El horror, el miedo y la condena

Cinexcusas

Luis Tovar

 

Ubicada en algún punto de la Sierra Madre Occidental, vale suponer que bajo el ilícito y criminal dominio del Cártel Jalisco Nueva Generación, puesto que se desarrolla en territorio jalisciense, la trama de Noche de fuego (2021) –escrita y dirigida por la salvadoreña-mexicana Tatiana Huezo, habitualmente documentalista– comprende un lustro. Aun sin ser determinado de manera específica en el filme, cabe aventurar que dicho lapso corre, de manera aproximada, de 2020 hacia atrás, hasta 2015, aunque podría ubicarse un poco antes quizá.

La especificación es relevante porque, siendo Huezo una cineasta demostradamente interesada en la denuncia fílmica de diversos tipos de horrores –baste citar El lugar más pequeño (2011), documental acerca de la guerrilla salvadoreña y, muy cercano en tema a Noche de fuego, el documental Tempestad (2016) para corroborar dicho interés–, cabía esperar que en su primer largometraje de ficción volviese a mostrar, sin ambages mal justificados por la ficcionalización como sucede con otros cineastas, una situación real espeluznante.

Dicha realidad, en la cual amplias zonas del territorio nacional son controladas por diversas organizaciones criminales, se recrudeció a partir de 2006 debido a lo que, hoy se sabe, no fue ningún “combate al narcotráfico” sino, muy al contrario, un secreto y aberrante pacto entre esas organizaciones y las autoridades legalmente establecidas que, de ese modo, se volvieron cómplices absolutos y coperpetradores de un horror que, con el paso de los años, no hizo sino recrudecerse hasta alcanzar, precisamente en los años de la probable ubicación temporal de Noche de fuego, una cúspide inaudita de la cual, con una lentitud y parcialidad desesperantes, este país apenas empieza a dar muestras de bajar.

 

De los ocho a los trece

De eso, nada más pero nada menos, es de lo que trata Noche de fuego: del modo en que suceden esos horrores y cómo son vividos por los pobladores de una pequeña localidad serrana. Trazada desde el punto de vista de Ana (Ana Cristina Ordóñez/Mayra Membreño), la trama comienza cuando ella tiene ocho años de edad y de ahí salta hasta que cuenta trece. En ese lapso, una compañía minera socava hasta arrancarle la mitad a un cerro de las proximidades; los habitantes trabajan, unos en esa mina a cielo abierto y otros en la siembra y cosecha de amapola, en ambos casos virtualmente esclavizados so pena de morir de hambre o de bala si osaran querer dedicarse a otra cosa; las trocas del narco se pasean con lujo de impunidad por los caminos aledaños; las tropas del Ejército hacen ocasional acto de presencia sin que esto implique “combate” alguno, mientras la policía va más allá, colaborando abiertamente con el Cártel.

Lo anterior, de suyo horrendo, sólo es el contexto de la historia central: la de Ana, María y Paola, primero niñas y luego adolescentes, viviendo el miedo atroz de ser raptadas, violadas y luego quizá vendidas, si no directamente asesinadas; el miedo de sus madres, que tienen que arreglárselas solas con la educación y la protección de sus hijas; el miedo de ser testigos de la impunidad absoluta, la complicidad criminal y la total ausencia de posibilidades de cambiar la realidad, como si se tratara de una condena inescapable.

Una luz, insuficiente de tan pequeña y, una vez más, congruente con la realidad de la que Noche de fuego se hace eco, apunta hacia el final: han de ser los propios pobladores quienes, aunque sea de modo parcial, hagan algo de justicia donde y como se pueda; por ejemplo, en los bienes mal habidos de un joven paisano que decidió formar parte del narco. Empero, y en una solución que en el fondo no lo es, para salvarse del miedo, la condena y el horror será preciso abandonarlo todo, tal como a gran escala todo parecía estar abandonado a su suerte hasta hace unos años, demasiado pocos para que esta realidad se transforme de manera sustancial.

 

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