Un perdón que conduce al olvido, incluso al duelo, no es, en sentido estricto, perdón

No hay perdón al matar
José Cueli
Dice Jacques Derrida, hablando del perdón en estos días de conflictos en Afganistán o perdones relacionados con la Conquista o el tema inacabable de las migraciones y los crímenes y violaciones que salpican de sangre el espacio mexicano. Un perdón que conduce al olvido, incluso al duelo, no es, en sentido estricto, un perdón. Éste exige la memoria absoluta, intacta, activa, un mal, un culpable.

En tanto que no se condena a muerte a los criminales se ha iniciado en efecto un proceso de cohabitación y, por tanto, de reconciliación. Ello no equivale a perdonar. Pero cuando se viven juntos, incluso, si se vive mal, hay una reconciliación en curso.

¿Quién perdona a quién, cuando lo imperdonable son crímenes contra la humanidad y las víctimas ya no tienen las palabras? ¿No les corresponde perdonar en primera instancia a las víctimas? ¿Se puede perdonar en nombre de las víctimas?; las anteriores, preguntas de Antoaine Spire a Derrida.

Y contesta: ¡No! Sólo las víctimas tendrían eventualmente el derecho de perdonar. Si estás muerto o desaparecido, de algún modo no hay perdón posible. Lo cual implica que las víctimas deben seguir vivas para perdonar a su verdugo y no puede ser de otro modo. ¡Perdonar lo imperdonable, no puede ser nunca la muerte!

Otro aspecto en la escena del perdón, por mucho que exija la singularidad de un cara a cara entre la víctima y el culpable, es que hay un tercero que es parte implicada. Incluso, si son dos en el cara a cara, el perdón implica también un tercero desde que pasa por una palabra o alguna huella terrible en general. La escena del terror puede, por tanto, incluso prolongarse por la muerte, por muy contradictorio que esto parezca con la exigencia del cara a cara entre dos seres vivos: la víctima y el criminal.

Mas aparece un nuevo factor: el secreto no es sólo algo, un contenido que habría que ocultar o guardar para uno mismo. El otro es secreto porque es otro. Yo soy secreto, estoy segregado como otro. Una singularidad ésta por esencia agregada. Hay quizás un deber ético y político en respetar el secreto, un cierto derecho a un cierto secreto. La vocalización totalitaria se manifiesta desde que ese respeto se pierde. No obstante, de ahí la dificultad, hay también abuso del secreto, explotación política del secreto de Estado, policiales y otros.

Ciertos archivos no deben permanecer inaccesibles. La política del secreto reclama responsabilidades diferentes según las situaciones. Una responsabilidad que debe ser cada vez singular, excepcional, el principio de toda la vocación en la literatura de dar cuenta de ese secreto.

La literatura guarda un secreto que en cierto modo no existe. Detrás de una novela, o un poema, lo que en efecto es la riqueza de un sentido por interpretar no tiene un sentido secreto que buscar. El secreto de un personaje, por ejemplo, no existe, no tienen ningún espesor fuera del fenómeno literario. Todo es secreto en la literatura y no hay secreto oculto tras ella. He aquí el secreto de esta extraña institución respecto de la cual y en la cual no dejo de debatirme más precisa y recientemente en ensayos como es la muerte y en lo que es de parte a parte una ficción: la tarjeta postal.

(Derrida J., Papel máquina, Editorial Trotta, Madrid, 2011, y una entrevista que le realiza Antoine Spire para Le Monde en 2000; página 284.)

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