Octavio Paz y el misterio de la vocación

Octavio Paz y el misterio de la vocación

La Jornada Semanal

Por José María Espinasa

Entre los varios libros que el centenario de Paz ofreció a los lectores revisando la obra del gran escritor, uno reciente es curioso, un tanto anómalo y realmente muy interesante: El misterio de una vocación (Aguilar, México, 2016). Su autor, Ángel Gilberto Adame, abogado de formación y notario de profesión, nos ofrece una sucinta pero acuciosa investigación sobre algunos puntos de la biografía de Octavio Paz. No se trata de un libro de crítica literaria y sus afanes están lejos de ser exhaustivos, pero en cambio sí se quiere preciso y concluyente con relación a ciertos puntos a veces conflictivos –como el divorcio con Elena Garro o la renuncia o puesta a disposición en 1968 de su cargo de embajador en India.

El título me hizo pensar, cuando lo adquirí, en que se ocuparía de los años juveniles de Octavio Paz, en la década de los treinta, y aunque no se limita a esas fechas sí es ese período el más novedoso en su enfoque, secamente documental: nada que no tenga un documento que lo pruebe se consigna. A mí me gusta mucho más la posición reflexiva e interpretativa, aunque –y en el caso de Paz es frecuente– se comentan con frecuencia atropellos en contra del más obvio sentido común. Uno de los puntos que está lejos de ser agotado es el despertar vocacional de Paz y las relaciones con su generación en aquellos lejanos años de la postrevolución mexicana. Aun sabiendo que el tema es inagotable, pienso que la relación con los Contemporáneos aún tiene mucha tela de donde cortar y que la primera época como editor de revistas –de Barandal a El Hijo Pródigo– es otro tema que da para mucho.

Es precisamente en relación con esto último que el libro de Adame es inapreciable: de sus páginas se puede partir para una análisis más detallado de lo que significó ese período para Paz, y de cómo vivió la relación con sus estrictos contemporáneos, en la reconstrucción de una generación que se fragmentó y a la que ahora la crítica empieza a tratar de reconstruir. Sus amistades juveniles, su nacimiento a la escritura, las desgracias familiares, el amor con Elena Garro son, por más que se defienda la autonomía de la obra respecto a la biografía, seminales en la formación del carácter de un escritor que, visto en retrospectiva y en el marco de aquellos años marcados por el nacionalismo y con la sombra de la violencia aún presente, hoy se nos presenta como casi un milagro.

Para los biógrafos del poeta es evidente que el momento medular para ese milagro es su viaje a España, donde traba conocimiento de lo mejor de la cultura, no sólo de habla española sino del mundo, a la vez que amplía su perspectiva y su ambición como creador. México no terminará de agradecerle la manera en que abrió, primero desde lejos –casi treinta años fuera del país con regresos intermitentes– y luego ya entre nosotros, el horizonte reflexivo y creador de una nación fácilmente susceptible a la comodidad de la autosuficiencia provinciana.

Ese es otro tema de reflexión: qué pasó entre él y el exilio español después de que se acaba El Hijo Pródigo, ya que la relación, fundamental como mencioné, si bien nunca se rompe sí se enfría. Adame, como en una foto de familia, nos retrata a los amigos de Barandal, a sus compañeros de la preparatoria, nos describe documentalmente su paso por la Universidad, sus escarceos con la política, las relaciones familiares. Dos momentos son notables: la reconstrucción de la figura de José Juan Bosch, el amigo anarquista que, al suponerlo muerto, le llevó a escribir “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”, anécdota que había tomado casi visos de leyenda y que Adame baja a la prosaica realidad. Ni modo, ese es el trabajo del biógrafo.

El otro capítulo importante, aunque breve, es el dedicado a Rafael Vega Albela, amigo suicida en la juventud de Paz y cuya influencia parece ser muy importante en él. A través de los pocos poemas que se conocen de Vega Albela, y con un tipo de reflexión no documental sino literaria, deberíamos hacer un esfuerzo por recuperar el tono y la atmósfera en que nace la vocación de Paz. Los trabajos sobre Revueltas y Huerta que se han realizado son importantes, pero no bastan, habría que ir a autores menos conocidos –Neftalí Beltrán, Alberto Quintero Álvarez, Margarita Michelena– pero con los cuales Paz, tal vez, sentía más empatía.

Eso es a lo que incita la notable foto que se reproduce en la portada del libro: ubicar a Paz en medio de un grupo, no para rebajar su condición excepcional sino para entenderla mejor. Esa condición profesional de Albela –la de notario– le da unas armas particulares para construir su libro: no juzga, deja constancia. La interpretación es siempre un segundo paso y sabe que, si lo da sin haber dado el primero, se cae. Por eso es probable que la zona de oscuridad que rodea en parte a la década de los años treinta con relación a Octavio Paz –a pesar de los esfuerzos de Enrico María Santi, Guillermo Sheridan, Enrique Krauze y Christopher Domínguez Michael en iluminarlo, probablemente por tratarse de segundos pasos– se tenga que “alumbrar” y no iluminar, dado que el propio Paz parecía poco interesado en ella.

Así, El misterio de la vocación es un tipo de libro que parece estar compuesto de notas a pie, o al margen, de escolios. El notario registra sociedades eventuales, “escribe escrituras” de propiedad. Avala a su tomar nota la paciencia y el cuidado, la fundación del archivo. No aspira, sino en segundo término, a crear funciones simbólicas; su trabajo, si se me permite estirar el juego lingüístico, propone bases legales a la legitimidad, legitimidad que sin embargo antecede a la legalidad. El trabajo de Ángel Gilberto Adame está llamado a ocupar un lugar importante en la bibliografía sobre nuestro gran poeta •