Querría volver al Valle de la Muerte. Allá dejé tirada mi vergüenza, en suelos que no crecen una sola hoja

Viajes a lugares vacíos
Hermann Bellinghausen

DEATH VALLEY

Querría volver al Valle de la Muerte. Allá dejé tirada mi vergüenza, en suelos que no crecen una sola hoja ni admiten esporas, sólo sal y sol y soledad. A treinta o más metros por debajo del nivel del mar, es uno de los lugares más calurosos, planos, duros y quebradizos del planeta.

El reflejo en las salinas y los espejismos de la distancia remedan ríos y lagunas capaces de engañar con sus espejos a las águilas perdidas. Le nace un arcoíris de arcilla mate, apastelado, en el compacto nudo que encañona La Paleta del Artista. El Punto Zabriskie, su mayor altura, abre los ojos a la desolación más muerta de los valles muertos. ¿O estarás en Marte? También en una película demasiado sixties de Michelangelo Antonioni, Zabriskie Point, por años prohibida en México.

Nada nace allí y lo que muere desaparece calcinado, sin aroma ni residuos que no sean minerales. En la noche las estrellas cuelgan completas. Constelaciones encimadas se dan de gritos o susurran, enfriando el suelo en la paz de las retinas suspendidas. Lejos, lejos las montañas prueban que el firmamento tiene fin y la Vía Láctea es sólo un látigo en la cara de quien se atreve a no morir.

MAR MUERTO

Gota de océano atrapada en mitad del desierto, a orillas de tierras largamente prometidas y antiguas tribus árabes. El agua espesa te ahorra nadar. Flotas como una hoja en el estanque. Barro curativo, cosmético, maleable y plástico. Playones que queman el fuego seco de Jordania, la pólvora caliente de Israel y una rendija prohibida de Cisjordania. Palestina sin embargo es un nombre que únicamente los cristianos de visita pronuncian en estas orillas circulares, y sólo por razones bíblicas.

Allá arriba (curioso decirlo de la superficie marina) en los océanos transcurren los barcos del mundo, orcas, mantarrayas, plancton y bañistas. Aquí el agua misma está muerta. Pero admite bañistas.

El profeta no se atrevió a cruzarlo. Los reyes y señores del desierto por más que lo hollaron no dejaron huella. Pero qué delicia el toque pétreo de esas aguas sin edad ni curso. Las manchas blancas de las salinas son lunas en la tierra. Sólo el agua puede ser maravillosamente azul o verde en el paisaje marrón y gris y amarillo.

El día pesa como el aire seco. Unas voces resucitan un idioma casi extinto. Otras respiran uno que no morirá nunca. Más que lenguas, religiones. La caricia inerte de un recuerdo milenario pulveriza los huesos en un mar sin fondo y quieto.

SINAÍ

El maltratado autobús de segunda rebosa egipcios. Las ventanas dan a una línea de arena callada y sin forma que se aleja detenidamente, si acaso rota por alguna cabaña en ruinas o un vehículo de la Guerra de Seis Días, abandonado en la retirada israelí luego de ocupar militarmente por años este vacío Sinaí, entre la feraz ribera del Nilo y el Mar Rojo de mi casi morir ahogado.

Dicen los arqueólogos franceses que tras la blitzkrieg de Moshe Dayan el invasor excavó afanosamente, buscando restos del Éxodo o cualquier otra prueba sólida del pueblo elegido. Al no encontrar nada devolvieron a los musulmanes el desierto que les habían robado.

EL PÁRAMO

Habíamos llegado a un refugio sobre el espinazo de los Andes y salimos a pasear en llama. Subimos tan alto que a pesar de las nubes podía verse a la distancia de un sueño ajeno la planicie del Pacífico. La mujer que nos iba guiando arreaba en kichwa a nuestras monturas. Cayó la noche más negra que recuerde y en ese erial de altiplano, en el techo del mundo, todo desapareció.

Temí estar perdidos. Éramos sólo yo y mi hijo de 10 años. Sentí doble apremio. Pregunté a la mujer que nos conducía zigzagueando en la negrura de regreso al refugio si sabía el camino y tranquilamente respondió que sí, aunque no lo parecía. Ni estrellas que brillaran, ni siluetas, ni horizonte más allá del vaho frío en la cara. Pensar que de ese páramo nacen las aguas del río Amazonas.

Transcurrió un tiempo. La mujer creo que sí se había desorientado. Al fin una pendiente y a sus pies las luces del refugio le devolvieron forma a la nada.

GROENLANDIA

Volé sobre los hielos absolutos de Groenlandia a un altura suficiente como para sentir el frío y ver que en esa llanura no se movía nada. Tierra ártica sin maleficio explícito, no pudieron con ella los vikingos. Entendí por qué la ceguera blanca es distinta de la negra, la cual no admite sombras ni siluetas, es pura sombra. En blanco es peor, llega a ser enloquecedora, la mente no descansa de la luz, una luz inútil alumbrando nada. No respiré los ojos hasta alcanzar el azul casi negro del Atlántico.

GUERRERO NEGRO

La blancura absoluta y cruel de la sal escurre hasta el mar de California, amplio estanque para el recreo de las jorobadas apareándose. Camino sobre vidrio molido. La vida orgánica tiene prohibida la existencia. Si no fuera por el trajín de las aves marinas y algún gavilán a muchos metros de altura, la cantera de Guerrero Negro parecería eterna. Pero como un Alka Seltzer, al contacto con el agua se disuelve.

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