«La Revolución que está en marcha» entrevista

La revolución que está en marcha

Diorama 

Revista Conspiretio 

Gustavo Esteva, un hombre no sólo imprescindible en las luchas revolucionarias que ha vivido el país, sino en la reflexión política y en la construcción de alternativas comunitarias y locales a los poderes del Estado y del mercado, reflexiona en esta entrevista sobre la situación de revolución que vive México y sobre las maneras en que ese proceso revolucionario comenzó a articularse desde el levantamiento zapatista de forma no-violenta, local, ajena a la toma del poder y encaminada hacia democracias autónomas y participativas. Gustavo Esteva es fundador de la Universidad de la Tierra.

Ha escrito: Economía y enagenación y Crónica del fin de una era: el secreto del EZLN.

 

Conspiratio: Quisiéramos iniciar la entrevista con la pregunta que nos hacemos en este número: ¿qué tan pertinente es en nuestro tiempo hablar de “revolución” como una alternativa viable para los pueblos?

En tu libro Crónica del fin de una era, que escribiste en 1994, el mismo año del levantamiento zapatista, afirmabas que México vive un proceso revolucionario de nuevo cuño.

Decías que las condiciones para una revolución (depresión económica, disminución de legitimidad y crisis de representatividad) se han estado dando en México y que el proceso revolucionario es inevitable.

¿Qué tanto de lo que escribiste en 1994 sigue siendo actual?

 

Gustavo Esteva:

Hablar de revolución hoy no sólo es pertinente sino necesario. Lo que escribí en 1994 es ahora más actual, porque hoy son realidad las que entonces eran meras anticipaciones, lo que todavía no había sucedido, lo que aparecía aún como tendencia.

 

Necesitamos hablar de revolución para asumir plenamente nuestra responsabilidad en la confrontación actual, cuando diversas fuerzas políticas intentan conducir el proceso revolucionario y se encuentran en direcciones no sólo distintas sino contrapuestas. Pero al hacerlo necesitamos tomar en cuenta las reacciones epidérmicas de la mayoría de los mexicanos ante la palabra “revolución”, porque el PRI la torturó por medio siglo, hasta hacerla irreconocible, y porque se asocia sin remedio con la violencia sin sentido ni control que en parte caracterizó a la revolución de 1910.

 

Como cité en 1994, Giancarlo Pasquino considera que el mejor vehículo de una revolución es “una depresión económica injertada en las raíces de una disminución de legitimidad y de una crisis de representatividad”. Estas condiciones se dieron en 1982, cuando Miguel de la Madrid desató el proceso revolucionario neoliberal mediante lo que técnicamente constituyó un golpe de Estado. Con variantes y altibajos, tales condiciones se mantuvieron a lo largo de estos años y son hoy más claras que nunca. Nadie puede negar la gravedad de la depresión económica y son enteramente evidentes la disminución de legitimidad y la crisis de representatividad.

 

El proceso de cambio en que estamos pertenece al género de las revoluciones porque implica modificar sustantivamente las instituciones vigentes, las leyes y el régimen de relaciones políticas, además de sustituir a las autoridades administrativas y cambiar la situación económica y social. Necesitamos, ante todo, reconocer que estamos inmersos en un proceso de esa índole. No sólo están dadas las precondiciones para que se produzca una revolución. Estamos en ella.

 

Quienes desataron este proceso se propusieron desmantelar el régimen heredado de la Revolución –sus instituciones, leyes y relaciones políticas–, e implantar en su lugar una “república neoliberal” –por llamar de alguna manera a un diseño que nunca se atrevió a decir su nombre–. Salinas lo quiso bautizar como liberalismo social. Lograron en buena medida su propósito: desmantelaron los pilares fundamentales del antiguo régimen que aún subsistían. Poco queda de él. Sin embargo, no han logrado establecer del todo el que querían crear.

 

En 1994 surgió una alternativa –que detuvo en cierta medida el proceso y representó un proyecto revolucionario alternativo–. Los zapatistas no intentaban reconstruir el antiguo régimen sino crear otro nuevo. Sin embargo, este proyecto sólo pudo profundizarse en la zona bajo control zapatista y en espacios aislados de autonomía y resistencia porque buena parte de los opositores al proyecto neoliberal, que parecían cercanos a los zapatistas, concentraron su empeño en el ejercicio electoral con un proyecto revolucionario diferente: se propusieron recuperar el control de los aparatos del Estado para restaurar desde ellos el antiguo régimen, con las actualizaciones apropiadas.

 

A partir de 2006 el proyecto neoliberal tomó un cariz cada vez más autoritario. De hecho, por la gravedad y profundidad de las crisis actuales y la debilidad política del grupo que actualmente lo conduce y que nunca logró acreditar su legitimidad, la única forma de llevar adelante ese proyecto es el uso de la fuerza, el desmantelamiento sistemático del Estado de derecho y la formación de una base social configurada desde el temor y la incertidumbre, la base social que puede dar sustento al ejercicio autoritario. Eso es lo que está ocurriendo a la vista de todos, aunque se le intenta negar continuamente.

 

Los opositores “estatalistas” de ese proyecto se encuentran en la dispersión y la confusión, a menudo entregados a luchas intestinas y a la disputa corrupta por prebendas y favores. Contribuyen directa o indirectamente al avance autoritario neoliberal, aunque su discurso sostenga lo contrario.

 

La opción zapatista ha perdido visibilidad, pero su inspiración se extiende en la base social, en medio del creciente descontento, y circulan vagamente preparativos para el 2010 que aún tienen la forma de rumores y especulaciones. Mientras se agudizan tensiones y contradicciones, se hace cada vez más inevitable la confrontación abierta entre quienes se afilian a estos proyectos y quienes apuntan, caminos alternativos en el proceso revolucionario.

 

 

Conspiratio: Aun cuando hayamos estado viviendo un proceso revolucionario, es algo que no queremos enunciar de esa manera, porque, como bien dices en tu libro, las imágenes que evocan las revoluciones en México justifican una reacción de rechazo tajante.

 

Pero, si según Michel Foucault la transformación del “poder” depende de la transformación en la producción de verdad, que a su vez está formada por enunciados conforme a los cuales se gobierna a la gente, ¿no resulta imprescindible que la palabra “revolución” vuelva a ser enunciada por la gente para que realmente ocurra?

 

Gustavo Esteva: En todas partes el término “revolución” ha perdido buena parte de su sentido histórico. En México es muy difícil atribuir a personas como Miguel de la Madrid, Ernesto Zedillo o Felipe Calderón el carácter de líderes revolucionarios. No lo son.

 

Se trata de administradores y gestores al servicio de quienes realmente impulsan el proceso revolucionario. Más allá de la percepción común o superficial, empero, han cumplido el papel de conductores visibles del proceso. El día que tomó posesión, Miguel de la Madrid desplazó a la vieja clase política y la sustituyó con un grupo de tecnócratas que siguen a cargo de los aparatos del Estado. Salinas recuperó a algunos miembros prominentes de las viejas clases políticas, como instrumentos para fortalecer el proceso –papel que siguen cumpliendo quienes circulan en posiciones menores desde entonces–. De la Madrid inició también la modificación sustancial de las instituciones y las leyes, el establecimiento de nuevas relaciones políticas y el cambio en la situación económica y social. Todo esto significa que las acciones de este grupo cumplieron todas las condiciones que caracterizan a una revolución. Aunque no nos animemos a usar la palabra, el proceso está ahí.

 

Sin embargo, es cierto que nos seguimos gobernando con enunciados anteriores. Aunque algunos de los que presidieron el país por 70 años se han desvanecido o perdido importancia, subsisten otros. En todo caso, desde el enfoque de Foucault, hace falta nuestra producción autónoma de verdad para que la propia gente sea capaz de conducir el proceso revolucionario en función de sus intereses y para que sea capaz de resistir el discurso que le siguen ofreciendo las clases políticas, que se presentan como variantes no sólo distintas sino contrapuestas (con diverso énfasis en el mercado o el Estado), pero que poseen un común denominador: el marco de la democracia representativa del Estado-nación en una sociedad capitalista. Es este común denominador de las versiones dominantes el que la alternativa zapatista actual pone en cuestión, al declararse anticapitalista y negar legitimidad a la estructuras y prácticas de la democracia representativa.

 

Conspiratio: Quienes se oponen hoy a la idea de revolución lo hacen fundamentalmente porque están en contra, no de los cambios profundos, sino de la violencia. Sin embargo, lo que no suelen advertir es que sus posicionamientos encierran una idea de violencia “justa”, la violencia “legítima” que implica el monopolio del Estado.

 

¿En dónde se nos pierde la claridad en este tema de la violencia y la no violencia? ¿Qué tanto hablamos de una burda hipocresía de los poderosos y qué tanto de una profunda oscuridad civilizatoria propia de nuestro tiempo?

 

Gustavo Esteva: Efectivamente, el rechazo a una propuesta revolucionaria o la simple negación de que estamos en un proceso revolucionario se deben a la representación común de un tipo específico de violencia, asociada en el imaginario colectivo con las revoluciones. En el caso de México, ese imaginario está claramente construido en torno a la caracterización habitual de la revolución de 1910, que se combina con las gestas guerrilleras de América Latina y en particular de Cuba.

 

Cuando la violencia se aplica desde el Estado no se considera revolucionaria. Posee, además, aura de legitimidad –incluso cuando es ilegal. Hobbes lo vio con claridad. Protego ergo obligo (“Protejo, luego obligo”) es el principio del Estado-nación moderno-. En nombre de la protección de la población, se le obliga al sometimiento. Lo que pocas veces se dice es que este diseño, que se postuló como el mejor para acabar con la violencia y garantizar un estado de “paz eterna”, corresponde a la era de mayor violencia en la historia humana, tanto la que se ha dado en las guerras entre naciones como la que se observa continuamente en el interior de cada sociedad.

 

Uno de los principales desafíos para la imaginación política actual consiste en mostrar que existen alternativas al régimen fincado en la violencia del Estado-nación moderno, en el que la violencia se ha convertido en el estado de cosas, en la definición de la normalidad.

 

Ha de tomarse en cuenta, además, que el Estado-nación mismo se encuentra en proceso de extinción. La principal de las funciones gubernamentales, la administración de la economía nacional, no puede ya cumplirse: todas las economías se han transnacionalizado.

 

Pero no han funcionado las estructuras macronacionales con las que se intentó sustituir el régimen del Estado-nación, que va quedando en el hueso de su construcción: la violencia institucionalizada, el ejército y la policía como principales recursos de gobierno, ante la pérdida creciente de gobernabilidad y legitimidad.

 

En el discurso político dominante se tiende a oponer la competencia electoral a la vía armada, para asumir plenamente aquella y rechazar ésta. Hay en ello una doble falacia. El camino electoral es también el de las armas. Está sembrado de cadáveres y desemboca inevitablemente en un régimen basado en la violencia. El monopolio de la “violencia legítima” se ha otorgado al gobierno en el Estado-nación para proteger a la gente, para garantizarle seguridad, pero se usa para lo contrario: protege de los ciudadanos a los poderes constituidos. La vía electoral sólo sirve para definir, tramposamente, quién estará a cargo del gatillo.

 

Por otro lado, la disyuntiva misma es falsa. Fue planteada para definir dos caminos alternativos para la “toma del poder”, es decir, para la conquista del poder político en el seno del Estado-nación. No estamos atrapados en esa disyuntiva quienes rechazamos desde hace tiempo los procedimientos electorales y el régimen representativo a que conducen y no buscamos la “toma del poder”, por la  convicción de que esa estructura ha sido construida para la dominación y el control de la población, no para su emancipación. La lucha actual –el proyecto revolucionario alternativo– no se plantea tomar en sus manos la maquinaria estatal, para usarla con otros propósitos, sino destruirla, como señaló Marx al referirse a los propósitos revolucionarios de la Comuna de París. Desde las clases políticas, algunos se proponen sustituir la ideología sin cambiar en lo fundamental las instituciones (López Obrador, por ejemplo), mientras otros se proponen cambiar las instituciones sin alterar el rumbo ideológico (Calderón, por ejemplo). Lo que hace falta es una conmoción simultánea de ideologías e instituciones y reconocer, como ha subrayado Foucault, que no podemos usar los conceptos creados en nuestro sistema de clases para describir y justificar una lucha que se ocupa de derrocar los fundamentos mismos de ese sistema.

 

 

Conspiratio: Detengámonos en los fenómenos paradójicos de la violencia y la no-violencia. Para Gianfranco Pasquino es característico de las revoluciones que vayan acompañadas del uso de la violencia, pues, según él, las clases dirigentes no ceden su poder espontáneamente y sin oponer resistencia.

 

Tú, en cambio, sostienes que la no-violencia, contra todo precedente, aparece hoy como requisito para que pueda llegar a su término la alternativa revolucionaria que abrió el EZLN en México. ¿Por qué esta circunstancia es diferente a lo planteado por Pasquino?

 

Gustavo Esteva: Es cierto que las clases dirigentes no ceden su poder espontáneamente y sin oponer resistencia. Yo agregaría que no sólo las clases dirigentes, sino amplias capas de la población opondrán resistencia a cambios en que sienten en riesgo sus privilegios o condiciones, con razón o sin ella.

 

Al mismo tiempo, considero que los poderes constituidos, en todas partes del mundo, han aprendido las lecciones del pasado y cuentan ahora con dispositivos eficaces para someter todos los intentos de desafiarlos a través de la violencia –sea en las formas más o menos convencionales de la insurrección popular o de la guerra de guerrillas o en las del terrorismo–. De hecho, han empleado esos desafíos o los han provocado como pretexto para aumentar el control sobre la población.

 

Más allá de la discusión ética o política sobre la no-violencia, hay una razón práctica para adoptarla en la lucha política. Si se es el más fuerte, la violencia es innecesaria para conseguir fines políticos; si se es el más débil, la violencia es suicida o contraproductiva.

 

Sigo pensando que el desafío actual es impulsar el proceso revolucionario que interesa a la gente, en oposición a los que proceden de las clases políticas, evitando cuidadosamente la violencia abierta, el uso de la fuerza. Pero estoy consciente de que así entramos en un territorio ambiguo, gris. Queremos decir que no deben utilizarse armas y enfrentar con ellas a las de la policía y el ejército o a las que tienen otros grupos sociales. Pero eso no implica renunciar a la coerción o al uso de la fuerza. Necesitamos reconocer sin hipocresía la violencia contenida en la no-violencia, pues a final de cuentas, en el contexto de la lucha política, implica imponer la voluntad propia sobre el otro, así sea apelando a su moralidad. Gandhi lo sabía bien. Desde la marcha de la sal, estaba consciente de su capacidad de doblegar a la autoridad británica a partir de la fuerza de la no-violencia.

 

Conspiratio: A partir del ejemplo e iniciativas del EZLN , tu propuesta política es la de la revolución de los ámbitos de comunidad, que son propios del México profundo. Ésta, que se ha dado en llamar la primera revolución del siglo XXI, sería una revolución no por el poder sino por la convivencialidad. ¿Crees realmente que esta revolución sigue adelante? ¿Cuáles son sus desafíos más importantes? O, si no es así, ¿en dónde consideras que se ha estancado?

 

Gustavo Esteva: El EZLN ha señalado repetidamente que no pretende imponer un modo específico de sociedad a todos los mexicanos. Insiste en que son éstos los que deben ser capaces de expresar democráticamente su voluntad para crear la sociedad que desean, pero no a través de estructuras de representación como las actuales sino en forma directa.

 

Desde mi punto de vista, la revolución que se ha estado tejiendo desde la base social, en los más diversos ámbitos, se ocupa primordialmente de la autonomía, en espacios en los que la gente puede decidir por sí misma. En esos espacios, las normas de convivencia, definidas por la propia gente, estarían más allá de la sociedad económica, capitalista o socialista, y podrían caracterizarse con el término, que Iván Illich renovó, de “convivencialidad”.

 

Pienso que esa revolución avanza cotidianamente y que tiene las más diversas manifestaciones en el campo y en la ciudad y está lejos de haberse estancado. La crisis estimula la multiplicación de iniciativas que se definen en esos términos. Sin embargo, tales empeños carecen de visibilidad adecuada y no contamos aún con una expresión política clara, que muestre su viabilidad a escala de la sociedad en conjunto. Experimentos masivos como el de Oaxaca, en 2006, estuvieron expuestos a todo género de distorsiones y no pueden emplearse como modelo.

 

Conspiratio: El fin por el cual una revolución se lleva a cabo es el de transformar profundamente las relaciones políticas, el orden jurídico constitucional y la esfera socioeconómica.

 

La ruptura del pacto constitucional de 1917 en México está prácticamente a la vista de todos. Si algo ha quedado claro en esta tan cacareada transición a la democracia es que existen visiones de país profundamente discordantes y que los antiguos mecanismos del régimen presidencialista para “resolver” los conflictos ya no funcionan. En estas condiciones, ¿cómo crees tú que deberíamos proceder para reconstruir un pacto constitucional que le dé viabilidad a la nación?

 

Gustavo Esteva: Existe consenso casi universal sobre la necesidad de una nueva Constitución. Se reconoce cada vez más que la actual ha perdido toda coherencia, con los parches que se le han aplicado incesantemente a lo largo de 80 años. Ha dejado de reflejar la condición real de la nación o las aspiraciones de los ciudadanos. Es una situación que aprovechan los poderes constituidos para violarla continuamente.

 

No hay acuerdo, empero, sobre los procedimientos para dar forma a la nueva Constitución. El “constituyente permanente”, el Congreso, parece claramente incapaz de asumir adecuadamente esa tarea –aunque tanto quienes impulsan el proyecto neoliberal como sus opositores “estatalistas” insisten en encomendársela, si bien siempre posponen la decisión de hacerlo en forma integral y se siguen entreteniendo en nuevos parches–.

 

Quienes reivindicamos la necesidad de una auténtica asamblea constituyente no hemos podido ponernos de acuerdo en cuanto a la forma de convocarla y de darle validez. La dificultad no estriba tanto en el procedimiento, que es un asunto técnico que podría definirse en poco tiempo, como en la estructura de la transición. Para llegar a la asamblea constituyente y mientras ésta realiza su tarea –un proceso inevitablemente largo, si se exige una efectiva participación de la gente– se requiere contar con una estructura de transición que permita mantener en operación servicios básicos y reducir al mínimo posible la violencia directa, respetando amplios espacios de libertad.

 

Desde mi punto de vista, lo que se necesita en la circunstancia actual es crear las condiciones para que el descontento confuso, profuso y difuso que caracteriza el ánimo general tenga expresión política apropiada. A partir de iniciativas que logren capturar la imaginación y la energía de amplios grupos –como los que se formaron ante la insurrección zapatista en 1994–, necesitamos articular la fuerza política capaz de imponer a los poderes constituidos, pacífica y democráticamente, como propuso La Otra Campaña desde 2005, las decisiones que nos conducirán a una estructura de transición capaz de garantizar el funcionamiento autónomo, radicalmente democrático, de la asamblea que propondrá el nuevo pacto constitucional.

 

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