domingo 12 de Octubre 2008
AL MARGEN…

Image La actuación de Paul Newman en esa cinta a mí me lo ha vuelto un amigo entrañable, y hasta un ejemplo de vida también.

Por Juan Carlos Moreno Romo

Debo confesarles ante todo que ni soy muy dado a las cosas de la cultura gringa o anglosajona, ni estoy mucho menos a la caza de la última «actualidad». La noticia de la muerte del prolífico actor estadounidense, empero, me llega a bascular uno de los pendientes que tenía con él, y con Robert Benton, el director, y con todos los demás que han hecho posible la película Nobody’s fool o Reencuentro con la vida, de la que lo menos que puedo decir es que me conmovió profundamente, y que de paso me confortó en la idea, difícil a veces de creer, aunque sepamos que es cierta, de la profunda humanidad de la que también son capaces, como cualquier otro hijo de Dios, nuestros vecinos del norte, cuyo mundo cinematográfico nos tiene, empero, de ordinario acostumbrados a poco más que basura.

¡Qué ordinarios somos todos los seres humanos y, sin embargo, a veces, cuán extraordinarios!
La actuación de Paul Newman en esa cinta a mí me lo ha vuelto un amigo entrañable, y hasta un ejemplo de vida también. En general, con el cine estadounidense me suele suceder que ya no me sorprende, al verlo, que las caras me sean harto conocidas; y, sin embargo, ahora que exploro en Internet las otras cosas que ha hecho ese «nombre conocido», y al ver su rostro joven y recordarlo en tantas y tantas otras películas, confundidas ya las unas con las otras en mi memoria, me sorprende mucho el no haberlo visto en Reencuentro con la vida «como actor» —como al actor famoso Paul Newman, como si entre nosotros dijéramos «una de Pedro Infante»—, sino como al personaje al que le dio vida.

Para mí Paul Newman es ante todo Mr. Sullivan, ese entrañable muchacho de sesenta años que vive en un cuarto de alquiler del que desciende presto cuando unos golpes de mango de escoba lo llaman insistentes, desde el piso de abajo, para pedirle ayuda y compañía, o simplemente para contarle que Dios acaba de destruir la fuente de la Sra. Gruber dejando caer pesadamente sobre ella un brazo de árbol viejo; y el que ya afuera, en el blanco invierno del que se protege con una gruesa chamarra de piel que hace las veces de saco, pues lleva corbata y va a los tribunales, cojea ligeramente y bromea y se hace el esquivo con el amigo que lo espera para decirle, niño, que extraña trabajar con él, y trata de sacarle diez dólares, al parecer para comprarse o completarse una chamarra más abrigadora; y el hombre de pueblo, en fin, o de pequeña ciudad que conduce una vieja camioneta pick-up roja, y que, tras el fallo injusto de la justicia, trata varias veces de robarle a su antiguo empleador, para reponer el robo previo que éste le ha hecho a él al negarse a indemnizarlo por un accidente de trabajo, su limpiadora de nieve; y el que protege a su casera, que es también su antigua maestra, de la ambición egoísta de su hijo el banquero; y el que le sigue teniendo miedo a su ex esposa, de cuyos gritos su propio hijo no sabe por qué simplemente huyó, dejándolo en ellos a él, niño; y el que le sigue teniendo sobre todo mucho miedo a la vieja y abandonada casa roja en la que aún resuenan los gritos de sus propios padres; el que, al final de la película, en fin, cuando una noche lo gana todo a las cartas y su racha de suerte lo tienta incluso con su más repetido e inesperado deseo, no se va a Hawai con la linda y joven esposa del amigo ingrato del que se quería desquitar porque, en el instante en el que, tras cerrarle a ella la puerta de la camioneta y dar la vuelta para subirse del lado del chofer, se distancia, en la callada noche nevada, de todo aquello que tan repentinamente le está ocurriendo, cae al fin maduramente en la cuenta de que además del hombre que es, como le dice a ella al disculparse por no acompañarla, es a la vez y sobre todo abuelo de alguien, padre de alguien, y tal vez también amigo de alguien más.

Y ese padre y ese abuelo, entonces, y ese amigo y ese inquilino aparentemente enredado o atrapado en todos sus errores —«esas cadenas que nosotros mismos nos forjamos»—, es hasta el final el caballero andante que aguanta, y que nos dice «¡aguanta!»; y el que sobre todo mira con un corazón limpio hacia delante, por debajo de la visera de su cachucha; y el que, si en su momento no lo hizo con su hijo —al que le lanza ahora una moneda y le insiste, firme, para que le llame a su esposa, que está enojada y no quiere hablar con él—, es capaz de todos modos ahora mismo de enseñarle a su nieto, que se asusta mucho al descubrir la pata de palo, con zapato y calcetín y todo, que tiene junto a él porque en su racha ganadora también se la ganó hace rato a su abogado, que puede tomarla, aunque le tenga mucho miedo, e írsela a devolver él mismo al viejo que aparece triste entonces, apoyado en su muleta, y  que puede vencer ese miedo así sea tan solo, para empezar, por un tiempo cronometrado —por un minuto, por dos…—, y transformarlo incluso en un encuentro humano, y en una hermosa generosidad.

Esta entrada fue publicada en Mundo.