«A un ruiseñor»

La Jornada Semanal

John Keats, como Arthur Rimbaud, realizó toda su obra en su juventud y en un plazo muy corto. Entre los dieciocho y los veintiséis años ocurre el prodigio de su poesía.
Me duele el corazón, y mis sentidos

me fallan como si yo fuera un ebrio

o apurara un opiáceo y me hundiera

un momento después en el Leteo;

no es por envidia de tu buena suerte,

sino por ser tan feliz en tu dicha,

–pues tú, ninfa del árbol de alas de aire,

bajo la fronda armónica

de un haya verde de abundantes sombras,

celebras el estío en voz tan fácil.

¡Oh, un sorbo de vino!, atemperado

por largo tiempo en lo hondo de la tierra,

sabor a Flora y al país cetrino,

al baile y la canción y al sol radiante,

¡Oh, un vaso febril de sur ardiente!,

colmado del sonrojo de Hipocrene,

con perlas de burbujas en la orilla

y púrpura en la boca,

que bebiera sin ser visto por nadie

y huir contigo hacia el oscuro bosque.

Perderse, disiparse, y olvidar

lo que tú nunca has visto entre las hojas,

el cansancio, la fiebre, el ansia aquí

donde los hombres se oyen suspirar;

donde el temblor perturba tristes canas,

donde la juventud se seca y muere,

donde sólo pensar es estar lúgubre

y una mirada hastiada y gris;

donde lo bello pierde su ojo límpido

o el nuevo amor carece de mañana.

¡Lejos! ¡Lejos! yo iré volando a ti,

sin el carro de Baco y sus amigos,

pero en las alas ciegas del poema,

a pesar del cerebro vago y lento.

Ya contigo, la noche es tierna, y alta

la Reina Luna está en su trono ungida

por el brujo fulgor de las estrellas;

pero aquí todo es negro,

salvo la brisa con la luz del cielo

a través de la verde sombra acuosa.

No puedo ver qué flor está a mis pies,

ni qué olor suave pende de las ramas,

mas la noche fragante me hace hallar

los perfumes que cada mes regala

a la hierba, al zarzal o a los frutales,

espino blanco y rojo brote indómito,

violeta pálida cubierta de hojas;

y, lo mejor de mayo,

la rosa llena de húmedo licor,

con el rumor de moscas del estío.

Oigo entre sombras; tengo mucho tiempo

de medio desear la muerte plácida,

la llamé con la rima de las musas,

para dejar al aire mi hondo aliento;

hoy más que nunca es bello perecer,

a media noche descansar sin pena,

mientras derramas tu alma allá en las cosas.

¡En éxtasis total!

Cantarías en vano a mi oído,

y polvo yo sería en tu alto réquiem.

¡No eres para la muerte, inmortal pájaro!

La prole hambrienta no te causa mal;

la voz que oigo fue oída en el pasado

por el emperador y los bufones;

Quizá es la misma voz que hizo un camino

en la pena de Ruth, cuando lloró,

añorando su hogar, en suelo extraño;

la misma voz que muchas veces

ha encantado las mágicas ventanas

abiertas hacia el mar en tierras yermas.

¡Yermas! ¡El eco mismo es un redoble

que me lleva de ti a mi soledad!

¡Adiós! La fantasía, falaz elfo,

no engaña tan bien como ella pretende.

Adiós, adiós, tu himno se disipa

más allá de los prados, en el curso

inmóvil, monte arriba, y recogido

ahora en valle claro;

¿Fue una visión o un sueño en la vigilia?

Huyó el canto, ¿yo estoy despierto o duermo?

John Keats (1795-1821), como Arthur Rimbaud, realizó toda su obra en su juventud y en un plazo muy corto. Entre los dieciocho y los veintiséis años ocurre el prodigio de su poesía. Muchas veces su añoranza de lo divino lo coloca en el mismo sitio que exploró Hölderlin. La belleza de sus sensaciones intelectuales, una voluntad de entendimiento, nos deslumbra por su fuerza y claridad como en el poema “La roca de Ailsa”. La “Oda al ruiseñor” concibe el mundo sensual del bosque, donde vive y canta el ave inmemorial, y toca el plano infinito –siempre igual a sí mismo– de los arquetipos, como Borges explicó siguiendo a Schopenhauer.

Versión y nota de Víctor Manuel Mendiola.

Revisión de Eva Cruz.

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