Lo tuyo, estimado Héctor, fue la escena: en los años cincuenta, aún estudiabas la secundaria y debutaste

Cinexcusas

Luis Tovar

Lo tuyo, estimado Héctor, fue la escena: a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, cuando aún estudiabas la secundaria, debutaste como actor. Estoy seguro de que ese primer papel representado te hizo sentir que ahí, frente al público, estabas en tu elemento, pues cuando cursabas la preparatoria seguiste actuando, y poco más adelante, mientras cursabas la carrera de Derecho, te inscribiste en la Escuela Nacional de Teatro de Bellas Artes y seguiste acumulando puestas en escena hasta sumar, según tus biógrafos, algo así como ciento cuarenta obras.

Lo anterior te convirtió, para decirlo con la expresión cariñosa del gremio, en un animal de teatro de pura cepa; sin embargo, no estabas destinado a quedarte sólo en los tablados y tan pronto como en 1962, a tus veintitrés años, debutaste cinematográficamente en Jóvenes y bellas, una de esas películas en las que, con dedito admonitorio y bastante candidez, se dirimían algunos tópicos del cambio generacional de los años sesenta. Algo similar puede afirmarse de Patsy, mi amor (1968), en la que también participaste, igualmente con un papel discreto.

Con el cambio de década, para ti cambiaría también esa condición pero, sobre todo, la naturaleza del cine con el que te diste a conocer masivamente: de los años setenta son El cambio (1971), El monasterio de los buitres Meridiano 100, ambas de 1973. Sin hacer menos a las dos primeras, en las que interpretaste a personajes radicalmente alejados de aquel cine más bien chabacano –un defensor del medio ambiente avant la lettre y un monje homosexual–, la tercera es la que, además de darte tu primer Ariel como mejor actor, puso de manifiesto que también escribías argumentos y el de esta cinta, a su vez, dejó clara desde entonces una postura política y social que no abandonarías nunca, sin que eso te llevara a ninguna suerte de “arte programático”. Por medio de ese guerrillero de Meridiano 100, no casualmente llamado el Rojo, definiste cuál era tu postura respecto de los polos ideológicos en aquel entonces tan marcados y en pugna, hoy rebautizados pero igual de irreconciliables, y planteaste críticas puntuales que, bien mirado y con las obligadas diferencias contextuales, no han perdido vigencia.

Doy un salto en el tiempo para abundar en lo anterior, pues no es casual que la única cinta dirigida por ti, Mónica y el profesor (2002), tres décadas más tarde, en esencia consista en un diálogo entre una joven y adinerada mujer perteneciente a ese grupo social que, creyendo no tener ninguna ideología suelen tenerla de derecha, y un maduro maestro universitario que siempre ha sido de izquierdas. Por supuesto, de inmediato vienen a la memoria dos de tus personajes cuya brevedad no les resta fuerza: uno, el padre de familia preocupado por la suerte de sus hijos que participan en el movimiento estudiantil de 1968 –en Rojo amanecer, de 1989, que coprodujiste y te dio tu segundo Ariel–, y dos, el viejo amigo de un fotógrafo que pierde la conciencia en el halconazo de 1971 y la recupera veinte años después, y que le explica a éste los cambios habidos en el espectro sociopolítico nacional y mundial –en El bulto, de 1991.

Entre esta última cinta y Meridiano 100 transcurrieron dos décadas, precisamente, y tu filmografía se hizo numerosa –El cumpleaños del perroMaría de mi corazón, Crónica de un desayuno…–, lo mismo que tu abundante presencia en el teatro y, hay que decirlo, también en telenovelas, de las que hiciste una treintena. Dabas la impresión de no parar jamás: estamos hablando de algo así como doscientos personajes, entre televisión, teatro y cine, a lo largo de más de seis décadas, y todavía te diste tiempo, hace un lustro, de integrar la Asamblea Constituyente de Ciudad de México.

Hablo al principio de tu clara vocación, pero no estarían completas estas líneas si dejara de mencionar tus convicciones, claramente humanísticas, progresistas y de izquierda, y lo que saben todos aquellos que te conocieron: tu inmensa generosidad. Por todo eso gracias, querido Héctor Bonilla.

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