En la memoria de Gonzalo Celorio
Marco Antonio Campos
En el libro Mentideros de la memoria (Tusquets, 2022), con el que Gonzalo Celorio ganó el premio Xavier Villaurrutia, encontramos un grupo de textos donde se combinan la crónica, semblanzas, ensayos, artículos, apuntes, anécdotas… Me atraen del libro, por una parte, cuatro textos particularmente emotivos, y por otra, textos que develan y revelan hechos de la vida cultural que le tocó vivir como funcionario de la UNAM y director del FCE, y los cuales busca tratar con la mayor objetividad posible.
Especialmente dolorosos de los primeros son los del hijo de Jaime Sabines y la hija de Carlos Fuentes. Seis años antes de casarse, en 1947 Sabines tuvo un hijo con una trabajadora doméstica al que bautizaron con su nombre: Jaime Sabines. Ya en su primera juventud, en los años de la preparatoria, a fines de la década de los sesenta, cuando Jaime hijo y Gonzalo Celorio eran muy buenos amigos, aquél tenía mucho parecido con su padre, sobre todo la voz, y le gustaba decir en voz alta poemas o prosas. Ser hijo de Sabines a Jaime hijo lo enorgullecía y de alguna manera lo abrumaba, pero, sobre todo, se sentía aplastado por una precaria condición familiar y económica que lo condenaba a vivir con un padrastro alcohólico y violento y cinco medios hermanos. El joven se fue hundiendo en el alcohol. En condiciones así, algún día no se encuentra sentido a la vida. Una vez, en 1970, muy ebrio, al volver a Ciudad de México en el coche con unos amigos desde Cuernavaca, abrió la portezuela y se lanzó al asfalto y un autobús le pasó encima. En el entierro uno de los deudos era el poeta Jaime Sabines. quien, lejos del grupo, no dejaba de llorar hincado en el polvo. Celorio escribe que ignora si el poeta escribió algo sobre “el menor Sabines”. Y sí. En su libro Maltiempo (1973), en uno de los poemas en prosa finales, leemos: “Desde la muerte de mi hijo Jaime, de 22 años, no he querido hablar más de la muerte. En esos días escribí un poema de ocho o diez cuartillas, pero lo hice trizas y lo arrojé a la calle. No es posible pasarse la vida hablando de los muertos. Estoy harto. Me da vergüenza.”
En el texto sobre la trágica suerte de la joven Natasha, lo que más conmueve es cómo Celorio hace sentir indirectamente todo el dolor de Carlos Fuentes y Silvia Lemus por su hija. Celorio hace un apunte con vívidas líneas de la única vez que vio a la muchacha en una cena en el restaurante San Ángel Inn, y relata luego la mañana de agosto de 2005 cuando la velaron en casa de los Fuentes y la noche de la misa en la iglesia céntrica de Santo Domingo. Un grupo de amigos después de la misa se fue a cenar luego con Fuentes y su esposa Silvia al restaurante del Hotel Sheraton de la Alameda. Lo que más angustia al final es la atmósfera silenciosa del grupo que imponía la desdicha ajena… hasta romperse por una solicitud verbal de Gabriel García Márquez al capitán de meseros.
Luis Rius, Carlos Fuentes, Tito Monterroso y Pedro Páramo
Sólo conversé brevemente un par de veces con Luis Rius en los años setenta fuera de las aulas de la facultad de Filosofía y Letras. Alto delgado, elegante, tenía trato de caballero y respiraba bondad, igual que un buen número de los transterrados republicanos que traté menos o más en mi juventud o madurez (Joaquín Díez-Canedo, Juan Rejano, Ramón Xirau, Paco Ignacio Taibo I). La emotiva semblanza de Celorio del que fue su maestro y amigo, “Luis Rius: un corazón desarraigado”, está henchida de ternura y melancolía. El autor recuerda las clases de Rius de literatura castellana medieval y su éxito envidiable con las estudiantes, que no dejaban de suspirar cuando Rius (les) leía, romances, sonetos, coplas, villancicos… “Y en esa línea divisoria entre la poesía y la erudición, caminaba con asombroso equilibrio.” Celorio reproduce de la poesía de Rius, según la ocasión, versos y pasajes leves y hondos. A ambos los unía asimismo el fervor por el tablao flamenco. Rius, por demás, era marido de la bailarina torreonense Pilar Rioja. Rius murió a los cincuenta y cuatro años.
Asimismo escritas con corazón de amigo y con admiración por las lecciones de brevedades narrativas, son las páginas dedicadas a Tito Monterroso. El final del texto parece una broma negra dictada por una realidad que copió la literatura.
De los textos que nos develan o revelan algo sobre la vida literaria está, por ejemplo, aquel que se dio cuando fue director del Fondo de Cultura Económica a principio del milenio. Celorio, junto con Hernán Lara Zavala, quien era gerente de producción, trataron de muy buena fe recuperar los libros de Juan Rulfo para la icónica editorial mexicana. Hicieron cita con la familia y con el difícilmente, espinosamente tratable arquitecto Víctor Jiménez, presidente de la Fundación, quien, como detalla Celorio, “no sólo velaba por los derechos de autor que usufructuaba la familia, sino que sancionaba, hasta donde le era posible, las publicaciones referidas a la vida y a la obra del escritor”. El FCE guardaba los mecamanuscritos de El Llano en llamas y Pedro Páramo. En la tensa plática con la familia y con el arquitecto Jiménez, Celorio se lo comentó. Se le repuso que negociarían los libros después de que les devolvieran los documentos, que, como consultó Celorio con el abogado Serrano Migallón, experto en derechos de autor, pertenecían por ley a la familia. Con toda honradez los devolvió. Después, de parte de la Fundación Rulfo, hubo sólo silencio. Lo engañaron.
Yo escribí un artículo en La Jornada Semanal el 19 de octubre de 2003, en el que, salvo mínimos detalles, relataba que Alí Chumacero, desde 1972, me dijo que apenas había corregido líneas o pasajes de Pedro Páramo. Debo a mi vez corregirme y decir que hizo una enmienda importantísima: muy probablemente tachó Alí la línea final. Esa página ya la conocen desde hace tiempo escritores e investigadores. Mi gran amigo Hernán Lara Zavala, que estaba en producción del FCE, es decir, fue parte y testigo, me mandó este mensaje donde me escribe sobre lo tachado en el manuscrito y que era un final cacofónico con una serie de palabras que tronaban con la letra p:
Lo que Alí tachó (sin conmiseración) era la frase final:
“Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe en seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
”Y junto a la Media Luna quedó para siempre aquel desparramadero de piedras que fue Pedro Páramo.”
Añade el corrector del FCE con propia grafía: “Capítulo final de Pedro Páramo, novela próxima a salir en nuestra colección LETRAS MEXICANAS”.
Hasta aquí el mensaje.
El párrafo rectificado por Rulfo quedó así:
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe en seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
Como se ve, el corrector tachó la frase final. Gracias probablemente a la observación, lo convirtió Rulfo en un final de excelencia: ganó Rulfo y ganaron todos los lectores. Pero en el remotísimo caso de que no hubiera sido Alí, quien lo hubiera hecho hizo un gran favor a la literatura mexicana.
De plagios, coloquios y discursos
Celorio fue amigo del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique. Lo recuerda como un conversador que convertía el diálogo en un agradable soliloquio, que tenía mucho sentido del humor, e igual que su maestro Oscar Wilde, era un magnífico mentiroso. El mismo Bryce, a quien en el declive de su vida y de su notable narrativa le dieron el premio de la FIL Guadalajara de Literatura en 2012, tenía éticamente un impedimento moral y literario: a fines de la primera década del siglo, Bryce había plagiado veintitantos artículos. Después del otorgamiento fue en México un escándalo de meses. Creo, como escribí entonces, que el premio fue un gran error tanto del jurado como de las autoridades de la FIL. El monto era de 150 mil dólares. José Emilio Pacheco y Fernando del Paso censuraron también el premio a Bryce y Juan Villoro escribió, si mal no recuerdo, tres artículos. Bryce atacó a lo loco, sin dar en ningún blanco, a quienes lo criticaban, hasta llegar al disparate: quienes lo atacaban eran de extrema derecha. Peor: para que no viniera a Guadalajara a la ceremonia las autoridades de la FIL le llevaron el dinero a Lima. “Como si se avergonzaran”, escribió entonces Juan Villoro. Reflexionando acerca de los plagios de Bryce, Celorio hace al final de su artículo una diferencia entre la mentira y el engaño, tomando palabras del propio Bryce, y lapidariamente, no sin dolor por el amigo, concluye diciéndole: “Los artículos que publicaste como propios sin ser tuyos son un engaño.”
Otro artículo polémico muy interesante es sobre el famoso Coloquio de Invierno de 1992 donde expone la posición del Rector José Sarukhán ante los reclamos de Octavio Paz y Enrique Krauze, en el cual defendió la pluralidad de la UNAM.
Admirador desde siempre de los cuentos y de Rayuela de Julio Cortázar, que es el escritor a quien más le debe en su literatura y en su vida, cuenta en su artículo “La cama de Cortázar”, en medio de una breve e intensa historia sentimental con una francesa, las vicisitudes de cómo conoció en París las casas del argentino, pero sobre todo en la que vivió diez años, entre 1967 y 1978, con la lituana Ugné Karvelis en la Rue de Savoie # 19, y dónde ambiguamente, entre un tal vez y otro tal vez, en esa cama, absolutamente ebrio, deja entrever que tal vez se acostó con Françoise.
Tendríamos que irnos al siglo XIX, y aún allí tengo mis dudas, para encontrar un presidente mexicano como Vicente Fox, con esa incontinencia verbal, donde se mezclan la sandez y la ignorancia. Algo que ignorábamos es que quien escribió el famoso discurso inaugural que Vicente Fox dio en Valladolid, España, en 2001, en el II Congreso Internacional de la Lengua Española, fue el propio Celorio a petición de Alfonso Durazo. Fue de Fox acaso su primera bufonada internacional de alto calibre. Es la alocución en la cual confundió el nombre y el apellido Borges, llamándolo José Luis Borgués, ante la alarma de los académicos de veintidós países y demás asistentes. “Hacer un Fox” se volvió desde entonces una manera de calificar una pifia por falta de conocimiento o sobrada ignorancia, como ocurrió con los cinco libros que nunca pudo citar Peña Nieto en la FIL Guadalajara en diciembre de 2011. Al principio de su texto (“El discurso desoído”), Celorio exclama: “¡Por mi madre que el discurso no era malo!”, y a continuación lo reproduce. ¿Qué pasó? Luego del ridículo internacional de Fox, supone Celorio, había que buscar un culpable. El chivo expiatorio fue él: le pidieron la renuncia de la dirección del FCE.
En esencia el libro lo forman, en su mayoría, espléndidos recortes autobiográficos que, me parece, podrían ser un adelanto de unas vívidas Memorias.