«La clave de la serenidad»

La clave de la serenidad

Bárbara Jacobs
En vista de que este lunes, 19 de octubre de 2020, cumpliré 73 años de edad, pensé que era una buena oportunidad para preguntarme cómo me encuentro.

Sin embargo, de entrada debo admitir que a esta distancia en el tiempo sigo sin alcanzar la claridad mental que se necesita para semejante confrontación. La prueba es que el primer intento que hice para ver en dónde estoy y a dónde voy resultó en un fracaso, tan absoluto que me desanimé de seguir adelante con mi búsqueda. Tampoco me avergüenza revelar en qué consistió este acercamiento fallido que digo.

Imaginé que yo era una muñeca rusa, bueno, a estas alturas, una muñeca rusa desgastada, comparación que, en todo caso, no me pareció mal. Logré identificar a la figura exterior, la mayor, la que contiene a las demás, y logré, también, tener muy claro exactamente qué representaba de mí la figura más interior del conjunto. Alcancé a darme plena cuenta de que esta yo más interior, la más íntima, la más pequeña, configuraba no sólo el centro de mi vida sino, sencillamente, su razón de ser, o sea, constituía su fuerza vital. Es decir, sin ella, aun cuando otras figuras, no logré saber cuáles ni cuántas, rodearan su ausencia; aun cuando la muñeca rusa desgastada siguiera viva, en todo momento supe que, sin la más interior, la más íntima, la más pequeña, la muñeca rusa viviría, sin duda, pero viviría sin el menor empeño en mantener esta condición, pues el empeño de vivir se originaba en ella, la más interior, la más íntima, la más pequeña. La muñeca rusa podía durar viva lo que tuviera que durar, pero no podría contar con el instinto de la voluntad, ni tampoco podría contar con la conciencia de la responsabilidad que la tarea de vivir implican, voluntad y conciencia, éstas, que son la esencia que conforma la figura central, la más interior, la más íntima, la más pequeña, del conjunto que configura la muñeca rusa que soy, por más que desgastada.

El problema de seguir con la comparación con la muñeca rusa que imaginé ser, fue identificar a las figuras intermedias que sucesivamente van entre la exterior, la que las contiene a todas, y la más interior, precisamente la central de todas las demás. Me inquietaba saber si las intermedias la cubrían para conservarla, o si, por el contrario, según alcancé a temer, más bien la cubrían con la finalidad de asfixiarla.

Podía afirmar que la figura exterior de la muñeca rusa desgastada que soy es la pandemia del Covid-19, pues determina mi vida, como determina la de todo mundo, en una y mil maneras. En cambio, no podía enumerar ni identificar a las figuras sucesivas que, cada vez de más reducido tamaño, conservaban o asfixiaban a la figura central, la interior, la más íntima, la de menor tamaño. Identifico a la de menor tamaño, esta pequeña figura que soy, con el afecto y con el trabajo, que son mi fuerza vital, lo que realmente me hace vivir y, asimismo, lo que me hace resistir sobre mí, por no decir contra mí, diariamente, de día y de noche, continuamente, sin interrupción, a todas las demás.

Hasta ahora, me parecía que, para que la comparación de mi vida con una muñeca rusa fuera perfecta, o casi perfecta, por simple cuestión de lógica, lo único que me faltaba era identificar y ordenar a todas y cada una de las figuras intermedias, entre la exterior, que hoy por hoy es la pandemia del Covid-19, y la más interior, que está constituida por el afecto que recibo, por el afecto que doy, así como por el trabajo que hago. Afecto y trabajo que encienden mi voluntad y mi responsabilidad de vivir.

Pero por fin identifico a las figuras intermedias. No son sino las cosas de la vida. Y como tales, y en el orden que sea en el que se presenten, de lo que se trata es de atenderlas, de mantenerlas en su papel de cubrirme para conservarme, sin permitirles que asuman el amenazante papel de asfixiar a la figura más interior, la más íntima, la de menor tamaño, pues precisamente esta figura es mi centro, mi razón de ser, mi fuerza vital.

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