La Virgen de Guadalupe en París
Desde que vivo en París, no he dejado de viajar por algunas horas a México, un viaje mágico como si lo hiciera en un tapiz volante. Al menos una vez por año, el 12 de diciembre, asisto a la catedral de Notre-Dame. A unos pasos, voy a pie. En la realidad, estoy en París, pero durante algunas horas se convierte en una parcela del territorio mexicano porque, cada 12 de diciembre, una celebración cargada de emoción tiene lugar en un altar, consagrado a la Virgen de Guadalupe. Es al mismo tiempo un oficio religioso, una ceremonia del recuerdo, un acto de fidelidad, los encuentros entre amigos, una fiesta pagana al son de las trompetas y de los mariachis.
En un altar lateral, sin duda difícil y caramente obtenido por el grupo de exiliados porfiristas que decidieron erigirle esta capilla, con su corona de oro masivo, la figura de la Virgen mexicana reina en la catedral francesa: ninguna otra virgen, Cristo, arcángel ni santo goza de tantas veladoras día tras día. ¿Devoción o generosidad mexicana, y latinoamericana? Una vez más, puede verse la prueba del gusto irresistible de los mexicanos por el placer del gasto, pero es igualmente probable que la compra de una veladora en este lugar y su ofrenda a la Virgen de Guadalupe constituya un acto simbólico para el viajero que establece así la intimidad de un lazo de amor con el país del que está separado.
Porque, desde luego, si el fervor cuenta mucho, culto y veneración pueden ser limitados por necesidades o inclinaciones de economías y ahorros. Maupassant y Balzac, entre otros grandes autores, escribieron obras maestras sobre la avaricia: Gobseck agoniza mirando su oro, los costales de café y harina enmohecidos, los quesos holandeses que se pudren. En México, Rulfo narra cómo Pedro Páramo decide dejarse morir y abandonar a su suerte a Comala, arruinándola, para hacerla pagar una noche de fiesta que debió ser de duelo por la muerte de Susana Sanjuan.
A las misas en honor de la Virgen de Guadalupe, en aquellos primeros años de mi estancia en París, asistíamos una cincuentena de personas en ese altar lateral. Nos conocíamos todos, al menos de nombre. Eramos enterados de la hora gracias al “teléfono árabe”, es decir, la comunicación de un amigo o un conocido a otro, de oídas. De la embajada, no recuerdo a nadie, al menos en esos primeros años: la separación entre el Estado y el clero parecía aún vigente. Elena Garro, Helenita Paz, Daniel Leyva, Mariano Flores Castro en secreto, Alberto Gironella, Carmen Parra, Mercedes Iturbe más ostensible, otros amigos. Un sacerdote decía la misa y los mariachis cantaban otras canciones distintas a La Guadalupana.
Las Mañanitas, Cielito lindo, Yo soy el rey se escuchaban en eco, ahí, con una sonoridad que sólo puede dar la arquitectura de la catedral francesa, mientras caminaban, cantando y tocando sus guitarras, trompetas, tambores, un violín a veces, por el paseo central, de espaldas a los altares, hacia los portones de Notre-Dame. Una vez afuera de la catedral, comenzaba la fiesta pagana: los mariachis cantaban lo que pedía el público: las rancheras “llegadoras”, los boleros que confiesan pecados, los corridos que exaltan criminales. Las botellas de tequila circulaban de mano en mano, sin que nadie supiese quién las ofrecía. El frío, helado, terminaba la fiesta, pero la Virgen de Guadalupe había sido celebrada como se debe en México y en Francia.
No puedo dejar de mencionar a Yuriria García Iturriaga como la organizadora de muchos de esos 12 de diciembre, antes de que se volviera la misa solemne actual, cantada por tres sacerdotes, con un sermón políticamente correcto que dura tanto como su lucimiento lo exige, la Guadalupana cantada por un público que ahora ocupa el espacio central de Notre-Dame, público anónimo, turistas, curiosos, qué sé yo.
Afuera cantaban: “Cuando te hablen de amor y de ilusiones…”, “No quiero ni volver a oír tu nombre…” La política incorrecta era una pasión.