(Proceso).-
Alrededor de la tercera decena del mes de mayo de 2020 tendrían que haberse rememorado públicamente los 500 años de la matanza del Templo Mayor, empero, el desconocimiento de la fecha exacta y las complicaciones acarreadas por la contingencia sanitaria impidieron la justa conmemoración. Sobre su relevancia dentro del sangriento proceso que culminó con el derrumbe de México-Tenochtitlán, en agosto de 1521, se ha escrito en abundancia; sin embargo, permanecen oscuridades y datos ambiguos.
No sobraría, entonces, repasar los hechos, por incompletos que sean, especialmente por la conexión que existe con el cometido de esta columna; al fin y al cabo, reflexionar sobre nuestra historia nunca es esfuerzo estéril, tanto menos cuando el cruento choque de culturas del que emana nuestro mestizaje sigue todavía sin digerirse a cabalidad.
Hablando del desconocimiento del día exacto en que ocurrió la masacre de nobles mexicas dentro del centro ceremonial de Tenochtitlán, enfrentamos divergencias. Lo que es incuestionable es que ocurrió dentro del quinto mes indígena, llamado Tóxcatl, y que éste, en cuanto a la veintena de la que estaba compuesto, avenía, aproximadamente, en el mes de mayo del calendario gregoriano (1). Se habla, pues, de fechas que difieren mucho, más los últimos estudiosos de los calendarios mesoamericanos sitúan la veintena entre el 3 y el 23 de mayo, y la matanza, más o menos, entre el 19 y el 22 (2).
Sobre la festividad en sí, hemos de resumirla indicando que se trataba del pedimento de lluvias y de reiterar la adoración a Tezcatlipoca, principal regidor de los destinos humanos, y a Huizilopóchtli, deidad tutelar del pueblo mexica. El nombre mismo lo corrobora: Tóxcatl se traduce como “cosa seca” o “sequedad y falta de agua”.
Asimismo, sabemos de su importancia para el indígena del Anáhuac. Bernardino de Sahagún la describió como la “Principal de todas las fiestas” y Diego Durán la citó como “una de las más célebres y aventajadas”. Como quiera que haya sido, su ritual ofrece un retrato nítido del fervor religioso indígena, fervor de una eminente teatralidad y de una fastuosidad inmensa (20 días con ayunos, bailes, cantos, ofrendas, sacrificios, banquetes y la participación del alto mando de la Triple Alianza, sobre todo del tlahtoani, quien debía, en los últimos días, cederle el poder al esclavo que había representado a Tezcatlipoca, o dios del “espejo humeante”. En la columna “Las flautas de Tezcatlipoca” (Proceso 2156), hemos descrito con detalle su decurso, por tanto, podemos proseguir hacia lo medular del asunto.
Remontémonos al 8 de noviembre del año Ce ácatl (Uno caña o 1519), día del fatídico encuentro entre Motecuhzoma II y Hernán Cortés en las inmediaciones de Tenochtitlán (sobre el lugar exacto tampoco hay una certeza absoluta) (3). Antes de esa fecha, el mandatario tenochca había intentado disuadir al contingente invasor de que se aproximara a la urbe lacustre y sólo había conseguido atizar su curiosidad y codicia. Entre los mensajeros del señor mexica habían estado su sobrino Cacamátzin, señor de Tetzcúco, y su hermano Cuitlahuátzin, señor de Iztapalápan, quienes habían llevado regalos, esperando que con ellos Cortés se diera por satisfecho y se retractara de seguir adelante. Es importante señalar que ambos emisarios tenían injerencia sobre las decisiones de Motecuhzoma, quien vacilaba sobre la manera de actuar. Cacama había sido de la opinión de desvelar las intenciones de los extranjeros, permitiéndoles la llegada hasta el corazón del imperio; en cambio, Cuitláhuac se había opuesto con obstinación. El Códice Tovar consigna el pronunciamiento con el que se dirigió a su indeciso hermano: “Plega a nuestros dioses que no metáis en vuestra casa a quien os eche de ella y os quite el reino, y quizá cuando quieras remediarlo no sea tiempo”.
Para alojar a los intrusos Motecuhzoma puso a disposición el palacio, o tecpan de su padre, llamado “de Axayáctl” o sus “Casas viejas” –situado hoy bajo el edificio del Monte de Piedad–, cosa que tampoco fue una idea brillante, ya que en una de sus habitaciones se hallaba el tesoro de la familia; y aunque lo hubiera mandado tapiar, era cuestión de tiempo para que los invasores lo incautaran. Hemos de señalar que la cantidad de convidados es también imprecisa, hablándose de varios miles de indígenas enemigos y del pequeño grupo de europeos –quizás unos 300, entre los que había mercenarios de varias nacionalidades– con sus caballos, perros y armamento. Se ha repetido que los “traidores” nativos eran pobladores de Tlaxcalla, omitiéndose el considerable número procedente de otras etnias resentidas con el vasallaje impuesto por los mexicas; han de contarse aquí huexotzincas, tliliuhtepecas, cholultecas y totonacos.
Tenemos relatos hispanos sobre el regio recibimiento otorgado por el noveno mandatario de Tenochtitlán, y sobre el asombro que causó a los indeseados “huéspedes” la vista de esa joya urbana que a la postre sería destruida. El aseo de las plazas y los canales, la abundancia de los mercados, el tamaño de los templos, la magnitud de los sacrificios humanos manifestada en la acumulación de cráneos insertados en la palizada mayor, o tzompantli y, en suma, las maravillas nunca vistas hasta entonces; tantas, que fue necesario atribuirlas a encantamientos o estados oníricos y, acaso, compararlas con las bellezas de otra famosa ciudad lacustre: la mítica Venecia.
Tampoco sabemos con exactitud en qué momento Cortés decidió apresar al mandatario, teniéndolo como rehén en el palacio de Axayáctl, excepto que usó como subterfugio una celada comandada por el cacique Quauhpopoca en la que murieron varios castellanos y que resultó perfecta para sus fines. Motecuhzoma negó su responsabilidad y estuvo dispuesto a que se le propinara al indígena “insurrecto” el escarmiento adecuado. Quauhpopoca fue asesinado ante sus ojos, pero eso no le bastó para impedirse la retención forzada. Entre los rehenes se contaron varios de sus hijos, la princesa Tecuhichpotzin y los señores de Tlacopan y Tetzcúco; se presume también que el propio Cuitláhuatzin, en algún momento y no obstante su rebeldía, fue hecho prisionero.
Con el vacío de poder en acto, Cortés se sintió seguro sobre las acciones por emprender, como la de quitar de los templos a las figuras de la idolatría demoníaca, sustituyéndolas por vírgenes y santos. Igualmente, comenzó a destazar el tesoro confiscado, separando y fundiendo el “estiércol amarillo de los dioses” o Cozticteocuítlatl.
Naturalmente había que guardar las formas de una convivencia pacífica, misma que se mantuvo en vilo alrededor de seis meses, y para ella hubo juegos con el monarca destronado como el patolli y largas conversaciones, a veces valiéndose de la injustamente maldecida Malintzin y de un paje, Orteguilla, que también fungió de interprete.
Nadie imaginó, empezando por Cortés, que las cosas pudieran complicarse para esa utópica transferencia de poderes. La vida urbana proseguía y la ritualidad indígena había cedido a las peticiones de los conquistadores hasta que, inopinadamente, llegó a Tenochtitlán la noticia del desembarco de Pánfilo de Narváez, quien llegaba desde Cuba con la encomienda de apresar a don Hernando por su desobediencia ante el gobernador de la isla. No teniendo alternativa, la salida con tropa fue inmediata y se quedó al cargo el siniestro Pedro de Alvarado, personaje con formación militar que alimentaba rencores hacia su superior y que, probablemente, pensaba que éste no conseguiría zafarse de la aprehensión. Para su mala fortuna, a Cortés no le sería difícil doblegar a Narváez, haciéndose de más refuerzos para tornar a Tenochtitlán, pero eso ahora no nos incumbe.
Lo que sí nos atañe es que llegadas las festividades de Tóxcatl (4), Alvarado autorizó su realización plena, considerando seguramente que con ella se abriría el hueco para colarse hasta el puesto de Capitán general de los expedicionarios. Dada la relevancia de la fiesta, la flor de la nobleza mexica se atavió con sus mejores galas y se dispuso, exultante y entusiasmada, a entregarse al delirio de los cantos floridos con su irresistible oleaje sonoro. Los inermes mexicas, nada más con ramas de abeto en las manos, fueron cercados y a la orden de Alvarado se desató la ira contenida en su abyecta ambición. Por algún raciocinio salvaje, los primeros en ser acribillados fueron los músicos… Silenciándolos se anticipaba la caída de una forma única de sentir, y por ende de vivir. Cercenándoles los brazos y tasajeando sus gargantas se inauguraba, finalmente, la verdadera subyugación… l
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1 El calendario indígena se formaba de 18 meses de 20 días cada uno, más cinco días “funestos”, llamados nemontemi. Existió otra cuenta calendárica, la del tonalpohualli, que era de carácter adivinatorio y se dividía en 13 meses de 20 días cada uno.
2 Entre ellos son de citar el belga Michel Graulich (1944-2015) y el austriaco Hanns Jürgen Prem (1941-2014), ya que calcularon los desfasamientos temporales entre los ciclos estacionales y la cuenta del año indígena solar, o Xihuitl.
3 El Códice Florentino indica que el lugar del encuentro fue en Huitzilan; otras fuentes mencionan al puente de Xoloco y otras más sugieren el Templo de Toci o Tocititlan, todos ellos sobre la calzada que unía a Tenochtitán con Iztapalápan.
4 Se sugiere la audición de la “Danza para la Fiesta de Tóxcatl”, de la ópera Motecuhzoma II, obra del responsable de esta columna sobre músicas de Antonio Vivaldi (1678-1741).