La grandeza del estado de Chiapas

El tatic de Chiapas

Miguel León-Portilla

La Jornada

 

 Comenzaré recordando algunos de los atributos naturales y culturales de Chiapas, donde el tatic Samuel Ruiz laboró incansable durante cerca de 40 años. Chiapas, con algo más de 74 mil kilómetros cuadrados –aproximadamente la extensión de Austria– y cerca de 250 kilómetros de costas en el Pacífico, posee una geografía variada y abundante en recursos: tierras altas, mesetas, bosques, selvas y planicies costeras, grandes ríos como el Grijalva, Mezcalapa, Usumacinta, Santo Domingo y también no pocos lagos, como los de Montebello. Chiapas y Tabasco son los estados más lluviosos de México. Entre sus recursos sobresalen la madera de sus bosques, las plantaciones de cacao, café y maíz. En sus pastizales prolifera el ganado.

 

Posee petróleo, gas natural, azufre, en tanto que sus aguas a lo largo de sus litorales, sus lagos y ríos son ricas en pesca. Un moderno y muy grande sistema de presas –Malpaso, La Angostura, Nezahualcóyotl y Chicoasen– hace que hoy Chiapas sea el primer productor de energía eléctrica en el país. Y debe notarse de entrada que esto poco aprovecha a la mayoría de cerca de millón y medio de indígenas que carecen de electricidad y de agua potable.

 

Recordemos que desde hace muchos siglos, Chiapas fue escenario de un gran desarrollo cultural. Habitada principalmente por grupos mayenses –choles, lacandones, tzotziles, tzeltales, tojolabales, canjobales, mames y otros– así como por zoques y gente de origen nahua-pipil, fue tierra donde, desde el periodo preclásico anterior a la era cristiana, hasta la Conquista, floreció esplendente el universo cultural maya. Testigos de ello son las estelas de Izapa y Chiapa de Corzo, y de siglos posteriores los extraordinarios asentamientos de Yaxchilán, Toniná, Chilón, Bonampak y Palenque, entre otros.

 

Pero en esta tierra de tantas maravillas, en el siglo XVI incursionaron Pedro de Alvarado, Luis Marín y Diego Mazariegos, a los cuales los pueblos originarios se opusieron a tal grado que los conocidos como “indios chiapas”, tras heroica resistencia, prefirieron despeñarse en el cañón del Sumidero antes que someterse a los conquistadores.

 

En 1545 llegó a Chiapas como obispo fray Bartolomé de las Casas. Contempló ahí cómo en ese paraíso de luz y calor, subsistían los indios sojuzgados y sometidos en las encomiendas. Las Casas actuó con vehemencia, defendió a los indios, se enfrentó a los encomenderos, denunció ante el emperador Carlos V el drama que ahí se vivía. Pero no obstante que luchó por ellos hasta su propia muerte, en 1566, la explotación y la consiguiente miseria perduraron.

 

Cerca de cuatro siglos después otro obispo, Samuel Ruiz García llegó también a Chiapas y pudo percatarse de que, no obstante que México había alcanzado su independencia y no obstante la reforma liberal y la Revolución de 1910, la situación de los indios poco o nada había cambiado. Para él, que había estudiado en Roma y tenía muy buena preparación teológica y en general académica, fue un choque lo que contemplaba. Le llevó tiempo enterarse cabalmente de lo que ocurría. Tristes símbolos de ello eran los indios que, al encontrarse en la calle con los ladinos y los coletos, bajaban de la banqueta para que éstos pasaran muy cómodos y también ver en los caminos a mujeres indígenas encorvadas con pesadas cargas a la espalda.

 

Conocí a don Samuel y con él hablé en algunas ocasiones y también en otras muchas oí hablar acerca de él. Unos, como el antropólogo de origen maya Alfonso Villa Rojas, que había trabajado en el Centro Indigenista de San Cristóbal de las Casas, me dijo varias veces que nunca se había imaginado que un obispo fuera como don Samuel. Me decía: “fíjese, pienso que se parece a fray Bartolomé de Las Casas”. Por mi parte, añadiré que, al verlo, me pareció hombre alejado de cualquier arrogancia, inteligente y bondadoso. Al padre Las Casas lo aborrecieron los encomenderos y al tatic también lo detestaron los finqueros, los ricos y muchos políticos que no querían que les “agitaran las aguas”.

 

Pienso que don Samuel, al que los tzotziles y otros llamaban ya tatic, padre, hizo suyos dos principios claves que normaron su actuar. Uno fue que había que liberar a los indios de las injusticias acumuladas por siglos y exigir respeto a sus derechos. Y por cierto que tiempo después sus demandas coincidieron en gran parte con lo que fueron reclamos de los zapatistas en las discusiones que llevaron a los acuerdos de San Andrés Larráinzar. El tatic, como lo había hecho cuatro siglos antes fray Bartolomé, alzó muchas veces su voz, haciendo denuncias, aunque con ello perturbara a no pocos potentados, políticos, clérigos y al Vaticano mismo.

 

El otro principio clave, expuesto con claridad por él mismo, consistió en reconocer que, si como obispo, tenía que entregarse a la evangelización de los indios, debía emprenderla no ya imponiendo ni menos atentando contra la cultura indígena. Así habían actuado muchos frailes desde el siglo XVI. Don Samuel se propuso entonces, y en ello tuvo seguidores, adaptar el cristianismo a la cultura indígena, y no al revés, destruyéndola e imponiendo lo que le era ajeno. Desde luego que esto, en tanto que aceptado y reconocido por algunos religiosos, como sus amigos el dominico Miguel Concha y el jesuita Eugenio Maurer, perturbó a otros, desde curas y obispos hasta llegar al nuncio del Papa y a la curia Vaticana.

El tatic participó en todas las sesiones del Concilio Vaticano II, allá por 1962, convocado por Juan XXIII. En él, entre otros asuntos, se discutió ampliamente sobre las formas de evangelización de los pueblos de culturas distintas de la occidental. El principio del respeto y lo que se llamó “la inculturación” del cristianismo en los usos, costumbres y visión del mundo de los pueblos originarios de América Latina, África y Asia, comenzó entonces a abrirse camino; don Samuel ahondó en ello y, así como defendía los derechos de los indios, adoptó una nueva forma de actuar. Antes que cualquier otra cosa buscó y logró la participación en la acción evangelizadora de hombres y mujeres descendientes de los pueblos originarios: instauró la formación de diáconos indígenas; propició el empleo en las iglesias de las lenguas nativas, no sólo en los oficios religiosos sino también en traducciones de la Biblia. Sin ambages reconoció el valor de muchos de los símbolos indígenas ancestrales. Él mismo conoció y habló tzotzil, tzeltal y tojolabal.

 

Todo esto –la lucha por los derechos indígenas y la nueva forma de presentarles el cristianismo– molestó a muchos. Y cuando el primero de enero de 1994 ocurrió el alzamiento zapatista, el tatic, lejos de permanecer pasivo, se aprestó con valentía para encontrarle solución. Ante todo actuó para impedir el derramamiento de sangre. En tal empeño formó parte del grupo mediador entre los zapatistas y el gobierno federal, al lado de hombres como Pablo González Casanova, Gonzalo Ituarte, Juan Bañuelos y Concepción Calvillo viuda de Nava. Su participación, siempre atenta a las demandas indígenas –autonomía, restitución de territorios ancestrales, representación en las cámaras, respeto y apoyo al uso de sus lenguas…– no sólo influyó sino que fue decisiva.

 

Además de denuncias y exigencias en pro de los indios, dio apoyo y protección a los refugiados nativos de Guatemala que huían de la persecución gubernamental de ese país. También levantó la voz cuando ocurrió la matanza en Acteal. Todo esto incrementó el disgusto y rencor de sus adversarios. El ya mencionado Miguel Concha recuerda que don Samuel recibió amenazas de muerte en varias ocasiones, al grado tal que incluso autoridades que lejos estaban de simpatizar con él, como el gobernador de Chiapas Patrocinio González Garrido, ordenaron su protección.

 

Hoy, al evocar la muerte del tatic, acaecida el 24 de enero de este año, podemos afirmar que, con su pensamiento y acción, ha dejado profunda huella no sólo en Chiapas sino en México entero, en América Latina y en otros lugares del mundo. Al difundirse la noticia de su fallecimiento las reacciones de inmediato se dejaron sentir. No sólo sus hijos tzotziles, tzeltales y los demás nativos chiapanecos, sino también incontables académicos –principalmente antropólogos, sociólogos y periodistas– y aún políticos de casi todas los partidos, incluso de aquellos que en ocasiones lo difamaron acusándolo de cómplice en el levantamiento zapatista, en fin, la sociedad civil, han lamentado públicamente su muerte. Numerosos artículos y esquelas en diversos medios de comunicación dan testimonio de ello.

 

Y si esto es en verdad elocuente, hay algo más que debe ponerse de relieve. El tatic, como lo había hecho fray Bartolomé de Las Casas, ha dejado un legado perdurable. Ambos, como defensores de los indios, actuaron sin reposo y diseñaron formas de proceder para lograr la defensa de sus derechos. Y también como cristianos verdaderos, expresaron público rechazo a las imposiciones y abrieron caminos para “inculturar” su mensaje en el ser de los pueblos originarios. Si Chiapas posee grandes atributos naturales y culturales, su riqueza incluye también, y de modo muy especial, la presencia y acción de hombres como Bartolomé de Las Casas y Samuel Ruiz. La memoria de sus personas, ideas y actuación es ya parte de la historia de Chiapas y también de México, América Latina y otros muchos ámbitos de cultura.

 

Quiero concluir esta mínima recordación del tatic aplicándole las palabras con que los antiguos sabios nahuas describían al tlamcazqui Quetzalcóatl, el sacerdote cuyo título evocaba a dicha deidad, conservadas en el Códice florentino entre los textos que reunió fray Bernardino de Sahagún:

 

Aún cuando fuera pobre,/ aún cuando su madre y su padre/ fueran los pobres de los pobres,/ no se veía su linaje,/ sólo se atendía a su género de vida,/ a la pureza de su corazón,/ a su corazón bueno y humano,/ a su corazón firme./ Se decía que tenía a Dios en su corazón,/ que era sabio en las cosas de Dios.

 

Creyente como fue el tatic, podemos afirmar que fue él un yolteotl, tuvo a Dios en su corazón, fue bueno y humano.

 

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