Cinexcusas
Luis Tovar
A la película Ich Bin Dein Mensch (2022), dirigida por la alemana Maria Schrader y coescrita por ella y Jan Schomburg, no le hace mucha justicia el modo como fue rebautizada en inglés –I’m Your Man, “soy tu hombre”–, y lo mismo sucede con el rebautizo en español: El hombre perfecto. De acuerdo con el uso coloquial de ese par de expresiones, resulta más bien obvio que en ambos casos la denominación remite sobre todo al ámbito amoroso de pareja, y no es que en la trama se prescinda de situaciones, expresiones y hechos de esa índole, que de hecho constituyen buena parte de lo que se ve y escucha, pero si se toma en cuenta el contexto de dicha trama y lo que pareciera ser la intención conceptual de fondo, limitar Ich Bin Dein Mensch catalogándola como una película de corte romántico-amoroso significa tanto como haberse perdido la verdadera miga del filme.
Más apropiado habría sido traducir literalmente “soy tu humano”, pero sobre todo más hábil, por las implicaciones del último vocablo cuyo alcance semántico no sólo es diferente al de “hombre” sino, desde una perspectiva ontológica, también es mucho más amplio y tiene absolutamente todo que ver con el desarrollo y el desenlace del romance-no romance del filme, a saber, el de una mujer y un humanoide. Ella, antropóloga especialista en culturas de la Antigüedad, está sola luego de un rompimiento amoroso y, por razones más bien de conveniencia laboral, acepta “probar” la calidad del humanoide, diseñado tanto física como mentalmente –mejor dicho, su algoritmo fue configurado– para ser “el hombre de sus sueños”, a quien deberá tener durante un lapso de tres semanas.
La contradicción agridulce
En armonía con las mejores películas de ciencia ficción, Ich Bin Dein Mensch tiene la virtud de pertenecer al género pero de modo tan sutil que, aprovechando sus características, lo trasciende al dar por sentado que así son las cosas: en el Berlín contemporáneo del filme, hay una empresa –innominada y como si fuera parte de la cotidianidad– que vende humanoides diseñados a pedido específico, al mismo tiempo que hay entidades responsables de determinar si en un futuro inmediato será o no legal que dichos humanoides gocen de derechos similares a los del ser humano, es decir que no sean considerados un objeto en propiedad sino miembros de una pareja, económicamente activos, potencialmente demandantes o demandados, etcétera.
Alma, la antropóloga, deberá entregar un reporte al respecto y Tom, el humanoide que sabe lo que es y para qué fue creado, tiene como comando básico lograr la felicidad de Alma; su algoritmo, al que alude constantemente, contiene una abrumadora cantidad de información de todo tipo, lo mismo de conocimiento general que específica relativa a promedios estadísticos y probabilidades –la memoria de Tom contiene combinaciones producto de más de diecisiete millones de fuentes de información–, además de estar diseñado de tal modo que admite ajustes y modificaciones para satisfacer de mejor manera las necesidades de Alma.
El parangón con lo que sucede en la convivencia de cualquier pareja es más que obvio: ¿quién que lo ha vivido ignora los complejos, a veces largos y otras veces infructuosos procesos de adaptación, asimilación y, valga el término, reconfiguración conductual-emocional de una pareja? Es entre humana o humanoide, pero la relación de Alma –y se entiende la pertinencia de ese nombre– con Tom acaba por no ser muy distinta a la que podría darse entre ella y un humano como ella, con una salvedad en la que radica la esencia del filme y que forma parte del “reporte” que entrega al final: el ajuste preciso a sus deseos elimina la posibilidad de la natural falencia del ser humano, por ende la sorpresa y, en última instancia, una incertidumbre sin la cual la humanidad seguramente sería algo distinto a lo que es.
En dilucidar eso consiste el concepto de fondo de Ich Bin Dein Mensch: qué requiere un ser humano para serlo de veras. Gozosamente, al final del filme ganan la contradicción y la sorpresa, tanto de uno como de otra.