Umberto Eco (Alessandria, 1932-2016) es uno de los escritores italianos más destacados del siglo XX

Cómo se escribe una novela?

Umberto Eco

 

Me considero un filósofo, aunque he escrito sobre muchos otros temas; y, ciertamente, también soy un filósofo que ha escrito siete novelas. Este último hecho, dadas sus dimensiones y el tiempo que me ha llevado desde finales de los años setenta hasta la actualidad, no puede considerarse un incidente secundario.

Sin embargo, en mi autobiografía intelectual no incluí mis novelas, salvo breves menciones. Soy muy consciente de que algunos de los que escribieron sobre mí en el libro La filosofia di Umberto Eco también tuvieron en cuenta mis novelas, tanto porque encontraron en ellas muchos temas filosóficos, como porque vieron en estos escritos otra forma en la que he filosofado.

Debo decir que, cuando comencé a escribir El nombre de la rosa, aunque utilicé muchos textos de filosofía medieval, no pensé que existiera ninguna conexión entre mi escritura literaria y la académica. De hecho, tomé mi aventura narrativa como unas vacaciones.

Pero ciertamente tenía conciencia de que estaba tratando cuestiones filosóficas en la narración, pero que existían preguntas que mi filosofía no podía responder. En la contraportada de la primera edición italiana se leía al final: “Si el autor ha escrito una novela, es porque ha descubierto, en su madurez, que lo que no se puede teorizar hay que narrarlo.” Parafraseando a Wittgenstein, se podría haber escrito: “De lo que no se puede hablar hay que narrarlo.”

En resumen, no pensaba en mis novelas como la demostración de ciertas teorías filosóficas. Estaba muy consciente de que a menudo estas obras se inspiraban en debates filosóficos, pero que éstos podían ser contradictorios, y en la narración escenifiqué esas contradicciones. De este modo, sucedió que muchos de mis lectores encontraron diversas posiciones filosóficas en mis novelas. Acepté estas lecturas, pero sin aprobarlas ni rechazarlas, sino basándome en el principio de que a veces un texto es más inteligente que su autor y dice cosas que éste no había pensado antes.

Lo sé, admito que en El nombre de la rosa hay un debate sobre el problema de la verdad (pero en la forma en que podría haber sido visto en el siglo XIV por un seguidor de Ockham en crisis); en El péndulo de Foucault existe una polémica contra el pensamiento ocultista y los diversos síntomas conspirativos; en El cementerio de Praga la teoría de la conspiración es nuevamente el tema matriz al tratar de mostrar la locura del antisemitismo; La misteriosa llama de la reina Loana aborda problemas sobre la memoria que ahora estudia la ciencia cognitiva; La isla del día anterior disfruta de una nueva mirada sobre las distintas filosofías del Barroco y el caso de un universo ilimitado que nace con los descubrimientos de la nueva astronomía; Baudolino es una reflexión implícita sobre la relación entre la verdad y la mentira; y, por último, Número cero es un debate implícito sobre el periodismo y la verdad fáctica.
Pero aquí prefiero tratar en términos de estética y teoría de la narratividad lo que podría llamar mi poética como narrador. Cuando los entrevistadores me preguntan “¿cómo escribió su novela?”, suelo interrumpirlos y respondo: “De izquierda a derecha.” Pero es una broma. En realidad, después de mis ensayos de ficción me di cuenta de que una novela no es sólo un fenómeno lingüístico.

Una novela (como cualquier narración que realizamos cada día, explicando, por ejemplo, por qué hemos llegado tarde esta mañana) utiliza las palabras para comunicar los hechos narrados. Ahora bien, en lo que respecta a la ficción, los hechos o la historia son más importantes que las palabras. Las palabras son fundamentales en la poesía (por eso la poesía es tan difícil de traducir, por los diferentes sonidos entre dos idiomas distintos). En la poesía, es la elección expresiva la que determina el contenido.

En prosa ocurre lo contrario: es el mundo que el autor elige, y los acontecimientos que suceden en él los dictan el ritmo, el tono e incluso las elecciones verbales. Por eso, en todas mis novelas mi primera tentativa ha sido diseñar un mundo y trazarlo con la mayor precisión posible, para poder moverme en él con total confianza.

Para El nombre de la rosa dibujé cientos de laberintos y planos de abadías. Necesitaba saber cuánto tiempo tardarían dos personajes en desplazarse de un lugar a otro mientras conversaban, y esto también establecía la longitud del diálogo.

Para El péndulo de Foucault pasé una noche tras otra, hasta la hora de cierre, en el Conservatorio de Artes y Oficios [en París], donde tuvieron lugar algunos de los principales acontecimientos de la historia. Para hablar de los templarios, fui a visitar el Bosque de Oriente, en Francia, donde hay vestigios de sus comandantes (a los que se alude vagamente en la novela).

Para describir el paseo nocturno de Casaubon por París, desde el Conservatorio hasta la Plaza de los Vosgos y la Torre Eiffel, pasé varias noches entre las dos y las tres de la madrugada caminando y dictando todo lo que veía a una grabadora que llevaba en el bolsillo, para no equivocarme en los nombres de las calles e intersecciones.

Para La isla del día anterior, naturalmente fui a los Mares del Sur, al lugar exacto en el que se desarrolla el libro, para ver los colores del mar, el cielo, los peces y los corales en distintas horas del día. Pero también trabajé durante dos o tres años en dibujos y pequeñas maquetas de barcos de la época, para averiguar el tamaño de un camarote o de una bodega, y cómo podía pasar una persona de uno a otro espacio.

Probablemente comencé a concebir Baudolino debido a que durante mucho tiempo deseé visitar Estambul, y el principio y el final de mi novela están ambientados en esa ciudad.

Una vez diseñado este mundo, las palabras lo siguen y son (si las cosas funcionan de forma correcta) lo que requiere ese mundo y todos los acontecimientos que se producen en él. Por eso el tono de El nombre de la rosa pertenece –a lo largo de la novela– a un cronista medieval: preciso, fiel, ingenuo y asombrado, plano cuando es necesario (un humilde monje del siglo XIV no escribe como Joyce).

En cambio, en El péndulo de Foucault tuvo que entrar en juego una pluralidad lingüística debido a las diferentes nacionalidades y culturas de los personajes. En La isla del día anterior, fue la propia naturaleza del mundo en el que comienza la historia la que determinó no sólo el estilo, sino también la propia estructura del diálogo y el constante conflicto entre narrador y personaje.

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