Estamos llegando porfin al término de la «democracia»

Democracia moribunda

Héctor Barragán Valencia

hector_barragan@hotmail.com

La democracia en México (y el mundo) parece acercarse a su fin: su desprestigio es tan grande como el del régimen priísta. Los cargos públicos se usan, como antes, para enriquecer a quienes los detentan, pues la falta de rendición de cuentas genera tal corrupción como en el viejo sistema. Los políticos no responden a los electores sino a sus partidos y a los poderes fácticos, es decir, hay una crisis de representatividad, porque el ciudadano no influye en las decisiones públicas. Por último, los resultados de la democracia son pobrísimos: el Estado es tan débil para recabar impuestos que los servicios públicos son raquíticos y de mala calidad. El país está sometido al poder del capital que le impone todo tipo de condiciones.

El resultado de este orden de cosas es un creciente malestar, efecto de la desigualdad resultante. Montesquieu, en El espíritu de las leyes, dice que “la democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo”. Cabe precisar que la desigualdad extrema no llevó a la aristocracia sino a la plutocracia, o sea, al gobierno de los ricos.

Cuando el gran capital o los mercados, como se le llama en la jerga económica, gobierna el mundo, su objetivo es obtener la mayor ganancia posible a costa de debilitar las funciones tradicionales del Estado democrático, que son la solidaridad y la distribución de la renta para construir infraestructura, invertir en salud, educación, pensiones, seguro de desempleo, etcétera.

Y un Estado democrático débil, despojado de su función de garante del bienestar social, deja de ser eficaz. Es así como pierde legitimidad. En la medida que el Estado democrático deja de cumplir su función y se convierte en un régimen gobernado por los muy ricos muere la democracia y da paso a la plutocracia. He aquí el origen del descontento nacional y mundial que siembra la semilla del populismo y del fascismo. Por eso vemos cómo la inseguridad social engendra odio al extraño y propicia criminalidad; refuerza el nacionalismo, propaga el proteccionismo y fomenta los fanatismos. Se refuerza el temor, que a su vez induce a poner énfasis en la seguridad a costa de la libertad, de la pluralidad y la diversidad. Languidecen los valores de libertad, igualdad, fraternidad, que dieron vida al mundo occidental.

¿Estamos ante una crisis terminal de la democracia capitalista?

Es posible si no reforzamos los mecanismos de gobierno global para regular al gran capital y revertimos la gran desigualdad e inseguridad social que lo acompaña, y que conduce a la disolución de los valores democráticos. En suma, salvar a la democracia pasa por distribuir la renta, gravando al más rico, y la rendición de cuentas de las elites.

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