Dos centenarios españoles: Cela y Buero Vallejo

Dos centenarios españoles: Cela y Buero Vallejo

La Jornada Semanal

Por Ricardo Bada

En este año se cumplen los centenarios de un poeta, un prosista y un dramaturgo españoles que le cambiaron la cara y el talante a la literatura de su país tras el sangriento paréntesis de la Guerra civil. Fueron ellos, respectivamente, Blas de Otero (15/iii/1916), Camilo José Cela (11/v/1916) y Antonio Buero Vallejo (27/ix/1916). No me considero capacitado para hablar de Blas de Otero, no tengo uñas para esa guitarra, pese a que adoro su poesía y nunca se me olvida un poema suyo que tiene bastante más carga política de lo que parece a simple vista: “Por el cielo pasa/ un avión a reacción,/ ¡qué cabrón!”

Pero sí puedo contar algunas cosas de los otros dos.

Los oficios de Camilo

Mi amistad con Camilo José Cela, como muchas otras de las que he hecho a lo largo de la vida, comenzó por medio de unas cartas. Le escribí desde Colonia/Alemania, desde la Radio Deutsche Welle, donde me desempeñaba como redactor, a su dirección de la Real Academia de la Lengua, consultándole sobre si podíamos usar una palabra que no figuraba en el dignísimo diccionario de la misma. La respuesta, que no se hizo esperar, ni es apta para menores, resolvió nuestra duda. A partir de entonces, aún más que antes, no me ha preocupado nunca usar palabras no registradas en los cementerios del idioma: me basta con que expresen lo que quiero decir y conque todo el que me escucha o me lee, entienda lo que quise decir.

Años después, en ocasión de su primera visita a Alemania, lo conocí personalmente y, al muy poco tiempo, en otra visita que hizo a este país, el entonces embajador de España me pidió que me desempeñara como acompañante de Cela durante su estadía en Bonn y Colonia. De manera que durante tres días fuimos y vinimos de aquí para allá, compartiendo almuerzos, cenas, paseos y largas, larguísimas conversaciones que fraguaron una amistad sin sombras.

Una amistad de la que yo fui el único beneficiario, porque Camilo me trató siempre con una generosidad y un afecto insólitos, que nunca supe cómo reciprocarle. Buena prueba de esa generosidad y ese afecto es el ejemplar artesanal de un libro suyo que me envió dedicado, un libro cien por ciento hecho a mano e ilustrado a todo color con unos dibujos de Pablo Picasso.

Y sépase que si lo llamo Camilo, a secas, sé que puedo llamarlo así porque así me lo exigió, igual que me impuso el tuteo que yo, por respeto, estuve negándole al principio.

Siendo ya Premio Nobel, en 1990, en San Lorenzo de El Escorial, durante los cursos de verano de la Universidad Complutense, me descubrió asistiendo a unas conferencias acerca del castellano en Estados Unidos, e ipso facto me secuestró (no encuentro otra palabra) hasta su mesa del comedor principal y el círculo de sus amigos más íntimos.

Tres años más tarde, Camilo extremó su deferencia hacia mí hasta el punto de dedicarme un artículo muy divertido, con esa prosa suya que es uno de los pocos lujos que se ha permitido el idioma castellano en el siglo xx. Hablaba allí de los Ricardos que le resultaban conocidos, Ricardo Corazón de León, Ricardo Wagner y el legendario arquero del mejor seleccionado de futbol de todos los tiempos, Ricardo Zamora, para terminar refiriéndose a su amigo Ricardo Bada, quien lo había representado en Hamburgo, en una ceremonia donde la tertulia literaria El Butacón lo distinguió con la Copa de la Amistad.

Por mi parte, también yo le rendí un homenaje poco habitual, que fue resumir en uno solo, como si se tratase de uno nuevo, titulado Vagabundo al servicio de España, sus cinco libros de viajes por el país. Una tierra, la suya, que recorrió casi íntegramente a pie y escribiendo y publicando sus impresiones de andariego impenitente, legándonos entre ellas un clásico del idioma, su magistral Viaje a la Alcarria.

Y ya que estamos en ello y acabo de decir que esa prosa suya es uno de los pocos lujos que se ha permitido el idioma castellano en el siglo xx, me gustaría redondear estos recuerdos con la mención de La familia de Pascual Duarte, Pabellón de re-poso, La colmena, Mrs. Caldwell habla con su hijo, San Camilo 1936, Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona. Se trata de novelas de una vitalidad nunca vista hasta entonces en la anémica narrativa española de la postguerra, pero además demuestran que Camilo jamás se encasilló en un solo género, sus registros abarcan toda la gama de la narrativa de su siglo. Y en una prosa incomparable, dicho sea en el sentido más literal de la palabra.

No quiero ni puedo, naturalmente, cerrar los ojos ante la evidencia de que en el pasado de Camilo existieron capítulos que no hablan nada bien acerca de su persona y de su carácter, y páginas publicadas ante las que no podemos sentir sino vergüenza ajena. No hablo tanto de su dedicación al menester de la censura, que en España lo ejerció incluso un poeta de los menos sospechosos en lo moral: Gustavo Adolfo Bécquer. Hablo, claro está, de su ofrecimiento, en carta autógrafa, para actuar como delator. Hablo, claro está, de su contubernio con el dictador venezolano Pérez Jiménez, embolsándose una sustanciosa cantidad de dólares a cambio de escribir una novela ambientada en aquel país: La catira.

Por todo ello y por su irreductible arrogancia, no demostrando jamás un arrepentimiento, Camilo fue una persona muy discutida, controvertida y desdeñada. Le reprochaban una malsonancia, una vulgaridad y una avidez que eran como sus señas de identidad exteriores, sin advertir que eran al mismo tiempo las que permitían distinguirlo de tanta ñoñería, tanta corrección y tanto esnobismo rastacuero que son actualmente las marcas más visibles de una profesión vendida con armas y bagajes al Estado protector y a la industria editorial. De ninguno de estos dos peligros necesitó salvarse Camilo. Cuando aparecieron ya se había aupado por encima del resto de la tribu, ejerciendo su inalienable derecho a continuar por su cuenta y riesgo la picaresca del Siglo de Oro.

Y al llamarlo pícaro le estoy rindiendo nuevamente homenaje: Camilo fue el lazarillo de Tormes que sacó a la literatura española de las tinieblas del franquismo. Ese fue su oficio y es por ello quizás que uno de sus mejores libros se titula así: Oficio de tinieblas.

La luz de Buero Vallejo entre las sombras

El 10 de febrero de 1949, en el Teatro Morosco de Nueva York, se estrenó La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Allí llegó a las tablas, por primera vez, Willy Loman. Inolvidable, para todos los amantes del teatro, la acotación escénica inicial: “Willy Loman, el viajante, entra por la derecha con dos grandes maletas de muestras.” Comienza en ese momento una tragedia que quienes la hayan vivido alguna vez, desde la platea, nunca la olvidarán: es una de esas obras que se quedan grabadas para siempre en el recuerdo, pirograbadas por el ascua de la más alta inspiración dramática.

Ocho meses y cuatro días más tarde, el 14 de octubre de ese mismo año 1949, en el Teatro Español de Madrid sube al escenario, también por primera vez, Historia de una escalera, la obra galardonada (por un descuido de la censura) con el primer premio Lope de Vega discernido después de la Guerra civil. El estreno reviste caracteres de apoteosis. No es para menos. Su autor es Antonio Buero Vallejo, un republicano español con una prístina vocación de pintor, compañero de prisión de Miguel Hernández, condenado a muerte y escapado a duras penas del pelotón de fusilamiento. Se trata del primer derrotado de la contienda fratricida que triunfa en la España de Franco.

Historia de una escalera no alcanzó nunca la resonancia universal de La muerte de un viajante. El drama albergado en sus diálogos y en sus movimientos escénicos es un drama de todos los días donde no se plantea aquello de que “No hay más que un problema filosóficamente serio: es el suicidio”, la frase lapidaria con que Albert Camus inicia su Mito de Sísifo, publicado seis años antes de que se estrenasen las obras de Miller y Buero Vallejo.

El viajante, Willy Loman, termina suicidándose: los personajes de esa corrala madrileña de Historia de una escalera terminan sobreviviéndose. Y sin embargo asimismo inolvidable, para todos los amantes del teatro, la última acotación de la obra de Buero: Carmina y Fernando, los hijos de los protagonistas, “se contemplan extasiados, próximos a besarse. Los padres se miran […] largamente. Sus miradas, cargadas de una infinita melancolía, se cruzan sobre el hueco de la escalera sin rozar el grupo ilusionado de los hijos.”

Mi pasotismo frente a la dizque actualidad, mi rechazo del surfeo en internet, hicieron que me enterase muy tarde de la muerte de Antonio Buero Vallejo, por el semanario Brecha editado en Montevideo y que me llegó a Colonia, en Alemania, al menos una semana después de su aparición. Rememoré leyendo la noticia al hombre afable y honesto con quien mantuve alguna correspondencia en los años setenta, a quien conocí personalmente la noche del 19 de marzo de 1984 –una noche para mí también inolvidable– en ese mismo Teatro Español de Madrid testigo de su primer clamoroso triunfo, y a quien visitamos en su casa de la calle General Díaz Porlier en noviembre de 1996, atendiéndonos con una cordialidad exquisita y generosa.

Como a Cela, tampoco le faltaron detractores a Buero Vallejo en vida, ni siquiera después de la consagración que supuso el Premio Cervantes: algún ataque artero, innoble, he tenido ocasión de leer en páginas que se precian de ser ecuánimes, y de plumas que posan de izquierdas de toda la vida. Deles Dios mal galardón.

¿Qué era lo que se le reprochaba? Se le reprochaba su “posibilismo”. Como si decir tantas cosas –todas las cosas que quería y que a fin de cuentas sí que supo decirnos– fuese “posible” en la inferiocre España de Franco. Una España donde los paradigmas teatrales, hasta la aparición de Buero, pasaban por las coordenadas de José María Pemán, el primer ministro de Cultura (¿qué cultura?) que tuvo el dictador, ese mismo Pemán que dejó escrito a propósito de la felonía franquista: “No hay negocio mejor que la Cruzada” (sic: en el Poema de la bestia y el ángel, de 1938). Y desde luego no lo dijo cínicamente, sino en el sentido jesuítico: no olvidemos que Ignacio de Loyola se adelantó un par de siglos a monseñor Escrivá de Balaguer.

En 1982 llevó a cabo Buero una límpida versión de El pato silvestre, de Ibsen, y en el prólogo que escribió para ella dejó dicho a sus detractores: “Para los primeros discrepantes, este drama grandioso equivalía a una retractación. El implacable develador de mentiras individuales y sociales reconocía la positividad del engaño consolador; el altivo individualista ‘enemigo del pueblo’ mostraba al fin el fondo reaccionario de su cansancio. No advirtieron la sutil trampa del drama: la aparente desautorización de la verdad, deducible de la muy cierta desautorización del idealista extremoso, neurótico y débil que es en la obra su campeón, refuerzan, lejos de anularlo, el hecho de que Ibsen –él sí– continúa siendo campeón de la verdad.”

Ahora y aquí debe ser medianamente claro que un corpus dramático como el de Antonio Buero Vallejo, en el que se catalogan los títulos Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, La tejedora de sueños, Madrugada, Hoy es fiesta, Las cartas boca abajo, Un soñador para un pueblo, Las Meninas, El concierto de San Ovidio y El sueño de la razón, lo convierten sin duda en el más necesario y, sobre todo, el más luminoso de todos los dramaturgos españoles en la segunda mitad de ese siglo de las sombras, amén de ser en su conjunto algo que bien puede parangonarse con la obra teatral de don Ramón María del Valle-Inclán y de Federico García Lorca. Por cierto que a ellos dos los logró reunir, de manera insuperable y bien documentada, en su discurso de recepción, de 1972, en la Real Academia de la Lengua Española. En esa ocasión, y al concluir, hizo ingresar en ella, como miembro de número de la misma, y con carácter póstumo, al creador de La casa de Bernarda Alba. Repito que todavía era sólo 1972: aún vivía (y seguía matando) el lorquicida •