!La musa escribe al poeta» La Voltereta más ruda de lo que parece y poco grata para casi cualquier poeta.

Biblioteca fantasma

Eve Gil

Todoposeído

 

La musa escribe al poeta. Voltereta más ruda de lo que parece y poco grata para el ego de casi cualquier poeta. Se trata de dejarlo de lado y entregarse servilmente a lo que un agente silencioso (no es casual que “silencio” resuena insistente en cada resquicio del poema) tiene que decir sin entregarse al estruendo ni a la pirotecnia que, por lo general, acompañan la poesía hecha para hacerse oír. Por eso he optado por referirme a Román Cortázar (Mérida, 1980) como un poeta médium; porque se deja escribir por otros al tiempo que permite que éstos se manifiesten a través de su poesía, poseedora de rara fragilidad y transparencia, lo que, paradigmáticamente, la vuelve más asible y visual. Es el poeta que se come las metáforas y no al revés. Él está ahí para que los sentimientos y las emociones lo atraviesen cual figura espectral, dispuesto como un faquir o un santo para clavarse las hipérboles. En ese sentido es posible advertir ciertas influencias, algunas de las cuales él homenajea en un tono por completo apartado de la superioridad. Tono, en todo momento, de reconocimiento y gratitud que recoge al vuelo un luminoso girón de la memoria, como esta reescritura de Pavese: “Por eso escribo Vienes con la rosa marchita y dices que pulverizará mis ojos.”

Las derrotas del silencio (Vaso Roto, Madrid, 2019) es el segundo libro de un poeta que pareciera tener mucha más tinta recorrida, aunque también ha incursionado en el ensayo, cosa que se advierte en varios de sus poemas que se aproximan a ser genuinos ensayos en prosa poética. Ha colaborado más en medios extranjero que de México, como Página 12 de Argentina y Marcha de Venezuela, entre tantos otros. Yucateco de nacimiento y uruguayo por adopción, aunque viene y va (“infatigable viajero”, se lee en su semblanza) y su acento, que es una orquestal mezcla de acentos, caleidoscopio perfectamente funcional en sus textos, Román Cortázar Aranda es una verdadera rareza en más de un sentido. Vive la poesía como si formara parte de su organismo. Habla “en poesía” sin parecer impostado ni “payaso” y hasta el más modesto recado lo exhibe como poeta nato. Quizá por ello sus poemas tengan algo de dolor animal, como un tenue quejido; como si el poema en sí mismo fuera una gran bestia herida, domesticada a fuerza de piedad pero también de rigor. Marchó a Uruguay por invitación de Eduardo Galeano, de quien no se presume experto, aunque lo sea, y gozó asimismo de la tutela de Juan Gelman y Tomás Segovia, cuya influencia palpita en cada línea como corazón a punto de romperse… o como la migraña de un filósofo enamorado sin esperanza: “a veces se quema/ y entonces abre la boca como un trueno/ pero un día/ el silencio lo encuentra/ y como a una soberbia campana/ lo abraza (nietzsche).

La letra pequeña. Veneración por el silencio previo al alumbre de las palabras, más que por las mayúsculas. Este tiento casi sacro para nombrar que no le impide crear y recrear (no abundan los neologismos pero brincan repentinamente, como luciérnagas en una oscuridad espesa) me remite un poco a Pessoa. La imagen de los hombres al pie del poema que alzan los ojos hacia un rostro omitido, no por ello menos divino del breve poema este último panero, combinada con la imagen del universo subiendo (apagadamente) las escaleras, es casi un autorretrato. Una descripción precisa (y veraz) del aliento poético de Cortázar. El silencio enunciado en el título cobra una presencia arrolladora a través de estos versos tan desnudos de sentimentalismo y cargados de emociones próximas al llanto. Poesía aérea, bien lo dice Elena Poniatowka en la contraportada: “Pellicer dijo que no tenía aeroplano, Cortázar vuela”, en más de un sentido. Primero fue el silencio. La palabra se antepone a un procesamiento consciente y uno sale de este libro experimentando una suerte de conversión a través de rezos que exponen lo más noble que puede tener un ser humano concreto capaz de proyectarse en sus lectores, “no volverá/ la mariposa cargando el poema/ no volverá/ a la voz de la cigarra/ le crece la tarde”. (soledad).

 

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