Miguel Hidalgo y Costilla; Excomulgado

Invisibilizar la excomunión

de Miguel Hidalgo 

Carlos Martínez García 

 

La Jornada 

La excomunión fue el último peldaño de un largo y cruento proceso estigmatizador. La jerarquía de la Iglesia católica novohispana trató con especial saña al sublevado Miguel Hidalgo y Costilla. Ahora, como hace dos años, la cúpula eclesiástica exige que la historia sea confeccionada a su gusto, porque, según el liderazgo clerical, Hidalgo y Morelos murieron reconciliados con la Iglesia que los excomulgó. 

En 2007 la Cámara de Diputados crea una comision inútil y absurda. La conformaron para solicitar que la Iglesia católica levantara la pena de excomunión al padre Miguel Hidalgo y Costilla. Sin proponérselo –¿o si?–, la solicitud se prestó para lavar la cara a la institución que echó mano de todos sus poderes para declarar hereje a quien inició el movimiento de Independencia en México. 

En aquel entonces y con rapidez Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, dio instrucciones para que súbitamente se forjara una Comisión Histórica de la Arquidiócesis de México para revisar los expedientes excomulgatorios que pesaron contra los sacerdotes Miguel Hidalgo, José María Morelos y Pavón, entre otros que se enrolaron en la lucha independentista. 

Fue entonces que el 18 de octubre de 2007, con inusitada celeridad, la tal comisión presentó sus conclusiones. Gustavo Watson (responsable de los archivos históricos de la Basílica de Guadalupe y de la arquidiócesis) sentenció: “No se conocía muy bien el dictamen del caso, o no hubo difusión muy grande, pero ahora es el tiempo [ojo: nada más se tardaron dos siglos para saber cuándo era el momento oportuno, CMG] de sacar todas estas cosas que ya han sido publicadas. Que Hidalgo sí fue excomulgado, pero se le levantó esa excomunión en el momento mismo que se confesó y se arrepintió, y eso lo podemos afirmar porque nosotros tenemos el dictamen”. 

Si Hidalgo se arrepintió entonces significa que, desde la óptica excomulgatoria, la descalificación que de sus ideales y lucha independentistas hizo la Iglesia católica fue correcta. Porque el arrepentido, lógica clerical dixit, fue Hidalgo, no la casta sacerdotal que le impuso el castigo. Lo cual significa que todas y cada una de las acusaciones vertidas con saña en contra de él siguen vigentes. Elemental, mi querido (Gustavo) Watson, diría Sherlock Holmes. 

No está de más recordar que Miguel Hidalgo padeció tanto un proceso militar como uno inquisitorial. Fue acusado de enemigo del régimen político y juzgado como hereje por la Iglesia católica romana. A los malabares interpretativos de Watson y el vocero de la arquidiócesis de México, Hugo Valdemar, quien hace pocos días solicitó que en los libros de texto se diga que Hidalgo murió en el seno de la Iglesia católica, solamente hay que poner enfrente la abundante documentación que demuestra la persecución que desató la jerarquía católica de la época contra el insurrecto mayor, Miguel Hidalgo y Costilla. 

El conglomerado político/religioso de la Nueva España desató toda su maquinaria para darle una condena ejemplar al cura que en la madrugada del 16 de septiembre de 1810 convocó al levantamiento del pueblo.

Pocas semanas después del llamado popular hecho por Hidalgo, la Inquisición cita al rebelde para que comparezca ante ella. En un edicto, que fue mandado fijar en las iglesias, se le considera depravado, desviado doctrinalmente, fornicario, soberbio, libertino, infiel, hipócrita, inicuo, enemigo de Dios, monstruo, apóstata, padrote (“hicisteis pacto con vuestra manceba de que os buscase mujeres para fornicar, y que para lo mismo le buscaríais a ella hombres”) y, ¡horror!, luterano: “Adoptáis la doctrina de Lutero en orden a la divina Eucaristía, y confesión auricular, negando la autenticidad de la Epístola de San Pablo a los de Corinto, y asegurando que la doctrina del Evangelio de este sacramento está mal entendida, en cuanto a que creemos la existencia de Jesucristo en él”. Es decir, según sus juzgadores, Hidalgo no creía en la transustanciación, no compartía que en la comunión estuviese realmente la sangre y el cuerpo de Cristo. 

Hidalgo compareció ante la Inquisición después de que fue apresado (21 de marzo de 1811). A varios de sus compañeros civiles de insurrección los fusilaron antes que a él. 

La condición sacerdotal de Miguel Hidalgo y Costilla hizo necesario, para poder enviarlo al paredón, que primero se le retiraran los hábitos clericales. Esto lo hizo con mucho gusto la Inquisición, que lo excomulgó y puso en manos de la justicia civil, justicia que a su vez estaba supeditada a las autoridades eclesiásticas. Previa excomunión, Hidalgo fue enviado a las mazmorras, de las que era sacado nada más para hacerlo comparecer ante sus jueces eclesiásticos, los que le sometieron a jornadas infamantes. 

Antes de su fusilamiento (a las siete de la mañana del 30 de julio de 1811), le fue leída la pena de excomunión, algunas fuentes dicen que fue emitida por el propio papa Pío VII, y uno de cuyos fragmentos dice: “Lo excomulgamos, lo anatematizamos y lo secuestramos de los umbrales de la Iglesia del Dios omnipotente para que pueda ser atormentado por eternos y tremendos sufrimientos, juntamente con Datán y Avirán… Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga, y que el cielo con todos los poderes que hay en él se subleven contra él, lo maldigan y lo condenen. ¡Así sea! Amén”. 

Después de la ejecución su cuerpo fue exhibido en la plaza pública; por la tarde cercenaron la cabeza del cuerpo, la pusieron en una caja con sal, y la enviaron para que fuera colgada, junto con las de Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. 

Sus inquisidores obligaron al padre Hidalgo a estampar su firma en una retractación de sus errores. Ésa es la base que hoy usan Gustavo Watson y Hugo Valdemar para asegurar que el reo murió reconciliado con la Iglesia. La abjuración le fue arrancada mediante torturas y anatemas. 

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