Efraín Bartolomé, Ocosingo, Chiapas, 1950, ‘Testamentum’. Poeta del agua,

“Sigue la vida, el río…” / ‘Testamentum’ de Efraín Bartolomé

Marco Antonio Campos

Este artículo trata, con tono entrañable y lúcido, sobre el último libro de uno de los poetas mejor establecidos de nuestra letras, Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 1950): ‘Testamentum’. Poeta del agua, diría Gastón Bachelard, en este volumen hace el recuento de sus días, como los de un río…

 

Hace unos meses Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 1950) publicó en la colección Libro Mayor de la Universidad Autónoma de Querétaro, Testamentum, que desde el título ya anuncia el legado que deja y se trasluce la tristeza de la despedida. Son poemas como un puente que van desde la vejez hasta la infancia, donde da gracias por lo que le ha tocado vivir durante más de siete décadas y cree que ya es la hora de hacer el recuento de lo que se ha ido y no regresará. A fin de cuentas, lo esencial del poeta es dejar al mundo su poesía reunida para de alguna manera seguir en esta tierra cuando él ya se ha ido; lo demás se lo lleva el viento; falta la reunión de la poesía de Efraín. Sería ideal una coedición de una institución chiapaneca con una editorial grande.

En la línea que sigue su libro fundamental (Ojo de jaguar), el cual con los años fue creciendo, Testamentum es parte o quizá el final de esa línea. Aquí se impone un tono elegíaco, el cual se complementa y completa con el tono celebratorio que hay en buena parte de su obra. Efraín Bartolomé no ignora que en el curso de una vida no dejan de volar flechas envenenadas, pero para él fueron mayores las horas del amor correspondido, la tupida y variada naturaleza de su estado natal y el viento variadamente musical de la poesía; en fin, que a los setenta años puede decir que ha sido un hombre feliz. Se vive entre lo que uno quiere y lo que el azar, afortunado o no, decide que uno sea. En él la felicidad no pasó de largo.

Poeta telúrico, Chiapas le representó lo que el paisaje tabasqueño a Pellicer y el paisaje del desierto y la Huasteca potosinos a Othón. No es dibujo parnasiano, sino el lector siente cómo paisaje y hombre son uno. En su obra –en este libro– el centro geográfico es Chiapas, donde anida su natal Ocosingo, la ciudad que cuando nació era un pueblo y fue la tierra de donde salió al mundo y a la cual ha regresado una y otra vez. Ocosingo es la casa que olía a azahares y orquídeas, es el cafetal de su padre y son las ruinas mayas, en especial Toniná. “He aquí el sueño de los días niños”, niñez en que estuvo rodeada de naranjos, de palmeras, de “umbríos cafetales”, años cuando se tendía boca arriba para ver en el cielo el fuego lejano, de donde sentía la fuerza del cerro Chacashib y caminaba por los fragosos senderos. Asimismo, en versos puntuales, recuerda con calculada minucia los trabajos y los días del proceso del café: desde el cultivo hasta la cosecha. Las otras ciudades que aparecen en Testamentum son la hermosa San Cristóbal de las Casas de su adolescencia y la Ciudad de México, en la que vivió desde la adolescencia hasta ahora, tan destruida por el contubernio de sórdidos políticos e insaciables especuladores, y a la que Efraín ha llamado “La Venus de las Cloacas”.

De rostro blanco pero con rasgos mayas, el múltiple pasado de sus ancestros circula en el cuerpo, el corazón y la poesía de Efraín Bartolomé. Los dos elementos del mundo que se repiten en su poesía son el fuego y el agua. Por eso habla de que su oficio es arder y su vida es un río. Ambos elementos hermanados, como se sabe, eran entre los mexicas el símbolo de la guerra (atl-tlachinolli), e implícitamente, de su vocación imperial.

Si hay una metáfora con la que Efraín Bartolomé compara el paso de los años es el río, o más concretamente los ríos chiapanecos, que de alguna manera van uniéndose hacia (en) el caudaloso Usumacinta, ante todo el “padre Jataté” y el “gran Lacantún”. Esos fueron los ríos, los ríos que se navegaron, que navegó Efraín con su mujer Guadalupe, y cada sitio no volverá a ser el mismo una vez que se pasó. “Yo conozco esas aguas desde el punto en que nacen/ hasta que desembocan en el mar.” La verdadera casa de Efraín fue Chiapas, y en los versos que escribió se oyen trasminados idiomas, dialectos y silencios de los pasados mayas.

Si en el decurso de los años el poeta ha visto a la tierra nativa con el milimétrico ojo de jaguar, habría que añadir que en la música de sus versos oímos asimismo el sigiloso paso del felino. De su generación, a la que pertenezco, y de las sucesivas que han pasado y pasarán como la generación de las hojas, Efraín Bartolomé es quien mejor ha descrito –ha vivido– la naturaleza.

Testamentum está compuesto de ocho poemas que se leen como uno solo. Los seis primeros son de una belleza melancólica, pero los dos últimos decaen en su lirismo, y de tan personales se vuelven anecdóticos. Eso no es muro para que sea un libro entrañable.

Lo he escrito varias veces y lo he dicho muchas veces. Para mí, desde 1981, cuando publicó la primera entrega de Ojo de jaguar en una modesta edición, Efraín Bartolomé se convirtió en uno de nuestros mejores poetas.

Y desde entonces: “Sigue la vida: el río…”

 

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