«El Señor de La Santa Cruz»

El Señor de la Santa Cruz, cortometraje queretano

Diario de Querétaro

O. Salas

Convocados a las 22:00 horas en la esquina de San Agustín del Retablo y Salvador Galván, Plaza del Río, el Asistente de Dirección, megáfono en mano, daba voces a diestra y siniestra al febril grupo, cada uno concentrado en su asignación. El acento y el tono me remitían irremisiblemente — con quinquecentenario complejo de sometimiento– al imperio y ejercicio de La Conquista de México, etiqueta consagrada oficialmente. No por nada el director, productor, autor, y etcétera lo arriaba con el apodo de Gachupín, además al tío le sobraba vello por cada centímetro cuadrado de la epidermis. La filmación era internacional, tampoco faltaba El Boricua, una autoridad en el audio suplantaba con eles todas las erres. No obstante los apremios llegó la media noche, venturosamente no la lluvia que tronaría los cuarzos, pero sí la patrulla cuyos tripulantes requirieron no sé qué permiso que de cualquier manera no amparaba ocupar el arroyo entrada la madrugada. También el dueño del taxi requería la liberación de su unidad, aportada por poco o nada, pero que debía ceder lavada y arreglada al compañero del siguiente turno. El taquero insistía en apagar las luces de su metálico establecimiento y retirarse a descansar. Nada debería alterarse, nada se había filmado, aunque la revisión y ensayo del encuadre, la medición de la iluminación y del sonido no habían cesado un instante, jalando grandes extensiones de cables casi convertidos en madeja. Dar cuenta del copioso refrigerio no entraba en la cuenta del tiempo, cuya escasa disponibilidad angustiaba al reparto en turno por la proximidad del llamado para atender el compromiso de actuación previamente asumido ya en teatro itinerante, ya en apariciones televisivas, ya en ensayo de una puesta próxima.

Maromas y doblamientos sinnúmero hicieron los técnicos para estar dentro del taxi sin aparecer en la filmación. Cuanta angustia en el interesado del vehículo al ver a aquéllos dispuestos a ‘modificar’ el interior automotriz para lograr su encomienda fílmica. Ninguna garantía le modificaba la pesadumbre. El amigo que se había prestado para ser el primer chofer se enmascaraba en un tupido mostacho que nunca estilaba y prescindía de los lentes que acentuaban premeditadamente su doctoral prestancia ejecutiva. Debía aparecer ‘rarito’ sin ser amanerado, sospechosito de que la ruleteada enmascaraba una actividad poco honorable o más gratificante y redituable envuelta en la clandestinidad y el sigilo. La camisa de luto hawaiano y las uñas con manicure dark, aunadas al mostacho de ‘Bienvenido Granda, el bigote que canta’ obedecían a la proposición de esa sugerencia. La velocidad de circulación y distancia del recorrido fueron medidas varias veces, lo mismo que el trazo del trayecto para lograr la atmósfera y verosimilitud deseadas. Llegó el momento de la verdad y estallaron la hilaridad, la incredulidad y la mofa cargada de camaradería: el ‘chofer’ no sabía conducir. Dos caballos de dos patas, de poderosa cilindrada, apoyados en la parte posterior del ‘automóvil’ le dieron impulso y el taxista cumplió su cometido de no levantar al noctámbulo prospecto de pasajero ¿el Señor de la Santa Cruz? En el cortometraje de doce minutos, aproximadamente, ese momento quizá ocupe un par. Esa noche no se filmó nada más.

Otra noche a igual hora, en un espacio rescatado de la condición de baldío por la omnipresencia rojiblanca de CocaCola se preparó otra escena que finalmente no conocí pues las esporádicas gotas me llevaron a resguardar mi única cámara, la encomienda de los ‘stills’ no la valía. Al ver la proyección-estreno en el deslumbrador auditorio de la UVM, campus Querétaro –alma mater del interfecto–, el miércoles 1 de abril, me he enterado que ahí se desarrolló la escena culminante. Sólo recuerdo que el suelo flojo, disparejo, con alta hierba y no pocos guijarros mucho dificultaron la colocación de unos rieles para que se deslizara un carrito que llevaría instalada la cámara con el correspondiente operario. La responsable del arte hacia cuanto podía para que el actor que encarnó al misterioso noctámbulo no durmiera mientras aguardaba el llamado; temía que la apariencia del rostro del recién despertado echara a perder el momento que le tocaba representar. Finalmente, me platicó el circunspecto que también viajó a Juriquilla, durmió pero no lo despertaron quince minutos previos a la filmación, sino segundos antes. Las facciones congestionadas, abotagadas, al director le parecieron apropiadas en la exaltación posterior a la comisión del crimen. A las 6:30 el actor abandonó la locación allá por Prolongación Zaragoza, de Santiago de Querétaro, para empezar a correr la legua con sus colegas teatreros a las 7:00 sin saber en qué delegación o municipio sería la parada matutina, mucho menos la vespertina, sólo deseaba un viaje que no contrariase el dormitar. La mayor hazaña de aquella noche fue no haber perdido los cuarzos en los momentos de lluvia. La mayor pérdida: una cámara –¡prestada!– rota al caer en un tripié mal asentado. El director, productor y etcétera puso en rifa cuanto valoró prescindible, apremió-suplicó cobranza, adelantó -con rebajas– facturación para afrontar y atemperar el reclamo.

Un amigo prestó su bureau jurídico en la calle de Morelos, casi frente a la parte posterior del Mercado Hidalgo. Todo tenía descomunales dimensiones, sin descontar el ejército concitado por la pareja de actores que darían vida a una denuncia ministerial, en el despacho de aquel amable abogado que se quedó sin suministro de energía eléctrica, pues el equipo cinematográfico fundió su instalación. Tras la filmación, en las primeras horas matutinas, el multifuncional cineasta salió a buscar algún amigo -no era necesario que fuera electricista– que le echara la mano con el desaguisado.

Después de una edición de cuatro años y medio, El Señor de la Santa Cruz no conocerá la distribución comercial, quiere abrirse camino por la vía de los concursos. Con ese título ya sabrá donde buscar este cortometraje queretano con su vendedor pirata de confianza, del director Armando Noguerón. Después de ver este film no volverá a abordar un taxi de la misma manera por culpa del monero El Fisgón.