El poeta y su maestro (una carta)

El poeta y su maestro (una carta)

Cesare Pavese

 

Querido profesor:

He recibido su carta: uno de estos días volveré a pasar por su casa y espero tener más suerte que la últim a ocasión. Me siento así, voluntarioso, porque esa carta me animó. En ella encontré expresado en pocas palabras todo lo que había reflexionado desde hace un buen tiempo sobre qué iba a decirle cuando finalizara la escuela. “Nuestra escuela comenzará ahora para usted… venga a hablarme de sus estudios, de sus escritos, de sus días…” Esto era lo que yo quería decir y ya había encontrado cierta frase, que me gustaba y no: “Este verano que estaré libre de mis ocupaciones, quiero ser un amigo del Prof. Monti.” Si mi manera de decirlo le parece demasiado precipitada, se compensa pensando que mi sentimiento era y es precisamente esto y, por lo tanto, habría estado en contra de nuestros principios adornarlo con un hermoso estilo, más literario, pero menos sincero.

Por cuanto parece, nuestras cartas van tomando el aspecto de una campaña despiadada contra la literatura. Pero en seguida derramaré bastante agua fresca sobre el fuego, hablándole, si usted me lo permite, de mis ocupaciones en la villa. (Sin embargo le juro, sobre mi futuro, que ahora no imito a Maquiavelo.) Por lo tanto, escuche, si lo desea.

Escribo y estudio todo el santo día, y cuando, por la rabia, salgo corriendo de casa, tengo alrededor un yugo de colinas, todos los bosques, que es una maravilla vagabundear.

Y aquí, quizá presuntuoso, espero una reprimenda suya: que debo distraerme más, que las bromas hay que hacerlas cuando somos jóvenes para no hacerlas con los cabellos grises, que el mundo no se conoce todo únicamente en los libros, en resumen, las cosas que me dicen siempre. Pero usted, que hasta ahora sólo me conoce en la escuela, puede decirme estas cosas y con razón; los demás, en cambio, que me acompañan en la vida de todos los días y continúan repitiéndolas, me darían casi lástima si no tuvieran la atenuante de que mi carácter es demasiado cerrado para conocerlos a fondo. Piense sólo en esto: que no existe en este lugar uno solo de mi familia que desde hace cuatro años haya logrado leer un escrito mío, si no es “sacándomelo” a escondidas.

Porque es necesario comprenderme bien –como yo entiendo los teoremas de matemáticas– para llamarme literato por un mes o dos al año que yo, forzado incluso por las circunstancias, paso estudiando a gusto lo que más me gusta. Por lo tanto, en contra de la primera acusación, yo digo que cuando no se siente la necesidad de ocio es inútil molestarse.

Después, en cuanto a las bromas, le aseguro que las hago peor que un muchacho de infantería. Hace tres años no, era un colegial entonces, no me deprimía, vivía en la cáscara: en seguida los años se intensificaron, la amplitud de las ideas, de las aspiraciones, su enseñanza, todo se juntó y entré en la vida. Entré con el deseo de hacer y de conocer en un océano totalmente desmedido; e incluso si me reuní con toda clase de compañeros, fue para entender y probar esa vida que practicaban, enriquecer mi experiencia. (Por lo demás, en pocos años, de los doce para arriba, pasé revisando una veintena de profesiones, en todas viendo una seducción.) Mi carácter era tímido y reservado: no es que ignore que debo forzarlo para la vida moderna, y cada día aprendo más porque vivo en medio de ella, siempre preocupado en mi interior, regocijándome de mi personalidad que siente, comprende, recoge.

He llegado a frecuentar esos lugares recomendados por Catón, y no lo hago por decirlo, pero la lucha ha sido dura: la he ganado y toda una parte nueva del mundo se me ha revelado. Eso demuestra que no sólo vivo de los libros y para los libros. Pero, al final, si tengo que decirlo, creo que la mayoría de los libros me han abierto la vida. No los de gramáticas o los de lingüística, sino todas las obras en las que vive alguna emoción. Al principio, deslumbrado por los grandes nombres, me detuve en los poemas homéricos, en la Comedia, en Shakespeare, en Hugo. Hace cuatro años empezaba a tener en mis manos sus obras y me exaltaba confusamente sin comprender por qué. Ahora, después de cuatro años de trabajo y después de que nos enseñara a leer, creo que poco a poco he llegado a entender cuál es su encanto.

La poesía no hace más que otorgar una existencia inmortal a la vida y, por tanto, ellas, las obras de poesía, son el resumen de siglos que se conservan vivos. Vivos, esta es la gran palabra que encontré a fuerza de fatigas y no de pocos desánimos. Y de mano en mano se me revelaba esto que considero una verdad mía; de mano en mano encontraba en los libros la vida de siglos pasados, me crecía el ardor por conocer nuestra vida actual. El porqué, es obvio. Pero también es muy satisfactorio. Y dejo que usted lo descubra. Entonces verá que solamente estoy sumergido en los libros. Créame, en mis estantes hay la certeza de que sólo con mirarlos me da un escalofrío de entusiasmo por la espalda.

En este punto, si no le molesta, le daré una descripción de mi trabajo. Estudio el griego para poder un día también conocer mejor la civilización homérica, el siglo de Pericles y el mundo helenista. Leo a Horacio alternándolo con Ovidio: es toda la Roma imperial la que se descubre. Estudio alemán en el Fausto, el primer poema moderno. Devoro a Shakespeare, leo sucesivamente a Boiardo y a Boccaccio, todo el renacimiento italiano, y, por último, La légende des Siècles y Hojas de hierba de Walt Whitman, este es el más grande. Así, inquieto, ayudado por la sabiduría (poca, pero crece siempre) del conocimiento del tiempo entre todas estas civilizaciones –que ahora perduran únicamente en la poesía– me exalté con sus ideales, y en ellas observo el camino […] y de ese modo estudio la vida moderna.

Todo esto me permito decirlo para defender mi método de vida veraniego y un poco también para romper finalmente el hielo y comenzar esa comunión espiritual que tanto deseaba y que con mayor alegría me vi ofrecido por usted mismo.

Como puede ver, le he puesto sin ceremonias un plato de mis experiencias, si bien puedo llamar así a las que quizás no son más que las ilusiones doradas de un joven inexperto; pero me consuelo pensando que también usted ha sido joven y que también usted ha tenido sus ilusiones. Y creo, aunque no lo he experimentado, pero me lo imagino, que después en la vida los mejores momentos son cuando se revive aquel tiempo. ¿O quizá me equivoco?

Y a propósito de la admiración, le declaro aquí que estimo más a usted que a todos los Superintendentes del mundo. Por fin puedo decirlo sin miedo a que me tomen por un violinista. No sé cuánto podrá hacer usted con esta pobre declaración mía, pero le aseguro que la mitad de mis compañeros, los que conozco bien, son de mi mismo sentimiento, si no mayor.

Por ahora basta, que usted tendrá otras cosas que hacer. Me atrevo a rogarle una respuesta, pero le sugiero que se sienta cómodo. Y en ella me vea enteramente las cáscaras, me critique, me regañe. Le recuerdo aquí la conclusión de una de mis obras, la primera, “La presentación al profesor”. “Y tráteme con toda severidad, porque los obstáculos más duros lo son cuanto más placer hay en derribarlos.” Esto escribí, con esa osadía que nunca me ha abandonado en los último tres años, y usted sabe algo al respecto, que ni siquiera en esta carta me abandona y que nunca me abandonará (es quizá mi tesoro más querido). Y ella, imperturbable, me cambió el “fuerte” por “duro”, “difícil”, si recuerdo bien. Así hágalo siempre. Desde ese día, amé en ella algo más que al profesor.

 

Suyo,

Pavese.

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