Los debates sobre la identidad
nacional
Jorge Durand
Los ilegales, indocumentados, sudacas”, san papiers y demás “lacras de la sociedad” (racaille), como dijera en alguna ocasión el ahora presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, se han convertido en un nuevo factor político en las naciones de acogida. Aquellos que abandonaban su país en vez de sumarse a la protesta, la huelga o la militancia política; aquellos individualistas que sólo veían por sus propios intereses; aquellos que se iban de su tierra y “votaban con los pies” ahora son un nuevo actor político en los lugares de destino. Un nuevo fenómeno sociopolítico, algo que no fue previsto por los politólogos y menos aún por los teóricos de los “nuevos movimientos sociales”.
En Francia, en 2005, decenas de miles de jóvenes inmigrantes de primera y segunda generaciones salieron a las calles a protestar por la represión policiaca, la falta de oportunidades, la exclusión, las carencias de siempre. La revuelta urbana o juvenil, como fue calificada en un primer momento, se prolongó por varios días y se extendió a varias ciudades de Francia y Europa. Fue una movilización violenta, agresiva y belicosa, que puso en evidencia el fracaso de la política francesa de asimilación y control de la población migrante. Muy especialmente de la segunda generación, que al mismo tiempo que cuentan con los derechos plenos de los franceses, son excluidos y marginados.
Al parecer los políticos franceses han tomado conciencia del fracaso de sus políticas de integración, que a lo largo de décadas trataban de mitigar los conflictos con una táctica que consistía en “aceitar” los puntos conflictivos de los sectores considerados como problemáticos, por medio de una miríada de educadores, servidores sociales, intermediarios y demás funcionarios. Tampoco dio resultado la cooptación de líderes populares magrebíes y dirigentes barriales, como medida de control político y ascenso social. Todo esto terminó por desilusionar a una juventud excluida, sin oportunidades y sin trabajo, que en cualquier momento puede responder de manera violenta e incontrolable.
El gobierno de derecha, en un intento por quitarle al Frente Nacional la bandera nacionalista, creó un nuevo ministerio, llamado de
La iniciativa política se completó con un amplio debate sobre la identidad nacional. Debate que prácticamente llegó a nada o a más de lo mismo, que lo esencial de la identidad francesa son los valores republicanos de siempre: libertad, igualdad, fraternidad.
Del debate por la identidad nacional se pasó al tema de la identidad facial y volvió a salir el viejo asunto del velo tchador que utilizan las mujeres musulmanas y, peor aún, el de la burka, que les cubre el rostro completamente. La identidad finalmente consiste en llevar la cara descubierta, para poder ser identificado y tener acceso a servicios sociales o cualquier trámite burocrático. Y un tema que implica a una centena de personas, muchas de ellas visitantes, esposas de los grandes jeques árabes, pasó a ser problema nacional. Y para ser republicanos, ahora resulta que llevar pasamontañas en una manifestación política puede ser motivo de cárcel. Políticamente, resultaba mucho más redituable debatir sobre la identidad nacional, que de la inmigración, la integración o los otros grandes problemas nacionales.
Por su parte, en Estados Unidos, el tema de la identidad nacional fue ampliamente debatido en el medio académico, con la publicación del último libro de Huntington, que precisamente se pregunta por la identidad de los estadunidenses. Y aquellos, que según Huntington debían “soñar el sueño americano en inglés” o irse del país, le tomaron la palabra y dijeron que querían ser ciudadanos, con plenos derechos y obligaciones. Y en 2006, salieron a la calle entre 4 y 5 millones de personas para protestar por una propuesta de ley migratoria que los excluía y criminalizaba. Inmigrantes de todas las nacionalidades se lanzaron a la calle exigiendo que se les incluyera, que se les dejara ser estadunidenses con plenos derechos y obligaciones.
Las manifestaciones de protesta siguen dándose en diferentes partes del mundo. En Dubai, donde los proyectos inmobiliarios parecían no tener fin, los trabajadores migrantes que construían ese supuesto paraíso terrenal, terminaron por hartarse y reconocer su identidad como trabajadores, como obreros y reclamaron mejoras salariales. Las manifestaciones fueron violentas y hubo también represión y obviamente deportación.
Pero ha sido en el sur de Italia donde las cosas se han puesto de peor color. Dos migrantes fueron heridos por disparos de desconocidos y el incidente fue el detonador de una violencia inusitada, por parte de humildes, discretos y modestos trabajadores agrícolas. Hartos de los malos tratos, de condiciones de vivienda pésimas y de bajísimos salarios, los migrantes salieron a la calle y protestaron violentamente. La situación llegó a tal límite que cerca de mil trabajadores tuvieron que ser desalojados de la zona, para evitar el enfrentamiento con la población. Luego, cerca de la mitad fueron deportados por no tener papeles. Y los dos heridos fueron considerados como refugiados por el gobierno italiano. La asonada ha sido una primera llamada de atención, donde se ha puesto de manifiesto que la xenofobia, no siempre encuentra cabezas bajas y hombros anchos que resisten, a toda prueba, injurias y malos tratos.
Los migrantes del siglo XXI son muy semejantes a aquellos pobres campesinos italianos que fueron a vivir a las grandes ciudades de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Eran la clase trabajadora y desposeída de siempre, los excluidos de un sistema social próspero y moderno que empezaron a reclamar sus derechos y reconocer su identidad como trabajadores, más allá de razas, religiones o nacionalidades.