Ramón López Velarde y la octava bienaventuranza
– Marco Antonio Campos
La Jornada Semanal
En este documentado ejercicio de la imaginación se nos presenta la vida que quizás hubiera tenido el gran poeta jerezano de no haber muerto a los treinta y tres años de edad. Construida con el aliento de la ficción y datos muy concretos de la realidad, la narración que sigue nos ofrece un Ramón López Velarde apartado ya de su obra, pero en profundo acuerdo consigo mismo, con su ser más íntimo y secreto.
El gozo irresistible de perderse,
de no ser conocido, de huir.
Julio Torri, “Lucubraciones de medianoche”
Cansado de la gran ciudad, de la presencia súbita en las calles del fantasma de Fuensanta, con la nostalgia despiadada por el terruño, a principios de junio de 1921 Ramón López Velarde decidió volver a Jerez. Sólo a su familia y a su mejor amigo, el doctor Pedro de Alba, comentó la resolución. Pidió a su hermano Jesús que hablara con sus otros hermanos y ayudaran a sostener a su madre Trinidad y a sus hermanas Aurora y Guadalupe. Les insistió que cuando preguntaran por él contestaran con geografías vagas que lo situaban lo mismo en Aguascalientes, Guadalajara, Paso de Sotos, San Luis Potosí, Zacatecas o Jerez, o aun París.
Aparte habló con Pedro de Alba y le dijo que antes pasaría por Lagos. “Voy a buscar a nuestra amiga Margarita González. Espero que no esté comprometida. Me dedicaré en Jerez a lo que siempre quise: la labranza. Si Margarita no acepta casarse, buscaré novia en mi pueblo. Mis parientes Berumen me venderán un terreno de la hacienda del abuelo.
–Margarita es una muchacha muy limpia y muy ingenua –dijo Pedro, que no cabía del asombro–. Pero ¿querrá casarse contigo?
–Me hago muy pocas ilusiones. O tal vez ninguna.
Pedro sabía de la mala situación económica de Ramón. Habló esa noche con su esposa Laura. Como médico, como diputado en el Congreso por Aguascalientes, tenía una buena dieta. Poniendo de sus ahorros juntaron setecientos pesos.
Al otro día lo buscó. “Te los presto y cuando puedas me los pagas. Tú serías incapaz de morir sabiendo que debes algo a alguien.”
Ramón se ruborizó, luego, conmovido, se le salieron las lágrimas.
–Busca en esta dirección a unos parientes míos para que te quedes en Lagos el tiempo que sea necesario. Hoy mando un telegrama.
Ramón, a su vez, mandó otro telegrama a Margarita donde le decía que un asunto lo llevaba a Lagos. Margarita se alegró, pero creyó que era un asunto de trabajo.
–Me dará mucho gusto que conozca a mi familia.
Dos días más tarde, ante la tristeza familiar y las bendiciones de la madre, acompañado por Pedro, se fue con una maleta a la estación de Buenavista para tomar el tren a Aguascalientes, de donde tomaría la diligencia a Lagos. “Te vas muy joven cuando eres un poeta a la alza”, dijo Pedro. A la madre y a Aurora las consolaba únicamente que Ramón terminaría en Jerez y los Berumen lo ayudarían, como ayudaron a toda la familia cuando doña Trinidad enviudó de don Guadalupe López Velarde en noviembre de 1908.
II
En Lagos fue recibido con mucho afecto por unos tíos de Pedro de Alba, que le dieron un cuarto, y a las once de la mañana fue a buscar a Margarita, quien lo recibió sorprendida y contenta. Estuvieron un rato en la sala de la casa. Lo presentó con sus padres. La invitó a la a la plaza a conversar. Pidió permiso a los padres.
Sentados, conversaron de la estancia de la muchacha en Ciudad de México, donde iban todos los domingos al cine en Santa María la Ribera, acerca de lo bien que le iba a Pedro –como diputado, oftalmólogo y gente próxima al rector Vasconcelos–, que Ramón extrañaba la tierra nativa, y claro, de cosas de Lagos, de cosas del terruño. La muchacha sacó del bolso el retrato de Ramón y el poema que le hizo. “Me lo sé de memoria. Sé que cada día es más famoso. Aunque esté lejos, es el mejor amigo que tengo”, dijo.
–Por cierto, ¿le ha dado mis saludos a Francisco González León?
–Sí, cuando paso por la farmacia siempre le digo que usted le manda desde México saludos. Ya le dije que usted me hizo un poema. “Ah, qué Ramón”, me dijo…
Ramón le contó de su vuelta a Jerez y qué pensaba hacer. Después de un largo rodeo, Ramón de súbito le propuso matrimonio e irse juntos a vivir al pueblo. Asombrada, la muchacha demudó. “No, no, no, yo lo he visto más como un amigo o un tío…” –empezó a repetir Margarita.
–Yo voy a estar aquí algunos días, si se decide, nos casamos aquí y nos vamos a Jerez. Yo vendré
a diario a esta hora a la plaza. No se apresure. Si me dice que no, lo entenderé perfectamente.
–Pero usted en dos cartas me dijo que estaba muy pobre.
–Estuve trabajando desde febrero en la Escuela Nacional Preparatoria y en una revista. Además, Pedro y su mujer me hicieron un buen préstamo y mi familia en el pueblo me ayudará. No es mucho, pero puede empezarse.
Contrariada, confusa, la muchacha volvió a su casa y Ramón se dirigió a la farmacia de González León. Se encantaron de verse. El poeta de Lagos, cerca de los sesenta años, casi duplicaba la edad al jerezano. Hablaron, no sin ironía, de poetas de la región, de la quietud de Lagos, de minúsculos hechos de todos los días, de la “doméstica fraternidad”. Todo lo sencillo encantaba a González León para volverlo lírica casi estática y en eso Ramón lo consideraba su alma gemela.
–Vengo de paso, dijo Ramón. A la verdad quiero casarme. –No será con esa muchacha que siempre me da sus saludos… –Ojalá –repuso sesgadamente. –No deje de invitarme como testigo. –Si se hace, será para mí un honor. –Véngase el sábado a la farmacia. Hacemos una tertulia literaria. ¿Y qué tal va la poesía, Ramón? –Bien, don Francisco. Bien. –¿No me está mintiendo?
La gente de Lagos, sobre todo las jóvenes casaderas, se preguntaban quién era ese hombre alto, moreno, de traje negro, que paseaba con paso lento por las calles de aquel pueblo monótono y aislado se sentaba en una banca de la plaza a leer libros y visitaba todas las tardes al boticario que escribía poesía. Algunas aun paseaban frente a él para ser vistas. Ramón las veía con disimulo pero encantado.
Después de varios días, sabiendo Margarita que era el cumpleaños treinta y tres de Ramón, llegó a la plaza, lo felicitó, fueron a la nevería y le dio el sí el 15 de junio de aquel 1921. Ya había hablado con sus padres, querían conversar con él. En la conversación, los padres concluyeron que, aunque le llevaba algunos años, era un hombre serio, inteligente, en fin, un buen partido, de los que no había en Lagos.
Llevando como avales a Francisco González León y a los familiares de Pedro, Ramón llegó a la casa. Dos semanas después fueron la boda civil y religiosa. En Lagos la murmuración parecía el sonido de un enjambre de abejas.
III
Tomaron la ruta más corta atravesando Aguascalientes y pasaron a Zacatecas por la región de Villanueva y llegaron a Jerez. La Revolución
lo dejó todo desolado. Todavía quedaba buen número de casas con las perforaciones de las balas en los muros. Llegaron a la vieja casa de los abuelos en la Plaza de Armas donde vivían ahora unos primos. Les alegró mucho la llegada. Los esperaban.
Vio con los primos la situación y compró, con toda clase de facilidades, rumbo a Tepetongo, tierras que fueron del “Marecito”, la hacienda del abuelo José María: una casa con patio, una parcela y un establo para los caballos.
IV
Mientras Ramón trabajaba el campo, Margarita hacía las labores de la casa. Ramón empezó sembrando maíz y frijol. Se llevó para trabajar con él a Poncho de Paula, el antiguo mozo de la casa de su abuelo José María. Margarita sembró enfrente de la casa naranjos y alzó pajareras. El patio, en la época buena, florecía de violetas, de nardos, de rosas y del fuego colorido de las buganvillas. Construyeron un pozo.
Ambos a caballo, iban a Jerez, paseaban, y la gente los reconocía. No había vuelto desde su partida a Ciudad de México hacía más de siete años. Las muchachas conocidas ya eran unas señoras, algunas casadas, otras arregladamente quedadas. Niños que escuchaban sus historias en el jardín Brilanti ya tenían los veinte años. Se encontró de nuevo con los Amozorrutia, los Inguanzo, los del Hoyo, los Borrego, y con sus primos segundos, los Llamas y los Valdés.
Dejaban los caballos en la casa de los abuelos o en las casas de los tíos Luis y Diego. Ramón mostraba los sitios a Margarita que antaño rondaba. Los domingos la pareja asistía a misa al Santuario. Ya no sentía la culpa de haber dejado el rostro de dolor de la Virgen de la Soledad en el Santuario, las apagadas naves de la Parroquia, la altura de los álamos y fresnos de la Alameda donde aún oía de repente los pájaros carpinteros, el mercado que antes desbordaba de mercancías, las calles del comercio, el olor del pan horneado al amanecer, el tejido de punta de los rebozos de las jerezanas…Cuando había función en el Teatro Hinojosa, aun en sus puestas de escena pueblerinas, asistían a la sala con sus sillas volátiles o se acomodaban en esos breves y coloridos palcos que también se quedaron a su vez en una infancia de gracia. Iba recuperándolo todo, y todo, aun si más callado y triste, sentía que le pertenecía. Recibía cartas de la familia y de Pedro y Laura.
A veces se desviaba solo y recorría a caballo desde Jerez los siete kilómetros a la Hacienda de la Ciénaga y veía desde lejos, en la plaza, la casa donde vivió Fuensanta. “Ventanas que rondé”, esas dos ventanas seguían allí, y creía ver a Fuensanta tejiendo o tocando el piano. Volvía a oler su rebozo de seda. Una vez se atrevió a tocar. Salieron los nuevos dueños. Lo reconocieron. “Regresó el hijo pródigo”, bromeó el señor. “Sí, pero casado”, bendijo la señora. Bebió un aperitivo con ellos. “Todo se sabe aquí”, sonrió Ramón. “Y todavía más”, rio la señora.
Ramón sonreía al ver a las adolescentes y a las jóvenes de la transición de siglo en las calles o los jardines convertidas en señoras y se le superponían las imágenes de antaño con las de ahora. La que se sorprendió mucho al verlo fue Eloísa, su “primer vislumbre de mujer”, con quien jugaba de niño, y que ahora tenía su edad, y era delgadísima como su padre. Lo volvió a tratar de usted. No dejaba de pensar al verla a ella y a otras señoras que alguna podría haber sido hoy su esposa.
Con su trato afable y discreto Ramón se dio a querer de nuevo en el pueblo y en el campo, pero a menudo le parecía que el ejercicio espiritual favorito de sus paisanos era descuartizar y comerse vivos a los otros, y por otro lado, una arrogancia ante lo que creían ser y tener y en verdad eran y tenían. “Sólo tú podías creer que era el paraíso perdido. Todos los pueblos se acaban pareciendo en su mentalidad”, decía Margarita. Ramón le dio la razón.
En noviembre de 1922, cuando nació el hijo, invitaron a Pedro y a Laura a ser los padrinos, y lo bautizó en el Santuario como Pedro Ramón. Pagó al amigo 350 pesos diciéndole que había habido una buena cosecha. Pedro contaba que todo mundo preguntaba por él, desde los mayores, como Vasconcelos, González Martínez y Tablada, pasando por Rafael López, Enrique Fernández Ledesma, Efrén Rebolledo, hasta los más jóvenes como Gorostiza, Ortiz de Montellano y Maples Arce. “Cuando digo todo mundo es todo mundo. Vasconcelos me dijo que cuando vayas tienes un trabajo seguro en la Secretaría de Educación” –ah, José Vasconcelos, que, desde cuando lo conoció al llegar a Ciudad de México en 1914, sólo había tenido deferencias con él.
A la pregunta de si seguía escribiendo, le dijo que no, definitivamente no, leía en las horas de ocio, sobre todo la poesía de Darío y el Quijote, que le enseñaba tanto y lo divertía tanto, pero lo que él anhelaba lo estaba logrando, es decir, que los habitantes lo vieran como uno más de los que vivían en el pueblo. “Ya ves, Ramón, por andar diciendo que no te casarías ni tendrías hijos. Será imposible que ahora hagas ochos en el piso de la soledad.” Sonrieron. Se querían entrañablemente. Ramón siempre lo tuvo como su mejor amigo.
En octubre del siguiente año nació la niña. Vinieron de nuevo Pedro y Laura, ahora acompañados de su madre y sus hermanos Jesús, Leopoldo y Aurora. Llegaron los padres de Margarita. Las dos familias venían cargadas de regalos. La bautizaron en el Santuario como Margarita Trinidad. Doña Trinidad Berumen Llamas pidió a la Virgen de la Soledad por su familia, por los esposos y los nietos. Después fueron a la casa de plaza de Armas con los Berumen e hicieron una gran fiesta de bautizo.
Pedro encaminó a Ramón a la plaza. Le dio cinco ejemplares de El minutero.
–Tus prosas cortas. Las publicó Fernández Ledesma. Él juntó algunas y tengo entendido que tu hermano Jesús le dio los otros manuscritos. Ramón hojeó el libro: “Los dispuso a su arbitrio”, dijo. Dio a Pedro los 350 pesos que le adeudaba.
Ramón halló en el libro textos como “La flor punitiva” y “Eva”. “Este libro no debe verlo Margarita. Imagínate si se entera de mi asiduidad con las prostitutas y de que tuve una enfermedad venérea. Déjame un solo ejemplar. Veré dónde lo escondo. No, Pedro, no regreso. Es esta la vida sencilla que debí tener siempre. Yo creía de adolescente y muy joven que viviría aquí con Fuensanta, no fue así, pero encontré un ser hecho de ternura y pureza. Y muy joven, y linda.”
Ramón siguió sembrando maíz y frijol. Se le iban las horas en la labor. Contrató a un jornalero, Juan Montoya, como ayudante. Margarita a veces lo ayudaba a preparar la tierra, la siembra o la cosecha, lo cual no era bien visto en rancherías y el pueblo, pues “eso no era cosa de mujeres”. Ellos se encogían de hombros. “Esas gentes de Jerez,/ miel y veneno a la vez”, repetían el famoso epigrama.
No volvieron a Ciudad de México y en las ciudades de Aguascalientes y en San Luis Potosí no había mucha gente que ver. Les gustaba ir a caballo a la sierra de los Cardos, a Tepetongo, al precioso pueblo de Monte Escobedo, a Valparaíso, a Pinos. Cuando iban al pueblo durante las fiestas de la primavera o durante el Novenario, en septiembre, dedicado a la Virgen de la Soledad, se quedaban varios días en casas de los parientes.
De la región a Ramón le gustaba ese paisaje, según el rumbo, de variadas cactáceas, de llanuras fértiles, de lomeríos azules o de pequeños bosques de encinos y pinos. Lo más lejos que viajaban era a Lagos para visitar a la familia de Margarita. Los padres se ponían felices cuando llegaban con Pedro Ramón y Margarita Trinidad y Ramón decía con sinceridad que la esposa era su “Octava Bienaventuranza”. En todo Jerez corría con el viento de la murmuración su fama literaria. A él apenas le llegaban ecos. Los apagaba.
A mediados de los veinte compró un terreno nuevo para hacer una huerta y plantó duraznos y manzanos, que se daban tan bien en la región. “Por sólo su olor los tendría para mí”, decía a Margarita, quien entonces se dedicaba ya más a los hijos y a las labores domésticas, esos hijos que al ir creciendo les daban con su viveza una dicha que los devolvía a su infancia.
Ramón no faltaba a charreadas, rodeos y carreras de caballos, y cuando había corridas de toros, solía ir con Margarita a la calle Reforma de Jerez. “Tú sabes –decía– que de niño venía en abril con mi amigo Manuel Borrego y traíamos un tapete para sentarnos y nos burlábamos de quien llegara. Cuando Manuel se fue a México a veces lo veía en el mercado de San Juan donde era dueño de una mercería y una ferretería. Qué bailador era.”
En abril de 1925 pasó por Jerez el presidente Plutarco Elías Calles, quien buscaba hacer la reforma agraria, pero los hacendados y latifundistas, aliados con el clero, se negaban a aceptarla.
En 1926 cundió en la región la guerra cristera. Se llenó la región del grito de “¡Viva Cristo Rey!” En Valparaíso, Sombrerete, Jalpa, Villa del Refugio, Villanueva y Susticatán, entre otros pueblos, se entablaban feroces batallas. La cerrazón se ampliaba a ambas facciones. Ramón temía por la familia. Como en la revolución, los ejércitos ahora disputaban por ver cuál cometía mayores atrocidades fratricidas. Los cristeros llamaban a los otros hijos de Satanás, masones o ateos, y los contrarios los tildaban de fanáticos y salteadores. Ante todo era una guerra de campesinos pobres contra campesinos pobres: unos, por la libertad religiosa, pero azuzados y utilizados por el clero y los latifundistas, y otros, por tener sus tierras, pero al mismo tiempo por una presencia menos ominosa de la Iglesia y de los ricos. Ramón no estaba de acuerdo con ninguno, porque como en la revolución, veía un bandolerismo disfrazado en base a creencias o reivindicaciones. Para fortuna del matrimonio, a Jerez no llegó la guerra porque los agraristas contuvieron a los cristeros. Fueron dos años difíciles.
El 15 de junio de 1928 Ramón cumplió cuarenta años. Ya casi no viajaban fuera del estado. Un mes y días más tarde supo la noticia del asesinato de Obregón en San Ángel. Pensó que si Obregón había mandado matar a Carranza y a Villa terminaría igual. Pero lo que le causó más asombro fue saber ese año que, a avenida Jalisco, donde habitó con su familia en el número 71 y habitó también el sonorense en el número 185, cambió su nombre por avenida Álvaro Obregón. “Le hubieran puesto Avenida del Carnicero. Casi no dejó general con vida.”
Los hijos crecían y eso lo hacía feliz. Se enteró de que su amigo Pedro llegó a director de la Escuela Nacional Preparatoria y había surgido un movimiento en torno de Vasconcelos, quien aspiraba a la presidencia, movimiento perseguido por Calles. Él y Margarita seguían trabajando la parcela y la huerta y yendo a pasear por las calles y plazas del pueblo, asistían a misa y visitaban a los parientes y a los amigos. Quién diría que se pasaba las horas, como antes su padre, jugando cartas o dominó. Acostumbrado a las estrecheces y temiendo vivirlas de nuevo no apostaba alto.
Pero vino el golpe. A finales de 1930, en una charreada, haciendo una suerte, el caballo se encabritó y lo lanzó para un lado y se fracturó el fémur y el brazo derechos, y se dio un fuerte golpe en la cabeza. Lo [mal] operaron. Tendido en la cama, casi paralizado de un lado, sintiéndose un inútil, padeció aún más por la crudeza del invierno, pese a la cuidadosa diligencia de Margarita, de los hijos y de la familia Berumen. A mediados de enero enfermó de una gripe feroz. La cabeza, a causa del golpe y la gripe, le dolía atrozmente. Adelgazaba a ojos vistas. Ante la angustia y la tristeza de la esposa y los hijos declinaba mental y corporalmente. No podía ni leer. La casa de la pequeña finca se apagaba. Margarita escribió a la madre de Ramón que el esposo empeoraba y le quedaba poco de vida. Llegó la familia, que se asentó con los parientes de Jerez, y llegaron Pedro, el poeta Rafael López y el zacatecano Jesús González, quienes asistieron, con el cura que le puso los últimos óleos y le dio la última bendición, a la muerte de Ramón a fines de marzo de 1931. Como él mismo anheló de muy joven, enterraron a Ramón en el cementerio de Dolores de su pueblo, pero no inscribieron el nombre sobre la lápida.
Margarita González vendió la pequeña finca jerezana y una semana más tarde se regresó con los niños a Lagos, de donde ya no salió nunca. Del marido sólo conservó las cartas y el poema que le mandó por correo en 1920. Poco después recibió una carta de Pedro y Laura; contestó que ya no quería saber nada –entenderían sus razones dolorosas– de lo que se relacionara con Ramón. Ni siquiera supo que el año siguiente se editó en la capital el libro de poemas póstumo del esposo.
Vinieron para ella años monótonos y tristes, pero no quiso que sus hijos los vivieran. Francisco González León no entendía por qué la joven pasaba de largo frente a su farmacia y no se volvía ni siquiera a saludarlo.