50 años sin Arturo de Córdova

Celos, pasión y paranoia. 50 años sin Arturo de Córdova

Rafael Aviña

Sin duda, la figura de Arturo de Córdova (1908-1973), actor de grandes melodramas de la cinematografía mexicana del siglo pasado, es emblemática. Este artículo hace un recorrido comentado por sus películas más importantes y lo honra en el cincuenta aniversario de su muerte.
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Hacia 1935, el actor ocasional y legendario cronista de cine en radio y prensa, Roberto Cantú Robert, en breve director de la célebre revista fílmica Cinema Reporter, sugirió al productor Felipe Mier, quien estrenaba su nueva película Celos, escrita y dirigida por Arcady Boytler, que cambiara el nombre de uno de sus actores debutantes, Arturo García Rodríguez, por el apelativo artístico de Arturo de Córdova. Para entonces Arturo, de veintisiete años, hijo de un acaudalado español y una mexicana y nacido en Mérida, Yucatán, estaba recién casado y había vivido además en Estados Unidos, Argentina y Suiza, y se desempeñaba como exitoso locutor de radio en la XEW de la ciudad de México.

Celos, su primera película, era un tortuoso melodrama que involucraba las sospechas infundadas de un prestigiado médico: el doctor Armando Toscano (Fernando Soler), quien supone que su esposa Irene (Vilma Vidal) es amante del joven médico Federico (De Córdova). Trastornado por los celos, golpea al inocente doctor y se lleva a Irene y a su sirviente Sebastián (Emilio Indio Fernández) a una casa en las montañas. De vuelta al hospital enloquece durante una operación y es recluido en un manicomio, del que escapa para intentar matar a su mujer, al pensar que lo engaña con su criado. Atrapado y de nuevo encerrado en la institución siquiátrica, se suicida.

Celos se convertiría en un importante antecedente del intenso drama psicológico dirigido en 1952 por Luis Buñuel y titulado simplemente Él, inspirado en una novela de Mercedes Pinto, publicada en 1926 y adaptada por Buñuel y Luis Alcoriza. Él centra su acción en una trama de celos patológicos y paranoia en los límites del melodrama frenético, protagonizada por Arturo de Córdova en el papel de Francisco Galván de Montemayor. Es un relato de ficción que intentaba describir un caso clínico avalado, entre otras eminencias, por el doctor Julio Camino Galicia, célebre por sus tratamientos de hipnotismo para curar enfermedades nerviosas y severos casos de histeria.

Para ese entonces, De Córdova era ya una estrella absoluta con más de cuarenta películas como protagonista, entre dramas y comedias, ya que el actor tenía además una notable vis cómica que explotaba de tanto en tanto, sin separarse de su papel de galán (¡Que viene mi marido!, ¡Ay qué tiempos señor don Simón!, Su última aventura, Mi esposa y la otra, etcétera). No obstante, resulta evidente que la marca indeleble de Arturo de Córdova, fallecido hace medio siglo, son sus personajes dramáticos, excesivos, atormentados; la gran mayoría de ellos, médicos, psiquiatras… o adivinos. Una serie de curiosos retratos de masculinidades violentadas por un entorno social, psicológico, romántico y sexual que lleva al personaje a descender a infiernos mentales de delirio absoluto, adelantándose casi medio siglo a esa curiosa etapa de relatos hollywoodenses surgidos en los años ochenta y noventa, en los que se describe el universo de hombres protagonistas de dramas que cuestionaban su masculinidad a través de sus hijos, parejas, amantes e incluso niñeras de sus vástagos, y los colocaban al filo de un vértigo de emociones encontradas en películas como Atracción fatal, Pensamientos mortales, Pacific Heights/El inquilino, La mano que mece la cuna, Qué buena madre es mi padre, Papá por siempre y más.

En este recuento de algunas de esas obras extremas interpretadas por De Córdova destaca Él, filme con el que Buñuel conseguía catapultar, en manos de su protagonista, tópicos manipulados de manera convencional, como la locura y la desconfianza. En ese sentido, habría que recordar la magistral escena en el interior de la iglesia, justo cuando explota la demencia de Francisco, un obsesivo y puritano burgués y Caballero de Colón que atormenta con celos enfermizos a su esposa (Delia Garcés), en un relato melodramático, al mismo tiempo con gran carga de humor negro: un estudio minucioso de una enfermedad patológica con un De Córdova sublime, más aún cuando su mente imagina que el sacerdote (Carlos Martínez Baena) y la propia imagen de Cristo se burlan de él.

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En otro sentido, aunque tal vez con la misma fuerza, la primera gran obra maestra del histrionismo de Arturo de Córdova con personajes trastornados por la pasión (y el sexo) sucede en La diosa arrodillada (1947), de Roberto Gavaldón. Aquí, De Córdova encarna al ingeniero químico Antonio Ituarte, cuya esposa es de una belleza serena, abnegada y proclive al sacrificio (Rosario Charito Granados). Ituarte está obsesionado con la explosiva sensualidad de su amante Raquel Serrano, una espectacular María Félix ataviada por la diseñadora Lilian Oppenheim, que la muestra como una verdadera diosa.

El tema es la obsesión por la carne, la posesión corporal y la pasión desenfrenada de una pareja de amantes que llevan al extremo su desbordada sexualidad, con una evidente química erótica existente en la pareja protagónica. Se trata de una trama sobre el deseo, la culpa y la imposibilidad de dejarlo atrás, representada a su vez por esa estatua marmórea cuya modelo es precisamente María Félix. El desenlace resulta conmovedor y dramático, en los separos de una prisión preventiva donde se encuentra De Córdova, acusado de envenenar a su esposa. Los instantes de amor loco en el Hotel Reforma y en Panamá, entre el protagonista y su amante, tienen un desenlace fatal en una celda donde Ituarte ha tomado una decisión extrema y cuya caída se debe a su ambigüedad e indecisión: la de un hombre que no se define entre la pasión y el deseo, y el amor.

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Un poco antes y asesorado por psiquiatras, como los doctores José Nava y José Quevedo, Julio Bracho se interna en la mente desequilibrada de un cirujano que estudia la oscuridad del alma y la mente humana en Crepúsculo (1944), en un papel que sólo podría interpretar Arturo de Córdova, capaz de moldear otros personajes similares sin caer jamás en la repetición o la fórmula, tal y como lo demuestran La diosa arrodillada, En la palma de tu mano y Él. Por supuesto, no faltan los excesos melodramáticos; sin embargo, la película consigue sumergirse en las honduras psicológicas de una mente torturada por pulsiones de sexo y sangre.

En Crepúsculo, el médico Alejandro Mangino (De Córdova), decide dejar de operar debido a una psicosis que lo llevó a fracasar en una intervención médica, causando la muerte de un amigo, Ricardo Molina (Manuel Arvide). Tiempo atrás, al acudir a una cita con éste a la Academia de San Carlos, reconoce en una modelo desnuda a su examante Lucía (Gloria Marín). Emprende un largo viaje y, a su regreso, Lucía y Ricardo han contraído matrimonio, por lo cual evita estar junto a ellos, al tiempo que conoce a la hermana menor de ella, Cristina (Lilia Michel), y escribe sobre su propia obsesión criminal respecto a su amigo y marido de su antigua amante. Lucía y Alejandro se reencuentran sexualmente y Cristina se convierte en enfermera de Alejandro, a quien ama en secreto. Ricardo, que sospecha la relación entre su amigo y su mujer, inventa una excursión de cacería para sorprenderlos. Sin embargo, debido a una tormenta un árbol le cae encima y Alejandro debe operar de inmediato, aunque sabe que sus pulsiones eróticas hacia Lucía reprimirán sus habilidades, cosa que confiesa a su maestro en psiquiatría (Julio Villarreal). Ricardo muere. De regreso al presente, Cristina ha estado observando a Alejandro frente a la tumba de su amigo y le confiesa que lo ama. No obstante, torturado por la culpa, éste se arroja a una cascada sin que las hermanas puedan impedirlo.

Crepúsculo resulta un curioso antecedente de La diosa arrodillada. Se narra aquí la obsesión por un pasado sexual pleno y apasionado. La belleza y sensualidad de María Félix en aquel filme encuentra un equilibrio similar en el portentoso erotismo de Gloria Marín. Asimismo, existe de por medio una estatua de una mujer desnuda, así como el tema de la infidelidad, la culpa y la manera en que el pasado pervierte y enrarece el presente. No obstante, asimismo se conecta con otra de las obras maestras de Arturo de Córdova, para su total lucimiento y uno de los trabajos magistrales y poco reconocidos del versátil realizador Juan Bustillo Oro: El hombre sin rostro (1950), con guión suyo y la asesoría psiquiátrica del doctor Gregorio Oneto Berenque, un relato acerca de ese horror asesino que llevamos dentro, aunado a traumas sexuales y psicológicos, explotado con mayor fortuna por el cine de horror: el monstruo como alegoría de demonios interiores y cicatrices infantiles que desembocan en extrañas enfermedades y aberraciones sicológicas.

En efecto, nadie mejor para interpretarlo que Arturo de Córdova, quien consigue una vez más sumergirse en otro esquema similar al de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, ocultando sus ansias asesinas. El doctor Juan Carlos Lozano, médico forense de la policía, es el encargado de investigar una serie de asesinatos de mujeres; sin embargo, tiene pesadillas sobre un misterioso hombre sin rostro. Por ello acude con un amigo psiquiatra, el doctor Eugenio Britel (Miguel Ángel Férriz), con el que tiene una sesión de psicoanálisis en la que le cuenta el recuerdo de su madre dominante (Matilde Palou), que lo obligó a romper su compromiso de matrimonio. El psiquiatra empieza a sospechar que existe una conexión entre el anómalo comportamiento de Juan Carlos, prometido de Ana María (Carmen Molina), sus horrendos sueños y las mujeres asesinadas, entre ellas varias prostitutas; todo en un universo de recuerdos traumáticos y escenarios muy en deuda con la plástica del expresionismo alemán, donde el personaje de Arturo de Córdova alcanza un nivel de paroxismo total.

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