«Trabajar para morir»

Trabajar para morir

Matteo Dean

 

Siempre hay algún colega de oficina que, al quejarse de su trabajo, reivindica que no estaría viviendo para trabajar sino, al contrario, trabajaría para vivir. Nada más y nada menos.

Un buen consuelo para muchos, pero no para los 24 dependientes de France Telecom, que desde febrero de 2008 han preferido terminar con su vida debido, aparentemente, a sobrecargas de trabajo y management del terror. Éstas, según las palabras en la carta dejada a su familia por el último de los suicidas de la empresa paraestatal francesa. Otro trabajador, inscrito y con un cargo en el sindicato, afirma que desde hace tiempo no existen promociones, nos mueven de un lugar a otro sin formación y sin tener en cuenta nuestras trayectorias profesionales y, finalmente, se imponen ritmos imposibles.

Sólo estas afirmaciones, declaradas bajo el auspicio del anonimato por un cuadro medio del debilitado sindicato de France Telecom, darían para escribir libros enteros. Es preciso subrayar que dicha empresa, desde hace meses, ha promovido un agresivo plan de restructuración interna, que ha conllevado no sólo cuantiosos despidos de trabajadores, sino precisamente una reorganización que ha orillado a miles de cuadros medios y altos de la compañía –entonces, dirigentes y no simples obreros– a desplazarse de un puesto a otro en breve tiempo y con elevada frecuencia. Ejemplar el caso de varias decenas de dirigentes, que de sus oficinas fueron enviados a cubrir puestos de ventas en las subsidiarias de France Telecom. Frente a la cadena de suicidios la empresa decidió en días pasados suspender hasta final de año el plan de restructuración interno y remover al número dos de la dirección, el llamado cost killer, Louis Pierre Wenes. Didier Lombard, actual dirigente de France Telecom, quien se tuvo que disculpar por haberse burlado de la moda de los suicidios, queda en su lugar. A ver hasta cuando.

Los problemas, sin embargo, serán difíciles de resolver con los cambios en la dirección empresarial o simplemente endulzando la píldora de la nueva política empresarial. Estamos aquí frente a otras cuestiones más apremiantes, aunque más complejas y de fondo. Más allá del caso específico, situaciones como las que están sucediendo en Francia nos hablan claramente de algunos efectos de la crisis económica, del fracaso del mal copiado modelo de producción japonés, de la pérdida de seguridad debida a la precariedad, la creciente competitividad y la privatización del servicio público, y, más en general, del fracaso rotundo del actual modelo laboral neoliberal.

La actual crisis económica se está midiendo sobre la piel de la llamada clase media, es decir, ese sector dedicado, en el mejor de los casos, a gestionar desde los puestos medianos del mando global la economía capitalista. Para quienes están abajo, más abajo, la crisis es y ha sido siempre una constante. Ninguna novedad. De la misma manera, para quienes están arriba, al mando real, ésta es cosa ajena y nunca les tocará. Para la clase media, al contrario, representa una relativa novedad, de fuerte impacto, tanto económico como anímico, al cual no siempre hay manera de responder. Por otro lado, si una de las victorias del capital frente al trabajo ha sido justamente anular el natural conflicto entre patrón y trabajador introduciendo conceptual y materialmente la equivalencia toyotista-empresa igual familia en el modelo europeo, al menos las empresas no han podido y sabido introducir también otras medidas de protección de sus hijos. Así las cosas, los trabajadores-hijos, llamados no sólo a realizar el trabajo material sino sobre todo a medirse con las ideas, la capacidad de innovación y de propuesta (trabajo inmaterial), frente a las restructuraciones que los atropellan se encuentran absolutamente desamparados. Al mismo tiempo, las reformas neoliberales de los modelos productivos y, por ende, laborales, fruto de la derrota momentánea del trabajo frente al capital, han provocado inseguridad y precariedad (léase: flexibilidad, temporalidad contractual, anulación/privatización del estado social, etcétera). Todo lo anterior en un contexto de creciente competitividad económica que los empresarios no han pensado dos veces en cargar a los trabajadores (ya sea mediante bonos, premios o, simplemente, en los esquemas contractuales previstos por las subcontrataciones). A lo anterior, como marco general, es urgente añadir que todo ha sucedido y sigue ocurriendo en un esquema de privatización de los servicios públicos, que no es otra cosa que depositar y entregar la gestión de los mismos a la lógica empresarial privada, es decir, la ganancia y sólo ésta.

Finalmente, hablar de fracaso integral del modelo neoliberal es cosa compleja. Baste decir aquí que este fracaso se mide en la incapacidad de generar bienestar generalizado y, al contrario, producir muerte, ya sea a través de la guerra, el hambre, pero también mediante la desesperación y el miedo. Sin duda, pero el neoliberalismo –o su versión actual, en crisis, pero con amplias posibilidades de supervivencia– tiene la posibilidad de ganar definitivamente la batalla final: el control biopolítico de la sociedad. Sólo una renovada capacidad, intención, deseo y esperanza de rebelión, aunque sea simplemente frente al jefe de la oficina, podrá desmentir esa temible posibilidad.

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