Italo Calvino y las ciudades invisibles de la escritura
Entrevista inédita en español
William Weaver y Damien Pettigrew
–¿Qué lugar ocupa –si es que lo hay– el delirio en su trabajo literario?
–¿Delirio?… Supongamos que respondo que siempre soy racional. Que todo lo que digo o escribo está sujeto a la razón, a la claridad y a la lógica. ¿Qué pensarías de mí? Pensarías que estoy completamente ciego cuando se trata de mí mismo, una especie de paranoico. Si, por el contrario, respondiera: “Oh, sí, deliro de verdad; siempre escribo como si estuviera en trance, no sé cómo escribo estas locuras”, pensarías que soy un farsante, que interpreto a un personaje poco creíble. Quizá la pregunta de la que deberíamos partir sería: ¿qué pongo de mí mismo en lo que escribo? Mi respuesta: pongo mi razón, mi voluntad, mi gusto, la cultura a la que pertenezco, pero, al mismo tiempo, no puedo controlar, digamos, mi neurosis o lo que podríamos llamar delirio.
–¿Cuál es la naturaleza de sus sueños? ¿Le interesa más Jung que Freud?
–Una vez, después de leer La interpretación de los sueños, de Freud, me fui a la cama. Soñé. A la mañana siguiente podía recordar perfectamente mi sueño, así que pude aplicar el método de Freud a mi sueño y explicarlo hasta el último detalle. En ese momento pensé que una nueva era estaba a punto de comenzar para mí: a partir de ese momento mis sueños ya no me guardarían ningún secreto. No ocurrió así. Aquella fue la única vez que Freud iluminó las tinieblas de mi subconsciente. Desde entonces he seguido soñando como antes. Pero los olvido o, si soy capaz de recordarlos, no entiendo ni las primeras cosas de ellos. Explicar la naturaleza de mis sueños no satisfaría más a un analista freudiano que a un junguiano. Leo a Freud porque me parece un excelente escritor… un escritor de thrillers policiales que se pueden seguir con gran pasión. También leo a Jung, que se inclinó por cosas de gran interés para un escritor, como los símbolos y los mitos. Jung no era tan buen escritor como Freud. Pero, en cualquier caso, ambos me interesan.
–Las imágenes de la fortuna y el azar se repiten con bastante frecuencia en sus creaciones, desde barajar las cartas del tarot hasta la distribución aleatoria de manuscritos. ¿Influye la noción de azar en la composición de sus obras?
—Mi libro de tarot, El castillo de los destinos cruzados, es el más planificado de todos los que escribí. Nada se dejó al azar. No creo que el azar pueda desempeñar un papel en mi literatura.
–¿Cómo escribe? ¿Cómo realiza el acto físico de escribir?
–Escribo a mano y realizo muchísimas correcciones. Diría que suprimo más de lo que escribo. Tengo que buscar las palabras cuando hablo, y tengo la misma dificultad cuando escribo. Luego hago una serie de añadidos, interpolaciones, que escribo con una letra muy pequeña. Llega un momento en que yo mismo no puedo leer mi letra, así que utilizo una lupa para averiguar lo que escribí. Tengo dos caligrafías totalmente distintas. Una es grande, con letras bastante grandes: las os y las as tienen un gran agujero en el centro. Esta es la letra que utilizo cuando estoy copiando o cuando estoy bastante seguro de lo que escribo. La otra letra corresponde a un estado mental menos seguro y es muy pequeña: las os son como puntos. Esto es muy difícil de descifrar, incluso para mí. Mis páginas están siempre cubiertas de líneas de supresión y revisiones. Hubo una época en la que hacía varios borradores a mano. Ahora, después del primer borrador –escrito a mano y completamente garabateado–, empiezo a mecanografiarlo, descifrando sobre la marcha. Cuando por fin releo lo mecanografiado, descubro un texto totalmente distinto, que después reviso más a fondo. Luego hago más correcciones. En cada página intento primero hacer mis correcciones con la máquina de escribir; luego corrijo otro poco más a mano. A menudo la página resulta tan ilegible que la vuelvo a mecanografiar por segunda vez. Envidio a los escritores que pueden seguir adelante sin corregir.
–¿Trabaja todos los días o sólo algunos y a determinadas horas?
–En teoría me gusta trabajar todos los días. Aunque por la mañana me invento todas las excusas posibles para no trabajar: tengo que salir, hacer algunas compras e ir por el periódico. Por regla general desaprovecho la mañana, así que acabo sentándome a escribir por la tarde. Soy un escritor diurno pero, como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir por la noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que intento evitarlo.
La escritura más que la estructura
–¿Siempre tiene una tarea fija, algo específico en lo que decide trabajar? ¿O tiene varias cosas en marcha al mismo tiempo?
–Siempre tengo varios proyectos. Tengo una lista con una veintena de libros que me gustaría escribir, pero más tarde llega el momento en el cual debo decidir qué libro voy a trabajar. Sólo soy novelista por momentos. Muchos de mis libros están conformados por la reunión de breves textos, por relatos cortos, o bien son libros que tienen una estructura general, pero que están compuestos por varios textos. Construir un libro en torno a una idea es muy importante para mí. Paso mucho tiempo construyendo un libro, haciendo esquemas que, al final, no me sirven para nada. Los tiro a la basura. Lo que determina el libro es la escritura, el material que está realmente en la página. Soy muy lento a la hora de empezar. Si tengo una idea para una novela, encuentro todos los pretextos imaginables para no trabajar en ella. Si estoy haciendo un libro de relatos, cada uno tiene su propio tiempo de inicio. Incluso con los artículos soy muy lento, todo el tiempo tengo los mismos problemas para avanzar. Una vez que comienzo, puedo ser bastante rápido. En otras palabras, escribo rápido pero tengo enormes períodos en blanco. Es un poco como la historia del gran artista chino: el emperador le pidió que dibujara un cangrejo y el artista respondió: “Necesito diez años, una gran casa y veinte sirvientes.” Pasaron los diez años y el emperador le pidió el dibujo del cangrejo. Necesito otros dos años, dijo. Luego le pidió una semana más. Y, finalmente, cogió la pluma y dibujó el cangrejo en un instante, con un único y rápido trazo.
–¿Comienza con un pequeño grupo de ideas inconexas o con una concepción más amplia que va completando gradualmente?
–Empiezo con una sola y pequeña imagen y luego la amplío.
–Turguéniev dijo: “Prefiero tener muy poca y no una arquitectura excedida, porque eso podría interferir con la verdad de lo que digo.” ¿Podría comentar esto con referencia a sus escritos?
–Es verdad que, en los últimos diez años, la estructura ocupa un lugar destacado en mis libros, quizá demasiado importante. Pero es sólo cuando siento que logré una organización rigurosa cuando me parece que conseguí algo que se sostiene por sí mismo, una obra integral. Por ejemplo, cuando comencé a redactar Las ciudades invisibles sólo tenía una vaga idea de cuál sería la estructura, la arquitectura del libro. Pero después, poco a poco, el diseño cobró tanta importancia que fue el hilo conductor de todo el libro; se convirtió en el argumento que no tenía el libro. Con El castillo de los destinos cruzados podemos decir lo mismo: la arquitectura es el propio libro. Para entonces había alcanzado un nivel de obsesión tal con la estructura que casi me vuelvo loco por ella. Si una noche de invierno un viajero no podría haber existido sin una estructura muy precisa, muy planificada. Creo haberla conseguido, lo que me produce una gran satisfacción. Por supuesto, todo este tipo de esfuerzo no debe preocupar en absoluto al lector. Lo importante es disfrutar la lectura de mi libro, independientemente del trabajo que haya invertido en él.
–Usted vive en distintas ciudades, se muda con bastante frecuencia entre Roma, París y Turín, y también a esta casa cerca del mar. ¿Influye en su trabajo el lugar donde se encuentra?
–No lo creo. La experiencia de la vida cotidiana en un lugar determinado puede influir en lo que escribes, pero no el hecho de que escribas aquí o allá. En estos momentos estoy redactando un libro que, en cierta medida, está relacionado con esta casa de la Toscana en la que veraneo desde hace varios años. Pero podría seguir escribiéndolo en otro lugar.
–¿Podría escribir en un cuarto de hotel?
–Solía decir que un cuarto de hotel era el espacio ideal: vacío, anónimo. No hay una pila de cartas que contestar (ni el remordimiento de no contestarlas); tampoco tengo muchas tareas. En ese sentido, una habitación de hotel es realmente idónea. Pero creo que necesito un espacio propio, una guarida, aunque supongo que si tengo algo muy claro, podría escribirlo incluso en un cuarto de hotel.
–Sus padres eran científicos. ¿No buscaron hacer de usted también un científico?
–Mi padre era agrónomo; mi madre, botánica. Les interesaba profundamente el mundo vegetal, la naturaleza, las ciencias naturales. Pero se dieron cuenta muy pronto de que yo no tenía ninguna inclinación en esa dirección, resistencia que es habitual en los hijos hacia sus padres. Ahora lamento no haber asimilado todo el conocimiento que hubiera logrado obtener gracias a ellos. Es posible que mi reacción también se debiera en parte al hecho de que mis padres eran mayores. Nací cuando mi madre tenía cuarenta años y mi padre casi cincuenta, así que había una enorme distancia entre nosotros.
Entre la poesía y la novela
–¿Cuándo comenzó a escribir?
–De adolescente no tenía ni idea de lo que quería ser. Comencé a escribir muy temprano. Pero antes de escribir mi pasión era dibujar: hacía caricaturas de mis compañeros de clase, de mis profesores. Dibujos fantasiosos, pero sin ninguna destreza. Cuando era pequeño, mi madre me inscribió en un curso de dibujo por correspondencia; lo primero que publiqué –ahora mismo no tengo copia y no he podido encontrarla– fue un dibujo. Tenía once años. Apareció en una revista que pertenecía a esta misma escuela por correspondencia; yo era su alumno más joven. También escribí poemas desde muy muchacho. Cuando tenía unos dieciséis años, intenté escribir piezas para el teatro; fue mi primera pasión, quizá porque durante ese período uno de mis vínculos con el mundo exterior era la radio, y solía escuchar muchas obras por la radio. Así que empecé escribiendo –o intentando escribir– obras de teatro. En realidad, para mis obras de teatro, así como para algunos de los cuentos, era ilustrador además de autor. Pero cuando me puse a escribir en serio, sentí que mi forma de dibujar carecía de estilo; no lo había desarrollado. Así que dejé de dibujar. Durante las reuniones, algunas personas garabatean y hacen pequeños dibujos en una hoja de papel. Yo me he entrenado para no hacerlo.
–¿Por qué abandonó el teatro?
–Después de la guerra, el teatro en Italia no ofrecía modelos. La novela italiana, en cambio, estaba en auge, así que inicié por escribir narrativa. Conocí a varios escritores. Luego comencé a escribir novelas. Fue una cuestión de inercia mental. Si uno se acostumbra a traducir en narrativa sus experiencias, sus ideas, lo que tiene que decir se convierte en novela; no le queda materia prima para otra forma de expresión literaria. Mi forma de escribir prosa se parece más a la forma en que un poeta compone un poema. No soy un novelista que escribe novelas largas. Concentro una idea o una experiencia en un texto breve y artificial que se combina con otros textos para conformar una serie. Presto especial atención a las expresiones y las palabras, tanto en lo que respecta a sus ritmos y sonidos como a las imágenes que evocan. Creo, por ejemplo, que Las ciudades invisibles es un libro cuyo lugar está entre la poesía y la novela. Si lo escribiera completamente en verso, sería un tipo de poesía prosaica… o quizá lírica, porque la poesía lírica es la que más me gusta y la que leo de los grandes poetas.
–¿Cómo incursionó en el mundo literario de Turín, en el grupo que giraba en torno a la editorial de Giulio Einaudi y sus autores, como Cesare Pavese y Natalia Ginzburg? Usted era muy joven entonces.
–Fui a Turín casi por casualidad. Toda mi vida empezó realmente después de la guerra. Antes vivía en San Remo, muy lejos de los círculos literarios y culturales. Cuando decidí mudarme, dudé entre Turín y Milán; los dos escritores que leyeron mis cosas –ambos una década mayores que yo– fueron Pavese, que vivía en Turín, y Elio Vittorini, que vivía en Milán. Durante mucho tiempo no pude elegir entre ambas ciudades. Quizá si hubiera elegido Milán –que es una ciudad más activa, más animada–, las cosas habrían sido distintas. Turín es un lugar más serio, más austero. La elección de Turín fue, hasta cierto punto, ética: me identificaba con su tradición cultural y política. Turín había sido la ciudad de los intelectuales antifascistas, y eso atraía a esa parte de mí fascinada por una especie de severidad protestante. Es la ciudad más protestante de Italia, un Boston italiano. Quizá por mi apellido [en alusión al calvinismo, doctrina teológica dentro del protestantismo], y porque procedo de una familia muy austera, estaba predestinado a tomar decisiones moralistas. Cuando tenía seis años, en San Remo, mi primera escuela primaria fue una institución privada protestante. Los profesores me bombardeaban con las Escrituras. Así que tengo un cierto conflicto interno: siento una especie de oposición hacia la Italia más despreocupada y descuidada, que me ha hecho identificarme con esos pensadores italianos que creen que las desgracias del país vienen de haberse perdido la Reforma protestante. Por otra parte, mi talante no es en absoluto el de un puritano. Mi apellido es Calvino, pero mi nombre de pila, al fin y al cabo, es Italo.
–¿Le parece que la juventud de hoy tiene características diferentes a la que usted vivió? A medida que envejece, ¿le parece que le disgusta más lo que hacen los jóvenes?
–De vez en cuando me enfado con los jóvenes; pienso en largos sermones que después nunca pronuncio; primero porque no me gusta predicar, y segundo porque nadie me escucharía. Así que no me queda más remedio que seguir reflexionando sobre lo difícil que resulta comunicarse con los jóvenes. Algo ha ocurrido entre mi generación y la suya. Se ha interrumpido una continuidad de experiencia; quizá nos falten puntos de referencia comunes. Pero si pienso en mi juventud, lo cierto es que tampoco presté atención a las críticas, a los reproches y a las sugerencias. De modo que hoy no tengo autoridad para hablar.