La ley de la vejez
Alfredo Fressia
Cumplí sesenta años, y en Brasil, por ley, pasé a ser idoso, es decir, “persona de la tercera edad”, o más simplemente, viejo. La tal ley de la vejez (Estatuto do idoso) reglamenta una disposición constitucional de 1989 que da algunos privilegios a los ancianos (sic). Para empezar, se definió la edad –sesenta años– a partir de la cual se es idoso. Desgraciadamente los privilegios son pocos en la práctica, cosas como no hacer más colas en bancos o en supermercados, tener derecho a un geriatra en Salud Pública (cuando hay Salud Pública y geriatras), y poco más.
El resto es la catástrofe de siempre, y no sólo en América Latina. Durante algunos años enseñé La vejez,de Simone de Beauvoir, un libro espléndido que denuncia el abandono a que son sometidos los viejos. “Decir viejo y pobre es casi un pleonasmo”, decía Beauvoir, quien insistía en la hipocresía que rodeaba al tema, el discurso falsamente respetuoso y el real tratamiento dado a los viejos como a una escoria social de la que todo lo que se espera es la muerte (La vieillesse, 1970). A propósito, vaya una digresión y un tema de reflexión para el lector: ¿será impresión mía, que soy un ignaro en temas filosóficos, o será un hecho objetivo que, de la dupla Sartre-Beauvoir, es la segunda quien pasó de un papel casi satelital a un plano central, y continúa siendo leída cuando ya pocos leen a Sartre?
Volviendo a la vejez, acepto todos los argumentos de Beauvoir, pero me siento obligado a abrirle una ventana a la esperanza. Sin duda después de los cincuenta o los sesenta años el cuerpo ya no “responde” como en la juventud, y sin duda uno es más pobre y está más solo cuanto más viejo, pero confieso que me siento más leve, y hasta más libre hoy que durante la juventud. Después de la equívoca pero célebre “cierta edad” nadie nos exige nada, probablemente porque no esperan nada de nosotros. De los jóvenes “se espera” que, en su trabajo, sean buenos profesionales, que sean buenos cónyuges, si se casan, buenos padres, si tienen hijos, y hasta que sean buenos amantes, que también eso es exigido. Y no sólo los otros esperan y exigen, nosotros también nos exigimos, justamente en el momento en que todavía no sabemos si iniciamos el buen camino, si era esa la ruta, si realmente obedecimos a nuestra vocación, porque es durante el transcurso de la vida que esas cosas se verifican.
Todo está para ser hecho en la juventud, tenemos que construir nuestra propia biografía, y lo hacemos en la incertidumbre y la angustia, sin saber si el amor no podría ser otro, si realmente estamos a la altura de lo que buscamos, y hasta si no sería mejor recomenzar, como de hecho ocurre a veces. En la vejez, en cambio, les jeux sont faits, los dados están echados, se puede retocar o mejorar una biografía, sin duda, pero lo fundamental ya fue hecho, uno ya conoce en gran medida el destino que nos tocó o que construimos (eviten, quienes puedan, el viejo jansenismo), digamos que conocemos nuestros límites, nuestras miserias y nuestras grandezas. El verbo “cumplir”, de “cumplir años”, viene del latín complere, que es “llenar”, como quien llena los vacíos, es decir, hacer lo que era preciso. Y considerando los tiempos y el país (o el continente, o el mundo) que nos tocaron, uno siente una especie de alivio de haber sobrevivido, de haber creado una obra estética y haber llevado una vida digna, a pesar de las condiciones tantas veces desfavorables, duras, las heridas de la historia.
Sin duda hay matices, bastante delicados, en las distintas sociedades. En Brasil, un hombre de sesenta años es un anciano; en otras regiones latinoamericanas, por ejemplo en mi Uruguay natal, es sólo “un señor de cierta edad”, y resulta casi ofensivo oír que nos llamen “viejos”. Un ejemplo minúsculo: hace ya varios años que en Brasil me dan el asiento en el ómnibus y nunca vi que lo hicieran de mala voluntad. Es una imposición, sí, pero social, la sociedad lo exige. En Uruguay no puedo siquiera evaluar buenas o malas voluntades, porque simplemente nunca me ofrecieron el asiento. Las pirámides etarias, tan caras a los sociólogos, explican esos matices. Por lo demás, mencionaré otro de esos “detalles” (en el que no me hubiera fijado si una amiga de mi edad no me lo hubiera hecho notar): ser viejo es una cosa, ser vieja es otra. Tanto en Uruguay como en México o en Brasil se le concede a un viejo alguna dignidad, algo que ocurre con menos frecuencia y más precariamente en el caso de las mujeres. Un viejo o una vieja son (pueden ser) modos denigrantes de llamar a alguien, pero el segundo modo esconde otra antigüa discriminación, de género, ya no sólo de edad. Y esa discriminación de género reaparece, claro, en el universo gay. Ser un homosexual viejo es mucho más “imperdonable” que ser un homosexual joven. El segundo es un muchacho, o una muchacha, que puede llegar a cambiar sus comportamientos, cosas de juventud que la vida se encargará de arreglar. Ya en el primer caso, el del viejo, o la vieja, se trata de una persona inapelablemente viciosa. Son ficciones que la sociedad trata de imponernos, relatos que nos son endilgados y que, de viejos, vemos venir, de lejos, oh sí.
Hace un mes, o mes y medio, en San Pablo, iba distraído en el ómnibus, de pie. Cerca de mí estaba sentado un muchacho de unos veintitrés, veinticinco años, muy bello. Era imposible no mirarlo. Lo contemplaba por una mezcla de aburrimiento y admiración. Me cuidé de que no sintiera mi mirada como insistente, pero confieso que me entretenía, y me agradaba, claro, ver tanta belleza. Descuido fatal de este anciano. El muchacho se dio cuenta de mi mirada –¿sería lánguida– y no dudó en ofrecerme el asiento, como si entendiera que a mi edad yo estaba cansado y que mi mirada implicaba una exigencia social que se apresuró a cumplir.
Huelga decir que esa vez no acepté el asiento. Le dije, desdeñoso, que no se molestara, y me puse en el lado opuesto del corredor.