Hace cincuenta años, surgió una nueva generación de críticos literarios, en revistas y suplementos

La crítica literaria en México

José María Espinasa

La crítica literaria en nuestro país, tan necesaria para orientar, apoyar y fomentar la lectura de las obras de autores nacionales y extranjeros, ha tenido altibajos. Aquí se comenta sobre todo el trabajo de Vicente Francisco Torres y se menciona a otros críticos ya bien establecidos, como Evodio Escalante, Ignacio Trejo, José Joaquín Blanco y Alejandro Toledo.

 

Hace cincuenta años, en el marco de una renovación cultural fruto del movimiento estudiantil, surgió una nueva generación de críticos literarios, reseñistas en revistas, suplementos y periódicos, cuya labor se potenció a partir de 1976 con la aparición de nuevos periódicos y publicaciones de toda índole. Hacer la lista ocuparía demasiado espacio en esta nota. Esa crítica reflejaba un entorno rico en propuestas y necesitado de una red informativa que diera cuenta de lo que se hacía. Uno de los principales críticos surgidos en ese momento fue Vicente Francisco Torres, hoy autor de una amplia bibliografía ensayística y quien recientemente publicó un breve y melancólico volumen, Mis adioses, en los Libros del Laberinto de la UAM Azcapotzalco, institución en la que da clases y se desempeña como investigador. La generación no se consolidó como grupo –era demasiado amplia y diversa– y hoy cada crítico tiene su valor autónomo y específico en un panorama cultural muy distinto, para mal, del de hace medio siglo.

Muchos lectores le debemos a Vicente Francisco Torres el conocimiento de autores raros, extraños, olvidados, marginales, heterodoxos. Fue uno de los primeros en llamar la atención sobre Jesús Gardea, por ejemplo. Yo le debo mi entusiasmo por Ramón Rubín, el prolífico narrador culichi, hoy un poco olvidado y de quien urge un rescate. Torres llamó a esa literatura “otra”, con toda la amplitud que tiene ese calificativo. Compartí con él en una época la pasión por la narrativa policíaca, en especial la mexicana, y seguí con atención su intento de ordenarla y darle rostro. Incluyó un cuento de mi padre, sin saber quién era, en su antología del cuento policíaco mexicano (cosa que le dio un enorme gusto) y que yo le agradezco enormemente. Compartí también el placer por la música popular afroantillana, de la cumbia a la salsa, pero no lo seguí en su entusiasmo por esas manifestaciones literarias en diversos autores, poetas y novelistas. Sin que nos frecuentáramos mucho, lo considero un amigo y un maestro.

La aparición de Mis adioses tiene algo de inquietante: por un lado, nos informa de la muerte de varios autores que él analizó y dio a conocer a los lectores –Severino Salazar, Ricardo Elizondo, Jesús Gardea– y lo cerca que estuvo de morir él mismo cuando le dio un infarto hace unos años. No es, sin embargo, un libro llorón, sino una especie de inventario literario emotivo; por otro lado, consecuencia de que muchos de los textos son obituarios, es un retrato colectivo de una generación de narradores extraordinaria, que sin embargo no alcanzaron nunca un gran público. ¿Sería este hecho un testimonio de que la generación de críticos que nació en los setenta ante los lectores no alcanzó su verdadero objetivo: acompañar a los narradores y poetas contemporáneos? Es probable que sí, pues fueron víctimas de un subrayado y en parte saludable cambio de intereses en los lectores: lo mexicano pasó a segundo plano. También contribuyeron las sucesivas crisis económicas, la caída de la industria editorial mexicana y la preponderancia de la española ante el lector.

Vicente Francisco siguió con su labor y le debemos varios libros esenciales, de los cuales tal vez el más importante sea La novela bolero latinoamericana. Mis adioses me ha llevado a un proyecto de relectura de su obra crítica y a cierta nostalgia de mis pocos años de labor en la UAM-A. Y esto me lleva a un asunto paralelo. En dicho plantel trabajó un núcleo importante de escritores, entre ellos Miguel Ángel Flores, Severino Salazar, Óscar Mata, Francisco Conde Ortega y otros que sería largo enumerar. Actualmente las novedades más recientes de los Libros del laberinto, la colección editorial que publica dicha casa de estudios, además del ya mencionado, configuran un notable proyecto: León Felipe, de Jorge Ruiz Dueñas, La experiencia surrealista en la poesía hispanoamericana, de Gabriel Ramos, y dos volúmenes de ensayos de Daniel González Dueñas, cuya obra ensayística ocupó estas páginas hace un par de meses y sigue creciendo de manera muy brillante. El trabajo editorial aquí mencionado y en general de las universidades en su conjunto ofrece muchas veces libros muy buenos que, sin embargo, el lector desconoce, no tienen buena distribución, no son noticia, no llegan a librerías y si acaso circulan de manera secreta y ni siquiera la web remedia un poco esta problemática. En todo caso, felicidades a la UAM Azcapotzalco y a su editor Juan Arroyo por estos títulos.

Volvamos al asunto del principio: la crítica literaria es hoy más necesaria que nunca. La oferta es mucha y muy abundante y requiere tanto información como orientación. Sin embargo, las revistas son cada vez menos y dedican menos espacio a la crítica y a las reseñas de libros. La modulación de los intereses del lector está cada vez más sujeta a la publicidad, a la capacidad económica de los editores para planear los lanzamientos, a los grupos de poder. Críticos como Evodio Escalante, Vicente Francisco Torres, Ignacio Trejo, José Joaquín Blanco, Alejandro Toledo y Christopher Domínguez cartografiaron un paisaje plural, notable y de alta calidad. Ese paisaje sigue ahí para que lo visitemos. Y la misma labor crítica que lo acompañó es –debería ser– ya parte de él.

 

 

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