Cecilia Loría por Clara Scherer

 

Las que se van, pero se quedan 

Clara Scherer 

Excélsior

12-Dic-2008  

Un día de sol embriagador, se dio cuenta del tamaño exacto de su insensatez. Había terminado la carrera, terminado un amor sin futuro, y decidió nunca más seguir senderos pisoteados. Empezó por pensar qué era lo que andaba mal en esta vida y se percató de que el orden no respondía a la justicia. Así que, sin más ni más, decidió que quería cambiar al mundo. Sí, así de grande era su amor a la vida. Y así de enorme fue su sufrimiento por dejarla. Y así de honda es la pena que embarga a quienes tuvimos la dicha de conocerla. 

La recuerdo. En especial, con esa sonrisa renovada cada amanecer, puesta en su lugar a las siete en punto de la mañana, disponiéndose a dar otro empujoncito para avanzar un pasito, ya sea desde el movimiento, desde el Consejo, desde una oficina o en el café con las amigas. Todo el día, sin descanso y sin enojo. Ella era pura alegría de vivir. Una vida buena, una vida que ella había escogido, la que ella quería y a la que se abrazaba con todo su ser. Desde que la conocí, trabajaba infatigable en favor de los derechos de las mujeres. No quería la felicidad para ella sola, la buscaba para todas y eso equivale a decir para todos. Corría de un lugar a otro, de una reunión a otra, de un hijo a otra hija, de un consuelo a un apoyo solidario, a una protesta, a la carta abierta, a las abajo firmantes. 

Vino desde Querétaro, donde fue educada por monjas y, a pesar de ello, aprendió a pensar por su cuenta, a arriesgarse por cuenta de otras, a vivirse sin cuentos. Apoyada en su madre, con la compañía de su padre, rodeada del cariño fraternal, cuidó a sus cinco orgullos, cuatro varones y la Cucuy, su única hija, amparándolos por siempre en su amor, con el que aprendieron a soñar, hablar y caminar. Carlos, su compañero, el más amante, intentó endulzar hasta su último suspiro. Y sabemos que lo consiguió. 

A pesar de las inclemencias por sostener sus ideas, fue generosa con quienes no compartieron exacta y puntualmente su perspectiva. Sabía que los rencores envenenan el alma y, por eso, los tiraba en el primer bote dispuesto para ello: la confidencia discreta. Supo aquilatar el valor de la amistad por encima de las rencillas, los rencores, los sinsabores que dejan siempre los desencuentros. Dispuesta a estrechar la mano de quien la necesitara, dispuesta a ceder sólo en aquello que aligerara la pena y el dolor del otro, de la otra. Por mujeres como ella, muchas disfrutamos de amores sensatos y creo que, a veces, hasta de energía suficiente para soportar el desamor de los insensatos. 

Una de sus mágicas cualidades fue saber escuchar. Oía relatos interminables, pensando cómo hacer para acompañar, para decir la frase exacta y en el momento preciso, sintiendo el dolor, la alegría, la esperanza de su interlocutor. Rara cualidad en estos tiempos de prisas y enredos. Aquilataba el valor de las palabras y siempre cumplió la suya. Una sabía que, con ella, la alegría volvía con calma, despacio, sonriente y amable. 

En Gem, Grupo de Educación para Mujeres, en Causa Ciudadana, en Milenio Feminista, en el Consejo Nacional para la Mujer, en Indesol, dejó huella su ligero y transparente andar. Intentando lo imposible, hacer realidad la quimera de que quienes tienen el poder lo compartan serenamente, construyó miles de puentes para entablar diálogos, encontrar, si no amigos, por lo menos personas dispuestas a dejar la enemistad para otros tiempos y hacer aliados fue su especialidad. 

A pesar de que cada día de sus últimos años se fue nublando debido al dolor ocasionado por la enfermedad, sus ojos estaban puestos en las mismas causas que dieron aliento a su vida. Enterada de las noticias, preocupada por los afanes de sus querencias, buscó serenar los adioses con besos y caricias. Su compañía es una luz intensa en mi vida y, como mi querida maestra Graciela Hierro, se fue, pero están conmigo. Son dos entrañables compañeras, por las que vale la pena estar en este mundo. Gracias mil, Ceci Loría.

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