Los grandes relatos históricos son a la vez génesis: nos refieren la creación de la Tierra, su primer asentamiento y el advenimiento de los dioses y de sus criaturas. Refieren esto con sencillez, como si el mundo no fuera más que este territorio vinculado a un pueblo, y como si más allá de las fronteras hubiera otra vida, otro tiempo, irreal y peligroso como los sueños. Así ocurre con los primeros relatos del pueblo iranio, con la epopeya del gigante Gilgamés, con el establecimiento del pueblo de Israel, o finalmente con las leyendas griegas y escandinavas. La historia sólo puede comenzar con esos textos sagrados, que vinculan a los mitos más antiguos la aparición de una nación, de un lenguaje, de una religión o de un gobierno. Son también textos de la primera creación del mundo, puesto que nos revelan cómo fueron nombrados los lugares. Al nombrarlos, los hombres arrancan de la nada las montañas, los ríos, las fuentes, los bosques, y descubren en ellos las bases de las ciudades y de los templos futuros. Este acto de apropiación de la Tierra es la verdadera fuente de la historia, inventando fantásticamente, como por encanto, el instante en que los hombres y los dioses se encontraron.
La Relación de Michoacán es uno de estos textos raros –así como los Libros de Chilam Balam de los mayas de Yucatán, o el Popol Vuh de los maya-quiché– que nos da a conocer esta génesis. Texto en el que está fijada por la virtud de la escritura occidental la magia verbal del pasado fabuloso del pueblo de Michoacán cuando, después de siglos de vagabundeo, en medio de las guerras tribales, comienza a aparecer el destino de una nación que desempeña un papel importante en las civilizaciones de la América Central.
Sin embargo, la escritura, aquí, es secundaria. Es el medio de trasmitir un mensaje a la posteridad, y da a la Relación de Michoacán su aspecto extraño, casi onírico, como un testamento dejado por un pueblo antes de morir y del que no podemos comprender sino parcelas. La escritura –esa mano anónima del siglo XVI, caótica, redundante, y esas ilustraciones ingenuas donde el simbolismo indio se mezcla con la tradición de iluminación de los monjes del Renacimiento– es aquí el último medio de este conocimiento. La escritura es la intervención del copista, la traducción quizá de textos escritos en lengua purépecha, de esta compilación de un religioso desconocido que restituía en español el mensaje de los últimos sacerdotes de Michoacán, al dictado a veces de don Pedro Cuinierangari, hijo de un petamuti (los sacerdotes historiadores de la corte del cazonci) y testigo de los últimos instantes del reinado de los purépechas. La Relación de Michoacán, como los Libros de Chilam Balam, es también la última tentativa de detener la huida del tiempo, de salvar una memoria camino de perderse.
El carácter sagrado de este libro es el que nos inquieta y nos emociona. El saber que nos trasmite es un saber que precede toda escritura. Es un relato legendario llevado de generación en generación por los sacerdotes petamuti, solemne e impregnado de belleza oratoria, como la enseñanza de los colegios religiosos y militares de México-Tenochtitlan que sirvieron a Bernardino de Sahagún para escribir su Historia general de las cosas de la Nueva España. Pero se piensa también en las epopeyas todavía vivas hoy día entre los pueblos que ignoran la escritura, tule de San Blas, nuit de Groenlandia, dogones del África ecuatorial y tiwi de Oceanía.
Es la escritura la que hace de la Relación lo que ésta es a nuestros ojos: un testamento. Pero este testamento, por sus cualidades literarias, iguala los más grandes textos de la literatura universal, la Ilíada y la Odisea, la Chanson de Roland o la Kojiki.
Los abuelos del camino
Una epopeya: como la aventura de los argonautas, es de un viaje iniciático de lo que habla la Relación de Michoacán. Este viaje es la primera llegada de los héroes purépechas a esas tierras, su reconocimiento del dominio de los dioses: “Cómo los antepasados del cazonci comenzaron a poblar”. Estos primeros hombres, estos “chichimecas”, ¿de dónde venían? La Relación no aporta apenas esclarecimiento alguno al misterio del origen de los pueblos purépechas. Sólo indica, como una suposición, que esas tierras estaban ya en parte ocupadas por “gentes mexicanas”, por unos “naguatlatos” y “que había en cada pueblo su cacique con su gente y sus dioses por sí” (20). Pero lo que no aparece como una certidumbre, es la naturaleza divina de esta primera conquista. No son Hire Ticátame ni los guerreros que lo acompañan los que toman primero posesión de la montaña Uriguaran Pexo, cerca del emplazamiento de la futura Zacapu Tacanendam; es “nuestro dios Tirepeme Curicaueri quien comienza su reinado” y al que vienen entonces a reconocer como soberano los Señores Zizambanecha de la ciudad de Naranjan. Igualmente, a continuación, cuando los purépechas han establecido firmemente su Imperio sobre Michoacán, en tiempos del gran Tariácuri, no son los hombres quienes conquistan los territorios sino su dios guerrero Curicaueri quien entabla los combates y extiende su reino.
El comienzo de la historia es, pues, la llegada de los “chichimecas”, fracción nómada y guerrera del pueblo purépecha que llegaba ante los contrafuertes de la sierra volcánica, a mediados del siglo XIII, conducidos en su marcha por su dios Curicaueri.
¿De dónde venían estos hombres? Se puede imaginar, con Luis González, esta banda de “feroces purépechas”, hábiles arqueros, guerreros endurecidos por siglos de vagabundeo, subyugando fácilmente a los pacíficos agricultores “tecos” del “Bajío”, o a los pescadores de la región de los lagos, como hicieron los hunos y los tártaros en el continente asiático. ¿Venían del norte, como lo deja suponer la leyenda trasmitida por el lienzo de Jucutacato y por los principales cronistas? Se puede imaginar entonces a una de las últimas ramas de la invasión bárbara procedente como los aztecas de las grutas de Chicomostoc, abandonando el reino fabuloso de Aztlán para establecerse en Michoacán bajo el mando de un héroe llamado por el padre Tello en su relación “Un mexicano noble y de gran talento llamado Tzilantzi, el cual, con los de su familia, fundó la ciudad de Huitzitzila, que hoy llaman Tzintzuntzan”. Se puede entender también la leyenda referida por el padre Acosta, según la cual un grupo de chichimecas, escarnecido por una parte de los suyos que les había robado sus vestidos y los había dejado desnudos a orillas del lago, se vio obligado a renegar de sus orígenes y a cambiar no sólo de hábitos sino de lengua. ¿Y por qué no la leyenda de la dispersión de las tribus purépechas ante el lago de Pátzcuaro, siguiendo la dirección de una bandada de golondrinas perseguidas por un gavilán, tal como la transcribe Maurice Boyd? La leyenda de los purépechas procedentes del Sur, del otro lado de las tierras mayas, no es más inverosímil que la del reino de Aztlán, y el lingüista Swadesh ha podido incluso reconocer cierto parentesco entre la lengua de Michoacán y la quechua de los incas peruanos.
¿Por qué este librito?
Cuando, hace muchos años ya, empecé gracias al Fondo de Cultura Económica una investigación sobre los mitos y los sueños del México indígena y contemporáneo, y después, cuando, con la ayuda del Colegio de Michoacán y de esos verdaderos humanistas que son Luis González y Francisco Miranda, me acerqué más a Michoacán y su cultura, pude descubrir al que considero uno de los libros más bellos y conmovedores de la literatura universal, digno de ser comparado con la Ilíada, el Poema del Gilgamés o la Geste d’Arthur. Este libro es la Relación de Michoacán.
Puesto por escrito por un religioso anónimo (se supone que fue el franciscano Gerónimo de Alcalá) poco tiempo después del asesinato del último rey de Michoacán, el cazonci Tangáxoan Tzincicha, por el conquistador Nuño de Guzmán, este libro lleva la huella profunda del mundo indígena del cual salió, de su magia y de su tragedia también. Historia de un pueblo en agonía, la Relación es un testamento, dictado por los testigos, los sacerdotes petamuti, según el ritmo de la literatura oral. Es la última memoria, para que no perezca completamente la grandeza de Michoacán, ni la antigua alianza de los purépechas con sus dioses. Único libro del pueblo puré, cumple para nosotros un destino misterioso y emocionante, escrito para la gloria de los vencidos y no para el provecho de los vencedores.
El presente libro, más que un capítulo histórico sobre una de las culturas mayores de la América Central, quiere demostrar mi afán de conocimiento por la tierra y la historia de Michoacán, y mi agradecimiento al descubrir, gracias a la Relación, la epopeya maravillosa del antiguo pueblo puré.
Alburquerque, Nuevo México, 18 de octubre de 1984
Como una exclusiva para los lectores de La Jornada, con autorización del Fondo de Cultura Económica publicamos este fragmento de La conquista divina de Michoacán, libro de Le Clézio, cuya reimpresión circulará en breve