Reflexionar sobre la importancia y vigencia del son jarocho.»El renacimiento del son jarocho» y «El pájaro carpintero»

Un pájaro carpintero el rizoma del son jarocho

José María Espinasa

Dos libros recientes, ‘El renacimiento del son jarocho y el grupo Mono Blanco -1977-2000’, de Bernardo García Díaz, y ‘El pájaro carpintero. Músicos y lauderos de Veracruz’, fotografías de Silvia González de León y textos de Gilberto Gutiérrez y Juan Pascoe, dan pie a este artículo-reseña para reflexionar sobre la importancia y vigencia del son jarocho.

Este pájaro, fijado en la memoria de la poesía por Ramón López Velarde, como un pájaro civilizado, lejos del telurismo de los cóndores y águilas posteriores, es también una inevitable memoria de la importancia del son jarocho en la cultura mexicana, y de lo que en ese género lírico-popular tiene la madera –instrumentos, tarima, percusiones–, mismo que a partir del movimiento impulsado por Froilán López Narváez –la rumba es cultura– alcanzó un público distinto: los poetas y la clase media. Pienso en Francisco Hernández y su alter ego Mardonio Sinta, o en Ricardo Yáñez, Eduardo Langagne y Ana María Jaramillo, así como historiadores y musicólogos, como Antonio García de León.

Además, tuvo y tiene enormes y muy llamativas ramificaciones. Pienso ahora en un proyecto tan minoritario pero tan importante como el del Taller Martín Pescador, con sus libros hechos en tipo móvil y papel húmedo. Su creador, Juan Pascoe, es a la vez un investigador de los orígenes de la imprenta en nuestro país y durante un buen tiempo músico del grupo Mono Blanco, actualmente la más importante agrupación de son en el país. El Taller Martín Pescador publicó hace ya muchos años, luego fue reeditada por la Universidades Veracruzana, La versada de Arcadio Hidalgo, y Pascoe escribió el libro La mona, especie de memoria novelada de su experiencia.

Pienso que en el terreno de la poesía culta el son ha tenido un efecto refrescante, similar al que tuvo la introducción del haikú a principios de siglo por José Juan Tablada. El descubrimiento de la gracia en el rimo punzante de la brevedad. Esa condición que tienen las formas métricas de ser al mismo tiempo rigor e improvisación, molde y libertad en su acontecer. El son, fundamentalmente oral, tiene también su sentido escrito.

Recientemente han aparecido dos publicaciones que tienen que ver con el asunto. Un grueso volumen titulado El renacimiento del son jarocho y el grupo Mono Blanco -1977-2000-, debido al historiador Bernardo García Díaz, acompañado con una amplia iconografía documental, y otro titulado El pájaro carpintero. Músicos y lauderos de Veracruz, fotografías de Silvia González de León y textos de Gilberto Gutiérrez y Juan Pascoe. La fotógrafa, conocida por su admirable trabajo con cámaras de cartón, discípula de Kati Horna y Carlos Jurado, acompañó durante décadas al movimiento sonero fotografiando y documentando el hecho, así como participando en los fandangos, fiestas y encuentros, entre ellos el ya tradicional y legendario en Tlacotalpan. El libro fue publicado por la editorial Odradek, sello impulsado por los poetas Alfonso D’Aquino y Ángel Cuevas. Como se ve, un tejido bien tramado. El ojo de Silvia González de León es evidente en estas fotografías, y junto a los músicos y bailadores vuelve también personajes a los instrumentos y a los que los fabrican, los artesanos lauderos. Las manos nudosas de ellos y de los músicos más longevos parecen también talladas en madera.

El son jarocho –los hay de otras regiones– es claramente campesino y tiene su origen en poblados y rancherías, se caracteriza por un tono festivo muy peculiar, lo que lo lleva a ser un género bailable, en el que el baile con el taconeo se transforma también en música. Imagino a veces que el enlace entre letra y música se da en ese taconeo, que es como una manera de contar los acentos, de llevar el ritmo, no con las manos, sino con los pies. Tal vez de ahí venga la acepción de pie en sentido métrico, la repetición de un verso, o incluso, como en el colás, la de unas sílabas. Y las fotografías de esta autora me hacen pensar, ya encarrerado, que la noción de improvisación propia del son también está presente en el clic de la cámara, en el que hasta la foto más puesta en escena es improvisación y de allí le viene el ritmo del relato que la secuencia nos transmite. El son suele ser una poesía que cuenta una historia, con algo de romance o hasta de corrido, pero mucho más sincopada.

Por su lado, Bernardo García Díaz construye su libro con investigación, entrevistas, documentos y, desde luego, con una cercanía a los hechos que relata. El pájaro carpintero de estos sones está ya lejos del de López Velarde, de la misma manera que Jerez es muy distinta en su arquitectura de Tlacotalpan y es, sobre todo, una diferencia cromática. Recuerdo, por ejemplo, fotos de la misma Silvia González de León de las casas de Tlacotalpan, con un color –una coloratura– muy peculiar, húmedo y oxidado por el clima, que parece una composición visual colectiva, entre la gente y el tiempo.

Antes señalé el carácter campesino del son jarocho. Sin embargo ha alcanzado también presencia urbana, no sólo en Veracruz, Minatitlán o Coatzacoalcos, sino incluso en Ciudad de México, con el grupo Los Indios Verdes, de Juan Carlos Calzada, que también ha impulsado un taller de laudería de instrumentos tradicionales en nuestra ciudad capital. Para los interesados en este rizoma del son los dos libros aquí comentados serán un placer en su lectura y un elemento de referencia imprescindible.

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