Juan Manuel Roca
La Jornada Semanal
Escribir versos
se ha vuelto un embrollo
desde que supimos
que entre una línea
y la que viene
hay un abismo.
Desde que supimos
que no basta esparcir
trampas ni carnadas
para cazar palabras
que intentamos
hacer nuestras. ¡Ah!,
pero qué bien la pasaban
los viejos poetas como Darío:
escribían en jardines
poblados de diosas,
de estatuas griegas
y rosas de bronce.
Podían llenar la página
con voces y citas
de hombres venerables,
con aleteos de ángeles
venidos del Paraíso,
un movedizo lugar
que al vernos llegar
huye con espanto
como si fuera un espejismo.
Un azor o un gerifalte,
unos vistosos
pájaros de alcurnia
volaban en los poemas
de los viejos poetas.
Según parece
les traían noticias
de otro mundo,
vagas razones de parte
de la brumosa lejanía.
Nunca logré saber
cómo hacían
los viejos poetas
para que una montaraz
mesonera,
en vez de un cucharón
o un tallo de apio
agitara en sus versos
un cetro de plata.
Qué desgracia
de poetas somos ahora,
sin el don de Darío
y de los viejos
capaces de trocar
buitres en cisnes,
orfanatos en alcázares,
chimeneas fabriles
en barcos de vapor.