La Rumba y los tacos también son cultura

La rumba es cultura

Vilma Fuentes

Froylán López Narváez me inició en dos placeres mexicanos por excelencia y tentadores como una droga, pues causan adicción: las taquerías y la rumba. Comer de pie, en la esquina de una callejuela de la Ciudad de México, uno o varios antojitos, tacos al pastor o de carnitas, tal vez unos sopes, es un aprendizaje de la ecuación perfecta entre la economía epicúrea y la gastronomía mexicana. Asomarse al inframundo de la vida nocturna que emana como burbujas de luz eléctrica y champaña en los salones de baile y los bares con orquesta, cabarets populares, es sentirse embriagado sin necesidad de beber una gota de alcohol. Froylán me llevó al bar León, al salón México, a Los Ángeles, a salas de espectáculos del Centro Histórico, de la colonia Doctores o la Narvarte. Sin ser un célebre compositor o intérprete, pero tampoco un caído ni un truhán, y menos un pachuco que un caifán, se desplazaba por estos sitios como por su casa y era recibido en ellos como un rey y un hermano, el padrino más que el compadre.

Observador clarividente de la vida política en México, editorialista famoso por su libertad de expresión, profesor en la Preparatoria 5 y en Ciencias Políticas de la UNAM, López Narváez no era para nada el intelectual que desciende de su torre de marfil para darse una empapadita de pueblo en antros nocturnos. Oriundo de una ciudad minera de San Luis Potosí, lejos de los niños bien que creen encanallarse bailando danzón y rumba con ficheras, Froylán palpitaba, desde su infancia, al son de los ritmos populares. De ahí, su contacto estrecho, casi carnal, con los propietarios y orquestas de centros nocturnos. La confianza que se le tenía era la que sólo se tiene en uno de los suyos: durante más de 40 años recomendó con éxito a un cantante o a una orquesta. De su pasión por el danzón y tantos otros estilos musicales nacieron varios programas de radio que lanzaron un movimiento bajo su frase: La rumba es cultura. En efecto, Froylán era capaz de hacer escuchar a miles de personas un poema de Sabines y el mambo número 8 con Pérez Prado al piano, una canción interpretada por Toña La Negra y un debate sobre Heidegger, como le tocó vivir, con sorpresa, al escritor francés Jacques Bellefroid, poco acostumbrado a escuchar mezclarse la voz de Edith Piaf y una discusión sobre El ser y el tiempo en un mismo programa radiofónico de la muy seria France Culture.

Con la misma energía que usó dando consejos, sosteniendo, impulsando a músicos y establecimientos de espectáculos, ayudó y, a veces, resolvió problemas graves de amigos, conocidos, alumnos, un mesero o un voceador. Froylán es uno de los seres más bondadosos que he tenido la enorme suerte de conocer, y considero la bondad como la forma más alta de la inteligencia.

El salón Los Ángeles, hoy en peligro de desaparición a causa de la crisis económica, es, lo digo sin creer equivocarme, la sala de espectáculos favorita de López Narváez. Una amistad auténticamente fraternal lo une con Miguel Nieto, propietario del conocido salón, pues quien no conoce el salón Los Ángeles no conoce México.

Si entre los muros del vasto espacio retumban los instrumentos de los rumberos y los pasos de los bailarines del atardecer a la madrugada, por las mañanas puede escucharse el eco de pasos lejanos, los del cortejo de sombras que han cruzado sus puertas para olvidar el paso del tiempo. Una de esas mañanas de febrero loco, Froylán me presentó con Miguel Nieto. Un hombre tan generoso como el mismo Froy. A pesar del vacío del salón a esas horas, la presencia y las voces de estos dos seres poblaban el espacio, como si por sus espíritus cantara la raza.

Tuve la buena estrella de asistir a la celebración de los 75 años de Froylán en el salón de Los Ángeles. La gente hacía fila para entrar, cada quien con su participación de cuadernos, lápices, plumas, para escolares sin recursos.

Larga vida a Froylán y a Los Ángeles de su guardia.

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