The Power of the Dog, De western y amores de otro modo

Cinexcusas

Luis Tovar

 

“…Hombre rudo tirando a tosco; de poquísimas palabras, y si se puede ninguna; poco o nada familiarizado con la educación académica y la cultura; poseedor y practicante de un sentido de la justicia y el honor que, sobre todo, emanan de la tradición familiar [y el cual], si bien suele acompañarse sólo de otros hombres, es esencialmente solitario”: esta breve definición de la masculinidad, propuesta reiteradamente por el cine western clásico, fue aplicada incluso en la publicidad –recuérdese al Marlboro Man de los cigarros homónimos– y no por casualidad, pues bastaban esos trazos mínimos para lograr identidad, memorabilidad, reproductibilidad y deseo de imitación. Empero, como sucede frecuentemente con los arquetipos endebles, sin remedio degeneraría en estereotipo y lo que alguna vez fue modelo derivó a parodia. El género mismo, tan dependiente de la fortaleza y eficiencia de su icono de masculinidad, estaba tocado de muerte.

Es entonces que tuvo lugar la referida reinvención/revisión genérica, en la cual destacan Brokeback Mountain y la muy reciente The Power of the Dog, bien traducida de manera literal como El poder del perro, precisamente en lo que se refiere al arquetipo de masculinidad. Tocante a la última cinta, es posible un análisis parte por parte, somero pero esclarecedor, de dicha revisión a partir de los rasgos básicos del arquetipo: Phil Burbank (un sobresaliente Benedict Cumberbatch) es un vaquero rudo tirando a tosco, que habla lo estrictamente indispensable, preservador de la fortuna, la seguridad y el honor de su familia, que suele andar en compañía de otros hombres incluyendo a su comparativamente tibio y timorato hermano, pero que prefiere la soledad.

Hay un punto en el que Burbank no responde de manera absoluta al modelo y otro en donde lo hace sólo relativamente: el primero, que no es analfabeta ni funcional ni a secas sino todo lo contrario, pues cuenta con estudios universitarios, de los cuales por cierto no se ufana; el segundo, que el honor de la familia no lo defiende a balazos ni bravatas sino a fuerza de silencios y secrecías: sugerida desde el inicio mismo del filme, pero con tal sutilidad que cualquiera se va tras el señuelo de la rudeza majadera y la misoginia orgullosa que Phil despliega con una enjundia sospechosa en sí misma, su condición homosexual es ocultada no bajo el manto de subterfugios ni furtividades, sino de algo mucho más eficiente por sutil: la discreción, la preservación a rajatabla del espacio individual e íntimo y, por esa vía, ya sea en solitario o cuando ha encontrado o creído encontrar caja de resonancia en alguien más, también por la contemplación y la experimentación de belleza.

Esa es, sobre todo, la función del deslumbrante paisajismo al que Campion, la directora, recurre a lo largo de toda la cinta: de ese modo hace posible que el espectador vea la hermosura intrínseca de aquel medio agreste, tal como la mira Phil Burbank, y de ese modo establece el parangón perfecto entre la aparente hosquedad/fealdad de paisaje y personaje, pero revelando lo bello que los habita: son quienes son, sin ocultarse pero sin alardear, y están ahí, como la imagen del perro, para quien sepa mirarlos.

No conforme con haber quebrado, claramente para siempre, el estereotipo del tipo duro del viejo oeste, para proponer la complejización de una masculinidad de ese modo más verídica y cercana a la realidad, Jane Campion avanza hasta el punto de contar, alegóricamente, lo que podría considerarse un crimen homofóbico germinal o pionero: traicionado en lo más íntimo, Phil Burbank acaba siendo víctima de la única ocasión en la que muestra lo que su entorno llamaría debilidad –o poca hombría–, nada menos que a manos de quien aparentemente no sólo era el menos amenazante de quienes lo rodeaban, sino alguien de quien tanto Phil como los otros vaqueros toscos hacían escarnio homofóbico.

Si los géneros cinematográficos se renuevan de modos como éste, bienvenidas sean las revisitaciones.

 

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