Patzcuaro y los poetas latinos

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Patzcuaro se llena de poesía  

Encuentro de Poetas

del Mundo Latino    

Al ponerse de pie el poeta brasileño Lêdo Ivo (Maceió, 1924) para dar inicio al maratón poético que como parte del Encuentro de Poetas del Mundo Latino se llevó a cabo el pasado viernes en el Antiguo Colegio Jesuita de Pátzcuaro, el auditorio se llenó de silencio, como en un templo donde estaba a punto de comenzar una liturgia para honrar la sacralidad de la palabra. 

Minutos antes, los poetas caminaron en fila por las calles de este pueblo mágico, ante el asombro y la curiosidad de los lugareños, quienes escucharon a esta caravana de Babel expresarse en rumano, francés, italiano, gallego, portuñol, catalán, español y hasta flamenco. 

Y todos, novicios y consagrados, entraron al auditorio del Colegio, el cual se convirtió en el salón de una logia dispuesta a arrojar versos a los cuatro vientos para compartir decenas de mundos diversos. Todos alzaron la voz para convocar al sumo sacerdote: “¡Que empiece Lêdo! ¡Lêeeedo, Lêeeedo, Lêeeedo!”. Lêdo dejó de autografiar los libros que le extendían los funcionarios municipales que se arremolinaron a su alrededor, y con toda la alegría y el respeto de los presentes y sus 84 años a cuestas, el poeta homenajeado en este encuentro subió al estrado y se acomodó en la mesa. De pronto gritó en portuñol: “Jotamario, ven para acá”.  

Pero a Jotamario Arbeláez, escritor colombiano, se lo había tragado la tierra; quizá se había quedado comprando chocolate con canela o algún rebozo en el tianguis cercano, o viendo al Cristo que sangra (“a diez pesos la entrada, joven. Y puede tomar fotos”). 

A fin de cuentas, el poeta mexicano Marco Antonio Campos se aproximó para ayudar a Lêdo a traducir su lectura al español. Tras iniciar con los primeros versos, el brasileño interrumpió a Marco Antonio: “Te falta decir el título”. Todos rieron y de nuevo se hizo el silencio para escuchar la versión en castellano de un poema sobre el caer de la nieve y después la respectiva lectura en portugués por parte del querido vate. 

Tras el punto final que se convirtió en suspensivos con el largo aplauso de los presentes, comenzó el desfile hacia el altar de las letras. Jóvenes, no tan jóvenes y viejos subieron, leyeron y bajaron. 

Algunos querían tomar más tiempo del permitido, lo cual a nadie pareció importarle, porque en realidad todos los versos leídos y recitados se unieron para conformar un solo, largo y variopinto poema en muchas de las lenguas surgidas del latín. 

Y por fin apareció Jotamario, después vinieron los mexicanos más jóvenes: Hernán Bravo Varela y su poema de la mujer peronista; Óscar de Pablo y la recua de elefantes que hay que cazar, y el tabasqueño Álvaro Solís con el “padre contra el agua lunar”. 

La cadencia y musicalidad de la lengua rumana, en voz de Valeriu Stancu, crearon un cambio de ritmo, un contrapunto, para después dar paso a la veracruzana Silvia Tomasa Rivera, la primera mujer que se atrevió a ir al frente, quien recitó de memoria sus versos amorosos, con voz cachonda y los ojos cerrados, cual si fuera una plegaria al dios Eros, con la reverencia cercana a la de una sacerdotisa que devuelve a las palabras cotidianas su carácter sagrado. La flanquearon en este ritual sus compatriotas Sandro Cohen y Jorge Valdez Díaz-Vélez. 

Al cabo de esta ronda se decretó un receso, y como Tláloc hizo que la llovizna diera una tregua, todos salieron del auditorio hacia el atrio de la iglesia contigua al Colegio Jesuita. Sacaron también la mesa, junto con el equipo de sonido, y colocaron decenas de sillas frente a la puerta de madera del templo, cerrada a cal y canto, la cual como un Goliat añejo parecía retar a los poetas a aventarle su primer verso con la honda de la palabra. Las paredes de esta edificación, con líneas de musgo que evidenciaban el paso de los siglos, esperaban también el eco de la poesía. 

El sol se asomaba con timidez sobre los poetas, entre los velos grisáceos del cielo, mientras la veleta sobre el campanario se mantenía impávida, presta a permitir que los poemas que estaban a punto de pronunciarse la hicieran vibrar. Un pino, que solitario montaba guardia cerca de la puerta goliática, vio al italiano Emilio Coco acercarse a la mesa: Ya es manía ofensiva/salirte con la tuya…. Le siguió el portugués Nuno Júdice, que llevó al público a “una tarde de domingo en Central Park”, al tiempo que un auto con altavoces circulaba lentamente por la calle al lado de la iglesia, anunciando algún producto. También al fondo se escuchaban los cohetones por alguna celebración local. 

A pesar de las interrupciones, los lugareños que pasaban prestaron más atención a la voz de los poetas. Algunos se asomaron desde el quicio de sus puertas, entre las olas de teja y los muros de colores blanco y rojo quemado. 

Los versos de Philippe Delaveu en francés, en honor a Johan Sebastian Bach, se entremezclaron con el español castizo de las españolas Amalia Bautista y Beatriz Russo. La primera transportó a los presentes a Madrid y a la “primavera en la calle de Serrano”, en tanto que la segunda se fue por el lado místico a través del poema inédito “De cómo Santa Teresa se convirtió en lluvia”. El peruano Antonio Cisneros, ya entrado en años, corrió como niño para ganar el turno en la mesa. La mexicana Marianne Toussaint, quien ya había intentado varias veces pasar a leer, tuvo que esperar de nuevo. “Primero los de la tercera edad”, dijo divertido Cisneros. A su lado tomaron asiento el gallego Miguel Anxo Fernán Vello y el belga Stefaan van den Bremt. Miguel Anxo inició la ronda haciendo una apología del idioma gallego: Es hijo del latín, hermano del español y padre del portugués. De inmediato, Lêdo Ivo se inconformó y gritó desde las filas de atrás: Es hermano del portugués. 

Continuó Van den Bremt, quien recitó en flamenco y español su América post-factum: América es el océano que confiesa ser finito/…América es el huevo revuelto de Colón/…América son quinientos años de soledad/…América será siempre mañana. Cisneros expresó un “buenas noches” al que todos, junto con el sol, contestaron con una carcajada. 

Bueno, soy hombre del futuro, aclaró el peruano, para después obsequiar un poema acerca de la muerte y dar una serie de consejos para perfeccionarse en las artes amatorias: Hacer el amor es difícil/ pero se aprende. 

Por fin Marianne Toussaint pudo ganar su lugar en la mesa, junto con el luxemburgués de origen italiano Jean Portante (¿Cómo morder un fruto/ sin saber hacia dónde se inclina la angustia?) y el quebequense Marc André Brouillette con un poema sobre el color azul. Y azul era el chal que cubría los hombros de Marianne mientras recitaba La respuesta de Dios: La espalda de uno/ es como la respuesta de Dios. 

Ese momento, entre místico y erótico, se vio interrumpido por las bocinas del tráfico en la calle contigua (¿tráfico en Pátzcuaro?). Pero el ruido no detuvo al mexicano Diego José, avecindado en Pachuca, ni al belga Roland Jooris, asistido en su lectura por el chilango Hernán Bravo Varela, ni al sinaloense Mario Bojórquez. 

A pesar de lo largo del maratón, nadie parecía cansado aún, y escucharon con el mismo placer y atención a toda la procesión que continuó acercándose al altar de la musa Calíope: Daniel Rondoni, quien leyó en “itañol”; el costarricense Norberto Salinas; el quebequense Émile Martel, traductor de Sor Juana, Jaime Sabines y Hugo Gutiérrez Vega al francés; el chileno  

Eduardo Llanos Melussa y sus invectivas contra los tiranos; la colombiana Lucía Estrada y su compatriota Juan Manuel Roca con su “Poema invadido por romanos”, y el venezolano Adhely Rivero, y el cubano Alex Feites, y el catalán Jordi Villalonga (“La muerte no es la muerte/ es un muerto que habita en algo vivo,/ como un ojo en el salitre de la puerta”).  

Para cerrar el maratón, el quebequense Berard Pozier fue recibido con el grito-gracejo de alguno de los presentes: ¡Recibamos al poeta más guapo del mundo!, y con una sonrisa cómplice, Pozier inició su lectura:

Cada poeta del mundo/

se molesta por no ser/

el más guapo,/

el más agudo/

y el mejor poeta del mundo….

Todos rieron para terminar la liturgia en honor de Lêdo Ivo y de la grandeza inabarcable de la poesía. 

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